En el ocio del mes anterior, me refería al ingenio o capacidad —casi de carácter nacional— de injuriar al prójimo con la imposición de un apodo o de un sobrenombre, que cuando es resultado de un aprecio y una querencia, lejos de ofender ratifica una camaradería o una complicidad y confirma un carácter, una imagen y una personalidad. Así lo han entendido quienes integran grupos, equipos, conjuntos, bandas y organizaciones de diverso orden social y moral. Desde escolares (que si bien suelen divertirse con esos bautizos populares, pueden llegar a la tragedia, como sucedió en días pasados, pues por tal motivo comenzó una riña entre dos jóvenes en un andén del metro que tuvo funestas consecuencias), hasta deportistas, artistas y políticos, quienes, se dice, pagan el precio de la fama.
Elegir un nombre, lo sabemos, es reconocer y afirmar una identidad, un sistema de valores e intenciones, claro, entre muchas otras cosas, como probablemente consideraron quienes se asumieron como “templarios”, distorsión del noble origen de la palabra pues, como ya observamos de la mano del Conde de la Cortina no era compromiso menor para aquellos creyentes caballeros medievales formar parte de esa congregación.
En el siglo XIX en este país la inseguridad era, como hoy, un tema recurrente. El bandidaje o bandolerismo afectaba el tránsito de las personas, dificultaba el tráfico de las mercancías y, naturalmente, impedía la ilustración de las comunidades. Viajar era una peligrosa aventura. La tensión entre asaltantes y víctimas dio materia a historias de diversa índole, protagonizadas por desalmados asesinos o por misteriosos bienhechores que se podían convertir en forajidos a causa de los excesos y abusos de autoridades corrompidas. La insistencia del agravio combinada con la inspiración romántica terminó por catalogarlo como costumbre.
Un hombre nacido en Tlalpan, que muy joven decidió ser un ranchero y abandonó la escuela, y que luego de entregarse a las duras faenas del campo en Michoacán y atender otras ocupaciones, se hizo impresor en esta Ciudad de México para fortuna de nuestra literatura costumbrista y de las narraciones de proscritos y desterrados. Nos referimos a Luis G. Inclán y su novela Astucia, el jefe de los hermanos de la hoja o los charros contrabandistas de la rama, publicada en 1865, durante el gobierno de Maximiliano.
Cinco notables miembros de la Academia Mexicana de número, dos de ellos directores de la corporación, se interesaron por Inclán y su novela: Joaquín García Icazbalceta, Francisco Pimentel, Federico Gamboa, Carlos González Peña y Salvador Novo. El último sintetiza las opiniones de sus antecesores, de otros bibliófilos y estudiosos como José de J. Núñez y Domínguez, observa la solución de una primera injusticia y declara la “perdurable actualidad” de una novela que “ningún mexicano debería desconocer”.
En efecto, Novo recuerda que Pimentel y García Icazbalceta reconocieron que el léxico empleado por Inclán correspondía a una “expresión mexicana”; el segundo admitió que se sirvió de la novela para enriquecer su Vocabulario de mexicanos. Sin embargo, el rescate de Astucia lo propuso Federico Gamboa, justamente hace un siglo, en la memorable conferencia que sobre la novela mexicana leyó el 3 de enero de 1914 en la Librería General de Francisco Gamoneda:
Por sus páginas —afirma Gamboa—, congestionadas de colorido y de nuestro sol indígena, palpita la vida nuestra, nuestras cosas y nuestras gentes; el amo y el peón, el pulcro y el bárbaro, el educado y el instintivo; se vislumbra el gran cuadro nacional, el que nos pertenece e idolatramos, el que contemplaron nuestros padres y, Dios mediante, contemplarán nuestros hijos […] los personajes que por entre sus renglones discurren no pueden sernos más allegados, hablan, y piensan y obran a la par nuestra…
Astucia, alias que el protagonista Lorenzo Cabello no usa solamente para ocultarse sino para recordar que “con astucia y reflexión se aprovecha la ocasión”, persigue una utopía, como sugiere Margo Glantz, una utopía liberal campirana. Convencido de la recompensa que da el esfuerzo y el trabajo, el joven Lencho se rebela contra la explotación y los abusos, se convierte en jefe de una cofradía de denodados charros para liberarse de la opresión. Los hermanos de la hoja del tabaco, lo contrabandean no solo para obtener ganancias sino para burlarse de las incompetentes autoridades. Se enfrentan a sus enemigos bajo la consigna de los mosqueteros, y “todos para uno, uno para todos”, los charros relatan sus desventuras, apretadas en sus alias: Chepe Botas, Pepe el Diablo, Tacho Reniego, el Charro Acambareño y el Tapatío.
En el breve prólogo de la novela, Inclán advierte la veracidad de su historia y el fin moral que persigue:
No se entienda que trato de celebrar el hecho de comerciar con un efecto prohibido, ni aplaudir esa manera de hacer fortuna tan justamente reprobada por gentes de buen criterio. Mi objeto es publicar los episodios de aquellos rancheros que por desgracia la generalidad ha confundido con los ladrones y bandidos, cuando no fue sino todo lo contrario; perseguían a muerte y colgaban sin mucha ceremonia a cuanto bandolero encontraban en su camino. Infundiéndoles terror los ahuyentaron de varias de sus madrigueras, y haciendo a un lado la clase de comercio que a costa de mil peligros eligieron, nunca dieron otra nota de sus personas y eran muy queridos, respetados y aun celebrados de cuantos los conocían.
Esta declaración o justificación —que asusta— parece ratificar las ideas de Eric Hobsbawn sobre el papel que han desempeñado algunos bandidos, proscritos y jefes de guerrillas en la historia social. Las llamadas autodefensas (‘defensa por uno mismo’) que se han extendido por diversas zonas del territorio pretenden hacer justicia de esa forma, lo cual es, sin duda, inquietante y perturbador. De Robin Hood a Los imperdonables, el mito del ladrón protector de los pobres y los estereotipos del héroe rebelde se han instalado desde el siglo XIX como formas exitosas de la consolación de los humillados y ofendidos. Expresiones de la resignación de los amenazados ciudadanos ante la apatía, incapacidad y corrupción de quienes deben brindarles protección y justicia.
Recuperemos la esperanza y el ánimo con la lectura de unos renglones de la historia de Tacho Reniego como invitación a la lectura de Astucia, pues, como advirtieron los académicos, la frescura y el humor de la narración nos atrapan y, sobre todo, nos saben a tierra de este país:
En esta época, me tentó el demonio por enredar el trompo, tenía facilidad de tirar un peso y no era extraño que me fastidiara estar solo; después de andar como el chupa rosa, teniendo relación con una, luego con otra sin hacer pie con ninguna, me sucedió lo que era consiguiente, que encontrara mi cebollita con que llorar; pues me fui a apasionar ciegamente en Puebla de una mujer lindísima que unos llamaban “Tulitas la Linda” y otros “la Venus de Analco”, con más espinas que un abrojo, pues prescindiendo de su clase, genio, edad y otras puntas que me aguijoneaban, tenía el grave inconveniente de ser la querida de un sargento del cuarto de caballería, celoso y atrevido como demonio […]. Llegué a tenerle tal miedo que me mandaba con la vista, no era dueño ni de menearme, siempre me acompañaba en los tianguis en donde rara vez dejaba de promover pleito con alguna de mis marchantas, hasta el grado de que no habiendo quien me comprara iba la ancheta cuesta abajo, y yo estaba dado a Judas, durando este martirio más de un año.1 ~
1 Las cursivas son mías.
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MIGUEL ÁNGEL CASTRO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Fue director de la Fundéu México y coordinador del servicio de consultas de Español Inmediato en la Academia Mexicana de la Lengua. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y ha publicado libros como Tipos y caracteres: La prensa mexicana de 1822 a 1855 y La Biblioteca Nacional de México: Testimonios y documentos para su historia. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo, recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.