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Blog | Mutt | Bartolomé Delmar | 10.01.2014 | 0 Comentarios

BartolomeBarra

 

La Iglesia católica, en cuanto a cuerpo político, no tenía ya opciones visibles; su proyecto parecía ajeno al de la humanidad avanti, un cúmulo dogmático inamovible dentro de una estructura cada vez más confusa, más variable y más vertiginosa —llamémosle “sociedad”. La incompatibilidad era palpable y, de alguna manera, presenciábamos los atentos un lento, lentísimo e inevitable resquebrajamiento de una muralla milenaria y antes todopoderosa. Lugar común: era el espectculo crónica de ias incipientes y los manejos dentro de nuestra dinlismolos cientos de millones de pobres, ..áculo de una muerte anunciada.

Las lógicas de la producción, salvación individual y riqueza inherentes a muchas de las prácticas cristianas, pero sobre todo su multiplicidad de ofertas, hacían que la institución católica no tuviera herramientas para ganar adeptos, más allá de una institucionalización cara y burocrática y una retórica propia del siglo XII. En el proyecto solamente quedaba una posibilidad. Era el posible factor de diferenciación dentro de todas las ofertas, dado que cada una ofrecía productos únicos y ciertamente antojables: apelar al sentido de caridad y misericordia y, sobre todo, hablar de y a los cientos de millones de pobres habitantes del mundo, de las injusticias arbitrarias de sistemas políticos y económicos que habían dejado atrás todo rastro de verdadera Humanidad.

No es una apreciación personal, ni cercana a mis posturas ideológicas, pero no hay duda de que muchos malos manejos dentro de nuestra dinámica económica, sobre todo en países con democracias incipientes e instituciones obsoletas (es decir: en casi todos los países), han cobrado de forma arbitraria algunas suertes. Tampoco hay duda de que muchos de los responsables de semejantes atrocidades (falta ver el caso de Larry Summers para entender el punto) se han mostrado perfectamente indiferentes a responder por ese “otro”. Y ahí es donde la Iglesia Católica tenía un espacio importante para recuperar su vitalidad, su fuerza e influencia, hablando en términos fundamentalmente numéricos. Ahí es donde podía regresar a sus orígenes y retomar el curso de su propia historia.

Siglos de riquezas injustificadas y poderíos sobrehumanos fueron las razones fundamentales de su propia enajenación; a final de cuentas, esos monigotes “Ilustrados” podían haberla incluido en sus programas si se hubiera tenido el cuidado político necesario. Pero el último par de siglos ha sido desastroso para el Vaticano, quien ha recibido un golpe mortal tras otro, y, en ese sentido, quizá fue hasta el 2013 cuando se presentó un poco de aire fresco, un paliativo discreto pero eficaz, para este cuerpo enfermo.

La razón evidente es la figura del Papa Francisco I, ese nuevo pregonero que con cautela se dirige a las masas y habla de tiempos de cambio, pero, en realidad, tiene que ver con la propia naturaleza de la Iglesia y, quizá, del catolicismo en su totalidad.

Porque ese “mirar al otro” ha generado una cultura de la empatía que, a su vez, posibilita la flexibilización de sus posturas institucionales (que no lo hayan hecho, y las razones de esa negativa, es otro tema). Es decir: el poder del cristianismo, y sobre todo de la Iglesia católica, viene de poder aceptar y dialogar, de forma natural y orgánica para sus principios, con otro.

Y claro que esto arroja un panorama aparentemente extraordinario, ideal para el desarrollo del Humanismo y de la trascendencia cultural, pero también tiene un aspecto infinitamente más sombrío: es su principal carta política. Es su mejor forma de llamar adeptos y, de alguna u otra manera, conferir al mundo una serie de valores “universales” que en realidad responden a sus propios fundamentos dogmáticos.

Porque no hay en el catolicismo “moderno” el ánimo de segregar, de violentar los principios más básicos de un ser vivo ni de sus contextos; al revés, la idea es incorporarlo todo para promover así un ambiente de tolerancia y armonía. De castigar lo castigable (como la miseria) y reprobar al injusto. Pero, ¿qué pasa si un grupo o una postura no tolera la tolerancia? ¿Qué ocurre si la miseria no se cura con caridades, si la violencia será siempre inevitable y si la censura a veces es lógica y necesaria?

La cúpula de la Iglesia Católica ha sido desde siempre una estructura brillante para engañar que exista una negativa posible a cualquiera de estas respuestas. Y en la figura de Francisco I tiene una nueva navaja extraordinariamente afilada.

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