El televisor de pantalla plana llegó a casa un jueves o viernes. La caja era tan grande que cuando sacaron el voluminoso aparato yo cabía dentro de ella. Recuerdo que ese día mi padre y yo nos quedamos la noche entera viendo antiguas películas de gangsters. Entonces tuvo que haber sido un viernes: su estricto rigor escolar jamás habría permitido una desvelada en día de clases.
Deben estar pensando en esas delgadas pantallas de LCD o plasma tan comunes ahora. Pero no, el televisor de mi papá no era de esos. Recordarán aquellos enormes televisores de pantalla curva enfundados en plásticas cajas negras que parecían ataúdes de bebé. Yo sí recuerdo el primero que tuvimos: fue un Sony Triniton que casi un año después mi padre seguía pagando cuando el aparato ya valía en tiendas la mitad de precio. “Intereses; esos del banco son unos rufianes”, declaraba mi padre con el estoicismo de un tarjetahabiente responsable cada vez que recibía su estado de cuenta.
El televisor de mi padre es ahora una tecnología intermedia pero era de punta por aquellos días. Los televisores de tubo de rayos catódicos —solo muchos años después pude entender qué era un cátodo— no saltaron a las pantallas de LCD así como así. No, pasaron antes por los televisores de pantalla plana como el que llegó a casa ese día. Sus dimensiones eran tan voluminosas como sus predecesores pero presumía una pantalla completamente llana, en perfectos ciento ochenta grados y resplandeciente como los ventanales de la casa que papá me hacía limpiar una y otra vez con el periódico del día.
Tan pronto desempacamos el aparato, la sala se impregnó de un olor a plástico nuevo como el que se huele cuando te pones una bolsa de basura sobre la cabeza. Los pulcros marcos del aparato brillaban como las onzas libertad que ayudaba a pulir al abuelo todos los domingos: “Un día todas estas van a ser tuyas”. Cuando murió solo restaban cinco porque había perdido las demás en deudas de juego con los tahúres de la colonia. “La urna más barata”, dijo mi padre al encargado de la incineración y dio como adelanto lo que nos ofrecieron en la casa de empeño. Yo quería quedarme una de las onzas, pero ni siquiera lo sugerí a mi padre porque él era un hombre ahorrador y sensato: un capricho infantil no justificaba una fuga de dinero en el riguroso control de las finanzas.
Yo, que por entonces comenzaba a demostrar especial destreza e interés por la electrónica, hice todas las conexiones necesarias: el DVD, el decodificador de la señal por cable y el estéreo. “¡Está bien chida la nueva televisión, pa!” y en seco un zape para corregirme: “¡No es la televisión, lo correcto es el televisor! Es masculino, no seas ignorante”. Así era mi papá con las palabras a veces. Se enojaba cuando alguien violaba sus arbitrarias reglas gramaticales: “Háblale al señor del gas, no de la gas”.
Al día de hoy no puedo ver un Pequeño Larousse Ilustrado sin evocar aquel que incorporaba las rectificaciones de mi padre. Aún recuerdo las duras pastas de la edición conmemorativa del ochenta aniversario —en 1912 Le Petit Larousse Illustré sería publicado por primera vez en castellano, el mismo año en que el bisabuelo moría bajo el fuego de una carabina en una cantina— golpeándome la nuca. “¿Cómo que qué significa? No seas perezoso y búscalo en el diccionario: fo-to-sín-te-sis. ¡No prendes el televisor hasta que termines la tarea!”.
Se preguntarán cómo es que alguien tan estricto en las finanzas podía solventar esos aparatos. La verdad es que no éramos pobres, pero tampoco ricos: años más tarde describiría a la familia como clasemediera emergente con resentimientos de movilidad social. Mi padre ahorraba cada centavo posible, pero siempre que se trataba de entretenimiento digital quería lo último en las vitrinas. Para pagar los aparatos y mantener el estatus en la colonia ahorraba hasta en lo más ridículo: “¿Refresco?, toma agua natural que así no se te pican los dientes”. En la escuela particular a la que iba —era impensable que mi padre confiara la educación de su prole al sistema de educación pública— se burlaban de mis tenis Nine por ser una copia china malhecha de los últimos Nike en el mercado.
Frente al televisor aliviaba la tensión de sacar buenas calificaciones para mantener las becas de cada uno de los colegios a los que fui y sublimaba las ganas de clavarle un lápiz bicolor a mis compañeros.
A lado de papá vi las mejores películas de mi vida: El Padrino I y II, Scarface, Godfellas, Casino, Los Intocables, Carlito’s Way y la que para él era la mejor historia de amor del cine hollywoodense, Once Upon a Time in America. Cuando Robert De Niro observa cómo se desmaquilla Elizabeth McGovern después de treinta años de no verse, a mi padre le costaba trabajo disimular las lágrimas. Creo que el sueño gangsteril del siglo XX norteamericano reflejaba sus más hondas y sinceras aspiraciones. Si hubiéramos sido emigrantes judíos, italianos o cubanos en los Estados Unidos podría jurar que habríamos sido ricos. Como que mi papá no estaba muy feliz de ser mexicano, a pesar de que el abuelo, y el abuelo de mi abuelo, fueron jornaleros chiapanecos. Un día yo decidí la película: Pulp Fiction. “Esto está muy bizarro”, hasta hoy me doy cuenta que quizá nunca supo el verdadero significado de esa palabra. “¿A poco a tu edad te gustan esas cosas? Las películas cada vez están peor, igual que esta ciudad de indios que va directo al infierno”.
Ese día, de regreso a casa, se nos cerró un microbús que rayó por completo el costado derecho de un Dart K modelo 1985 que el viejo quiso más que a mi madre. Con frustración e impotencia le gritó al microbusero cuantas veces pudo: “¡Pinche indio!”.
Así pasaron los años. Los años en familia siempre son iguales: tediosos y sin contratiempos. Como era de suponerse —o como papá lo deseaba—, estudié Ingeniería en Electrónica gracias a una beca que me otorgó una reconocida universidad. Nunca terminé aquello. En cuanto comprendí qué era un cátodo y cómo funcionaba un televisor, dejó de importarme. No sé cómo sucedió pero un día me levanté con ganas de ser director de cine. Sí, así nada más. Creo que demasiadas películas de gangsters provocaron el deseo absurdo de contar historias como las que Coppola llevaba a la pantalla.
Por supuesto, mi padre reprobó la decisión. No recuerdo la discusión, lo que sí recuerdo es su rostro: colorado como conteniendo ira, endemoniadamente triste y unos ojos como con los que veía al jardinero cuando cortaba mal las plantas o al albañil cuando tardaba el doble de tiempo que había prometido. Creo que empiezo a comprender a mi padre: un primogénito más interesado en lo que pasa detrás de la pantalla que en lo que hay dentro de ella no es un gran aliciente.
Dejé la universidad y me fui a los Estados Unidos en busca de esa obsesión. Sí, obsesión, porque sueño no era. Si los Corleone habían triunfado como inmigrantes italianos y Tony Montana como expatriado cubano, ¿por qué yo no como mexicano ilegal? Cuando llegué, Hollywood se mantenía en pie gracias al trabajo de latinos: el primer equipo de producción al que me integré era un “mapa de Latinoamérica con división política” como el que miss Mercedes me pedía en tercer año: maquillistas argentinos, camarógrafos puertorriqueños, utileros colombianos.
Pasé años repartiendo el café y las rosquillas —en América no se les dice donas, me repetía un compatriota mexicano que por llevar más años que yo en los Estados Unidos me trataba con la punta del pie. Poco a poco pasé de chalán a asistente del asistente del asistente. Por aquellos años ocurrió el “boom” latino en la televisión y el cine. Personajes mexicanos que hablaban como vaqueros texanos, colombianos exportadores de cocaína que parecían una mala caricaturización de Pablo Escobar, cubanos mal encarados que comían burritos a pesar de que los verdaderos cubanos los detestan. Gracias a los amigos que me gané a fuerza de invitar siempre las “Coronas” —en México una cerveza tan común como las tortillas, pero absurdamente costosa en Los Ángeles— y por un afortunado golpe de suerte, pude hacerme guionista. A los americanos les (nos) gusta que les (nos) digan lo que son a través de sus inmigrantes.
El día que me avisaron de la muerte de mi padre regresé a la casa de mi infancia y vi de nuevo el televisor. Estaba intacto, como si apenas lo hubieran sacado de la caja. Juro que pude oler de nuevo ese sintético y picoso aroma de plástico recién desempacado. Como el que olí y jamás olvidaré cuando a los ocho años abrí el día de Navidad la base militar G.I. Joe que mi padre no me dejó tocar hasta que él terminara de armarla. La colonia estaba peor que nunca. Tomé el televisor y el viejo Pequeño Larousse Ilustrado que ahora parecía baraja.
Hoy, cuando algún recién llegado me pregunta por qué veo una televisión tan anticuada, yo solo les doy un zape y repito ceremonioso: “No seas ignorante, pinche mexicano indio. Es masculino, lo correcto es el televisor”. ~
__________
OSCAR ZAPATA (Ciudad de México, 1986) es escritor y editor. Estudió la licenciatura en Filosofía en la UNAM. Fue ponente en varias universidades y colabora habitualmente en diversas revistas impresas y medios electrónicos. Fue jefe de redacción del periódico El Libertador de Oaxaca, coeditor de la revista Entribu y editor de la Revista Ensayos de la UNAM. Trabajó como Asistente de Investigación de la escritora y académica Margo Glantz y formó parte del cuerpo editorial del INEHRM. Actualmente estudia la maestría en Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso.