Visitar la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL) es siempre un buen motivo para el goce y consumo culturales, en especial si se padece el mal incurable del bibliómano. En esta ocasión, en que asistí como conferencista del Encuentro de Cultura Democrática, pude escaparme dos jornadas vespertinas a husmear los stands de la Feria. De ese peregrinar —y de su conexión con mis inquietudes intelectuales y políticas— nacen las personalísimas reflexiones que ahora comparto, prudentemente alejadas de cualquier pretensión teorizante. ACH
A Marshall Berman,+
por sus provocaciones
El lector se interrogará por el término que encabeza el título. Por progresismo entiendo, en sintonía con una agenda de investigación y debate de la academia y opinión pública latinoamericanas, el conjunto de Gobiernos que arribaron paulatinamente al poder en la región desde las postrimerías de la década de los noventa e inicios del siglo XXI —para luego ser reelectos y relegitimados en sucesivas elecciones— enarbolando programas antineoliberales, redistributivos y de reorganización política. Este progresismo apuesta por un rescate de la capacidad y el rol estatales en la formulación de las políticas públicas; atiende de forma sustantiva las problemáticas de equidad y justicia social —a través de políticas universalistas o planes focalizados—; se identifica, de forma genérica, con una ampliación de la democracia más allá de sus formatos tradicionales —insistiendo, en diverso grado, en la refundación nacional a través de nuevas o reformadas constituciones—, y se plantea un nuevo tipo de inserción internacional, menos subordinada a las agendas de los poderes globales dominantes, sean estos potencias como Estados Unidos o empresas trasnacionales.2
En la oleada progresista se combina, no sin conflicto, un conjunto de transformaciones institucionales relevantes —el impulso a mecanismos de democracia participativa y directa, por ejemplo— con el rescate de la cuestión social y la reconfiguración y/o emergencia de identidades sociales y políticas. Estas acciones enfrentan diversos obstáculos derivados, entre otros factores, de la confluencia entre las enormes expectativas de cambio radical y expedito de parte de sectores tradicionalmente excluidos de la ciudadanía, y la demanda que hacen estos de una gestión eficaz y eficiente. Como resolución de esas problemáticas, dentro de la tendencia histórica y política progresista se abrigan formas diversas de concretar las metas sociales, económicas y políticas de cada país, las cuales encarnan en tipos de Gobiernos diferenciados. Algunos casos —como Brasil, Uruguay y, de cierto modo, Argentina— apelan a los ciudadanos (en su variante clásica, sujeta a un lenguaje y un catálogo de derechos formales) y defienden el fortalecimiento institucional y la negociación política con diversos actores y grupos de poder existentes. Otros —entre los cuales Bolivia, Venezuela y, en menor medida, Ecuador son ejemplos paradigmáticos— enfatizan la figura del pueblo y su inclusión por la vía del reconocimiento simbólico y la provisión de bienes y servicios sociales, apelando a una movilización social que desborda las instituciones representativas tradicionales y construyendo una matriz de conflicto polarizante que tributa a la concentración de poderes en el Ejecutivo y fomenta el decisionismo autoritario.
En el ámbito de la producción, circulación y consumo de informaciones e ideas, los Gobiernos progresistas también presentan saldos mixtos y diferenciados. En sus políticas públicas, la promoción del software libre, el apoyo al arte popular y la lucha contra el analfabetismo conviven con restricciones al libre flujo de ideas en el periodismo y el mundo editorial. El acoso sistemático a la pluralidad (diáfanamente expresado en el proyecto de hegemonía comunicacional venezolano y en las pautas restrictivas incluidas en las nuevas leyes de medios de varios países) coincide con la explosión de medios de comunicación alternativos, cercanos a esos Gobiernos, que confrontan al poder de los mass media tradicionales. El crecimiento en la cantidad de lectores e internautas se conjuga con el empobrecimiento de los espacios de diálogo, víctimas de una polarización política trasladada al mundo cultural y académico. La mercantilización del creador en la jungla neoliberal es sustituida por el mecenazgo avasallante de un Estado gestor y editor. El rescate de las otras memorias y los sujetos subalternos —invisibilizados por las élites tradicionales— sirve de argamasa a la construcción de mitologías nacionales/populares donde los movimientos populares deben sacrificar su autonomía, a la medida de los liderazgos populistas.
Con todo, las diferencias entre las formas como esos diversos Gobiernos (y sus realidades nacionales) impactan el mundo editorial son notables, dificultando cualquier intento de homologar y simplificar sus expresiones. Porque difieren las estrategias y objetivos de Gobiernos empeñados, como el venezolano, en reconfigurar radicalmente la política nacional —y, de paso, barrer a sus oponentes— respecto a las de otros, como el uruguayo, que solo parecen aspirar a una hegemonía más o menos cómoda en democracia, una diferencia decisiva para evaluar el tipo de relación que se establece entre el poder instituido y el vasto mundo de la cultura. Diversidad que abarca desde el impacto que tiene el control del financiamiento hasta las formas de censura estatal y el peso de la polarización política sobre la producción y difusión de impresos y audiovisuales, pasando por la presencia, aceptación o asedio a estamentos y tradiciones intelectuales más o menos densos, imbricados en los debates públicos del momento. Heterogeneidad que se nutre, de Buenos Aires a Caracas, de Quito a Brasilia, del peso específico de los actores —civiles y castrenses, académicos y tecnócratas, democráticos o autoritarios, movimientistas y leninistas— que conforman los grupos dominantes del oficialismo y la oposición. De forma tal que, a la hora de valorar el producto editorial de estos progresismos, los matices importan, y mucho.
Así, al caminar por las mesas del stand argentino en la pasada Feria del Libro de Guadalajara (FIL) me enfrenté a la profusa oferta de editoriales como Prometeo Libros, contentivas de una pluralidad de autores, con un nivel de discusión sofisticado y actualizado sobre los problemas de la política contemporánea, sin los provincianismos que degradan el nivel del debate académico y político de la región. Fue hallar a Mouffe, Laclau y Rancière junto a los clásicos del marxismo y el estructuralismo, y saborear el vivo legado politológico de Guillermo O’Donnell y sus discípulos. Significó la posibilidad de revivir el privilegio de una discusión informada —para lo que algunos libreros argentinos se pintan solos— sobre las novedades de la teoría y el acontecer políticos latinoamericanos, con la fascinación de poder rediscutir, por enésima vez, sobre la elasticidad del peronismo, y de sopesar con un ilustrado simpatizante del kirchnerismo —hecho este impensable en otros contextos progresistas— los errores de un Gobierno que asume propio pero cuestionable. El sazón, también, de polemizar sobre una pluma tan filosa y generadora de pasiones como la de Beatriz Sarlo, a quien mi interlocutor consideraba una adversaria de cuidado; para mostrarme, a renglón seguido, un libro de los intelectuales oficialistas de Carta Abierta, donde la firma de la reconocida intelectual aportaba una dosis necesaria de pluralidad y contrapunteo.
Pasear por el sitio de Ecuador fue constatar la profesionalidad de su personal, digno exponente de la imagen de buena gestión que el populismo tecnocrático correísta ha impregnado en las instituciones y burocracias del país andino. En el stand, un catálogo oficial —impreso con el sello del Gobierno ecuatoriano— daba cuenta de las principales editoriales del país, incluidas aquellas que dan cabida a perspectivas como las de Alberto Acosta, muy críticas de la gestión del Gobierno de la Revolución Ciudadana. Revistas y libros de Flacso Ecuador, de Abya Yala y de organizaciones y universidades varias estaban presentes no solo en el catálogo sino también en los estantes, con buena factura y precios accesibles. Desde el propio Gobierno, la línea editorial de la Secretaría de Planificación y Desarrollo (Senplades) —cerebro de las reformas y la planificación correísta— daba cuenta de los intentos de intelectuales/funcionarios como René Ramírez, procurando combinar, de forma ciertamente heterodoxa, actualización teórica, rigor académico y propuestas de agendas de política pública con abundantes referencias empíricas. Todo ello, sin dejar de mencionar la oferta de varias publicaciones enfocadas sobre el espinoso tema de la Iniciativa Yasuní.
Terminar este peregrinar en el sitio de Venezuela me provocó una enorme desilusión. La ausencia de cualquier producción no oficial se combinaba, perversamente, con la pobreza temática de la oferta disponible. Brillaban por su ausencia los libros de las principales universidades venezolanas —la Central o la Católica Andrés Bello— y también los de sellos editoriales privados, como ediciones Alfa o El Nacional; pero tampoco estaban las obras de insignes intelectuales progresistas como Fernando Coronil o Domingo Alberto Rangel. Y cuando pregunté por estas ausencias, las chicas, con su encantador dejo venezolano, se encogieron de hombros para decirme que “no habían venido”. Las oficialistas editoriales Monte Ávila —sombra de viejos buenos tiempos— y El Perro y la Rana inundaban el stand con textos sobre folclor e historia populares, con testimonios de adherentes al chavismo y discursos del finado Hugo Chávez, cuyos ojos parecían vigilar cada movimiento desde afiches instalados en las esquinas del stand. Salvaban la honrilla algunos ejemplares de la Biblioteca Ayacucho, verdadera obra maestra de la producción editorial y la gestión cultural latinoamericanas, y ciertas perlas sueltas como un librito del finado líder e intelectual socialista Alfredo Maneiro, alguien a quien los burósofos del chavismo deberían invocar menos y comprender más. En mi retirada, pensé en el daño que la polarización incivil y el espíritu antiintelectual, impulsados desde grupos dominantes del oficialismo, han causado en los (precarios y desconectados) circuitos editoriales, públicos y foros de debate. Y en los magros resultados que los afanes hegemonizantes del Gobierno —mecenas generoso de orquestas de cámara, premios filosóficos y talleres comunitarios de cultura— han conseguido en una intelectualidad como la venezolana, mayormente progresista en su génesis, cosmovisiones y militancias, y poco susceptible a canjear patronazgo por autonomía.
Cuando casi me marchaba, encontré un par de sitios —uno de ellos, por cierto, al lado del venezolano— donde se vendían textos, discos de música y audiovisuales cubanos. En ambos stands el dinamismo mercantil era visible, combinándose la tradicional oferta de “playa y son” con la gastada propaganda ideológica —en textos de Fidel, el Ché y otros autores— y la difusión de los avances de la isla en materia de medicina y educación. Fue una oportunidad, también, para encontrar algunas de las revistas de ciencias sociales que, poco a poco, van difundiendo los avances de una academia que comienza a sacudirse —en áreas como la antropología y la historia— viejos dogmas, censuras y letargos del socialismo de Estado imperante en la isla durante cinco décadas. Y es que en la Cuba postotalitaria de inicios del siglo XXI crece el desfase entre la política política —que define policialmente las “reglas del juego”, vigilante y sancionadora—, la política cultural —forjada en las instituciones y burocracias culturales, administradora de premios y permisos— y la política de la cultura3 —acosada pero creciente—, forjada en la creación e intervenciones públicas de una intelectualidad isleña todavía relativamente tímida y atomizada, pero crecientemente mutante y conectada con redes transnacionales. Intervención creadora que, en el actual escenario de reformas liberalizantes con gobernabilidad autoritaria, va de la mano con la paulatina recuperación de la esfera pública y de los activismos ciudadanos capaces de habilitar, poco a poco, las iniciativas democratizadoras.
Me fui de la FIL con algunos libros para engrosar mi biblioteca y menos plata para afrontar las fiestas navideñas. Pero, sobre todo, con la certeza de que, detrás del progresismo editorial, se abrazan realidades sociales, perspectivas culturales y agendas políticas no siempre coincidentes, donde la democracia y el autoritarismo viven avances y retrocesos alternos en este nuevo —y conflictivo— capítulo de la modernidad occidental. Divergencias que se le presentaron a este criollo, en suelo tapatío, en la confluencia de un ágora excitante —Argentina—; una buena gestión institucional —Ecuador—, un páramo para el aburrimiento —Venezuela— y un atisbo de los tibios vientos reformistas —Cuba— que soplan en ciertos rincones del Caribe. Diferencias que enmarcan, vistas de conjunto, algunas hipótesis (in)concluyentes sobre la creación y difusión cultural latinoamericanas: que aún precisamos de un amparo estatal capaz de democratizar —frente a elitismos de toda índole— los accesos sin sacrificar la autonomía de autores y públicos; que semejante apoyo no puede equivaler al empobrecimiento del espíritu crítico y la calidad de las obras y, en su extremo, a transmutar la oferta editorial en mera plataforma de propaganda oficialista; y que los intelectuales públicos latinoamericanos —cohorte activa del gremio que forja y difunde signos y simbologías impresos— aún tenemos mucho que aportar en esta lucha inconclusa por la defensa y expansión del pluralismo frente a cualquier pretensión hegemonizante: la de esos mercados rapaces y falsamente libres o la de quienes nos gobiernan en nombre del pueblo.
1 Esta reflexión es deudora, además de mi propia experiencia, de los fructíferos intercambios con las colegas Odette Alonso, Gisela Kozak y Magdalena López, espíritus inquietos y conocedores de las problemáticas que aquí se atisban.
2 Para un análisis de este fenómeno, dentro de una profusa bibliografía, recomiendo: Antonio Elías (comp.), Los Gobiernos progresistas en debate: Argentina, Brasil, Chile, Venezuela y Uruguay, Clacso / Instituto Cuesta Duarte, Montevideo, 2006; J.C. Leyton, D. Raus y C. Moreira (coord.), La nueva política en América Latina: Rupturas y continuidades, Flacso Uruguay / Universidad Nacional de Lanús / Universidad Arcis / Ediciones Trilce, Montevideo, 2008; Pablo Stefanoni, Posneoliberalismo cuesta arriba: Los modelos de Venezuela, Bolivia y Ecuador en debate, revista Nueva Sociedad, núm. 239, Buenos Aires, mayo-junio de 2012; y Carlos de la Torre & Cynthia J. Arnson, Latin American Populism in the Twenty-First Century, Woodrow Wilson Center / Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2013.
3 Para la noción de política de la cultura ver Norberto Bobbio, La duda y la elección: Intelectuales y poder en la sociedad contemporánea, Paidós, Barcelona, 1998.
_______
ARMANDO CHAGUACEDA es politólogo e historiador por la Universidad Veracruzana. Coordinador de un grupo de trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y miembro de su Observatorio Social, se especializa en temas de sociología, teoría política e historia contemporánea latinoamericana.
Otro bien escrito y sólidamente argumentado texto de los que el autor y Este País nos tienen ya acostumbrados..enhorabuena
Excelente artículo muy a tono con los tiempos que corren. Chaguaceda abre toda una línea de reflexión académica que aún es poco explorada a pesar de su importancia.