El problema migratorio se complica cuando los gobiernos no están dispuestos a reconocer que es el efecto de relaciones económicas asimétricas entre países que por su ubicación geográfica están llamados a conformarse en una región.
A mediados de 2013 el mundo supo de la intención del Gobierno dominicano de realizar una expropiación masiva de ciudadanías contra —según cálculos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos— 210 mil dominicanos que habían nacido en el país de padres haitianos, e inscritos legalmente según las normas establecidas hasta 2010. Un verdadero genocidio civil que solo se han permitido regímenes autoritarios al estilo del fascismo alemán, en aquellos días en que los nazis rompían cristales y desnacionalizaban judíos.
Aunque este resultaba particularmente aberrante, exabruptos de esta naturaleza han sido habituales en los contactos binacionales. En realidad, Haití y República Dominicana han vivido siempre en un litigio que solo conoce fases de distensión cuando alguna de las partes decide mirar hacia el otro lado. Esto, a pesar de un presente de fuerte interdependencia y de un pasado compartido, que un locuaz presidente dominicano calificó una vez de matrimonio sin divorcio.
Un poco de historia
Cuando, a principios del siglo XVII, los bucaneros y piratas europeos constituyeron una peculiar república del vicio en la hoy isla haitiana de La Tortuga, no podían imaginar que estaban inaugurando la relación contenciosa binacional más larga y compleja del continente latinoamericano.
Desde entonces, las colonias española de Santo Domingo y francesa de Saint Domingue, luego República Dominicana y Haití, conocieron invasiones en ambas direcciones, masacres indiscriminadas, guerras que duraban años y contubernios diplomáticos. Pero, curiosamente, tras los soldados siempre hubo comerciantes y tras los pasquines chovinistas, una red de relaciones transfronterizas donde intereses y solidaridades configuraron una peculiar interdependencia. Del lado dominicano, esto se puede detectar en la proliferación de apellidos de raíces francesas, incluso dentro del procerato que señaliza a la dominicanidad.
La llegada de Rafael L. Trujillo al poder en República Dominicana marcó un momento particularmente trágico. Aunque se le distingue especialmente por la masacre de miles de campesinos haitianos en la frontera en 1937, en realidad fue el arquitecto del modelo de relación utilitaria al que siempre aspiró la élite racista y antihaitiana en República Dominicana: una frontera cerrada y severamente controlada, un uso extendido de la fuerza de trabajo barata y desprotegida haitiana y un montaje ideológico que dibujaba a Haití como la antítesis de República Dominicana: la primera, africana, negra y pagana; la segunda, española, blanca y católica.
Los haitianos, por su parte, hicieron algo similar, creando así una diada de resentimientos nacionalistas que plagan el espinoso tema de las relaciones binacionales.
La interdependencia desigual
Hacia fines del siglo XX, Haití y República Dominicana superaron su mutua indiferencia y comenzaron a escalar una compleja ladera de intercambios comerciales y a diversificar los flujos migratorios. No fue un proceso planificado, ni siquiera regulado, sino sencillamente incitado por las oportunidades.
Los empresarios dominicanos miraron con optimismo al mercado haitiano y valoraron sus ventajas comparativas en términos de costos para ocupar una parte de él. Y lo hicieron exitosamente, hasta llegar a exportar más de mil millones de dólares anuales de bienes, regularmente productos que por sus calidades discretas no podrían realizarse en ningún otro mercado. República Dominicana exporta a Haití cerca de un millar de productos entre los que se encuentran cementos, varillas de acero, huevos y pollos, desechos de arroz, productos agrícolas varios, un vino tinto que —como el lector sospechará— no se encuentra entre las grandes virtudes dominicanas, e incluso hielo.
Al mismo tiempo, y sobre todo tras el terremoto de 2010, los grandes empresarios dominicanos coparon el mercado de los servicios constructivos financiados por la cooperación internacional, sumando a los dividendos comerciales otros mil millones de dólares. Es decir que la economía dominicana obtiene ingresos brutos de unos dos mil millones de su relación con Haití, aproximadamente una sexta parte del total exportado. Y en consecuencia, su funcionamiento es inseparable de la consideración de Haití como un segmento poco exigente del mercado interno.
Para Haití, estas compras implican 30% de sus importaciones, y constituyen el grueso de los componentes de la alimentación popular (grasas, carbohidratos y proteínas baratas) y de la parte gris de las construcciones (cemento, bloques y varillas de acero). Pero sufre un desbalance brutal en su contra, ya que logra vender a su vecina no más de 200 millones anuales.
Obviamente, la manera como Haití compensa este desbalance es exportando a República Dominicana su mercancía más abundante: fuerza de trabajo descalificada y desprotegida. De hecho, fue el rol que la división regional del trabajo asignó a un país donde el desarrollo de las plantaciones agroexportadoras —como sucedió en el resto de los países caribeños— enfrentaba mayores dificultades debido a la alta densidad demográfica y a la extrema fragmentación de la propiedad agrícola. Los haitianos fueron piezas claves del desarrollo capitalista en Cuba y República Dominicana, y lo hacían tributando su mejor fuerza de trabajo. El país sufrió una permanente descapitalización que lo empobreció hasta los niveles desesperantes en que hoy se encuentra.
La migración a República Dominicana continuó aun después del ocaso azucarero, solo que de manera descentralizada y ocupando otros nichos productivos y de servicios. Los trabajadores haitianos —antes recluidos en los bateyes azucareros— también pasaron a ser parte de los paisajes urbanos, copando actividades como la construcción, los servicios personales y el sector informal. Según una encuesta de Naciones Unidas, en 2012 había en el país algo más de medio millón de haitianos, en su mayoría hombres en edades laborales óptimas y con niveles educacionales superiores a la media haitiana. Constituían algo así como 5% de la población nacional y 15% de la fuerza de trabajo. Por lo general se trataba de trabajadores que retornaban todos los años a su país, donde mantenían familias y aspiraciones.
Debido a la inexistencia de una normatividad estable y concertada, toda la apertura migratoria y comercial opera sobre la base de acciones unilaterales, exabruptos y castigos. Los haitianos, por ejemplo, recurren con frecuencia a boicots de productos dominicanos sobre la base de dudosos argumentos aduanales o sanitarios, lo que regularmente se relaciona con intereses de las grandes familias importadoras, meollo de la burguesía haitiana y vulgares secuestradoras del Estado. Los dominicanos, por su parte, imponen grandes impuestos a productos haitianos que pudieran venderse en el país (por ejemplo, sus bebidas alcohólicas) y aliviar el tremendo desbalance comercial pero que afectarían a grandes grupos económicos locales. Y recurren con frecuencia a deportaciones masivas de migrantes haitianos, las que ocurren sin mínimas garantías para las personas afectadas.
Desde aquí se ha generado una compleja interdependencia asimétrica alimentada por intercambios poco regulados y por resentimientos y construcciones ideológicas antitéticas. Muchos haitianos viven convencidos de la culpabilidad dominicana en torno a la pobreza nacional, al mismo tiempo que los dominicanos siguen siendo educados en la idea de que son nación a pesar de Haití, y que están pagando por la supervivencia haitiana un precio acorde con la habitual “generosidad” nacional, pero muy superior al poder de sus billeteras. Los primeros omiten las propias responsabilidades, y en particular la existencia de una élite insensible y despiadada que rige los destinos del país. Los segundos, que Haití no es una carga sino un gran negocio, solo que, debido a las falencias institucionales dominicanas, los costos del negocio son socializados mientras que los beneficios son privatizados.
La institucionalización conservadora
En 1996 ascendió al poder en República Dominicana el Partido de la Liberación Dominicana (PLD). Venía adornado con la aureola de su fundador, Juan Bosch, quien profesó una difusa ideología nacionalista inclinada a la izquierda y, sobre todo, una ética pública a toda prueba. Pero a la altura de 1996, Bosch estaba en el ocaso de su vida y el PLD llegó al palacio mediante un pacto racista y antihaitiano con la derecha más recalcitrante, encabezada por Joaquín Balaguer, un viejo cortesano trujillista que tuvo a su cargo la represión contrainsurgente de los sesenta y fue presidente durante 22 años. El beneficiario fue un joven abogado llamado Leonel Fernández, quien ha ejercido la presidencia por 12 años (1996-2000 y 2004-2012) y ha devenido el cabecilla de la suma de los poderes fácticos conservadores y de la tecnocracia neoliberal.
Como parte de sus inclinaciones narcisistas, Fernández ha mostrado una particular predilección por la institucionalización conservadora del país, cuya pieza clave ha sido una ley fundamental que ilegalizó el aborto en todas sus formas, proscribió las uniones legales entre homosexuales y adoptó parcialmente el jus sanguinis como principio de constitución de la nacionalidad.
Esta última acción ha tenido un impacto decisivo en la relación binacional por una razón que vale la pena revisar. Hasta 2010 el principio constitutivo de la nacionalidad era el jus solis, es decir, que toda persona nacida en República Dominicana era considerada dominicana e inscrita como tal, a excepción de los hijos de diplomáticos y de las personas en tránsito. Y ello se aplicó a decenas de miles de hijos de inmigrantes haitianos, aun cuando fuesen indocumentados. Esta situación se fue convirtiendo en blanco político de la derecha xenófoba agrupada en la alta jerarquía católica y algunos segmentos intelectuales y políticos. Y hacia 2007 consiguieron que la Suprema Corte de Justicia dictaminara un sinsentido memorable: los haitianos indocumentados deberían ser considerados pasajeros en tránsito —aun cuando hubieran habitado la media isla por decenios— y sus hijos no podían acceder a la ciudadanía por nacimiento. Finalmente, como anotaba, la Constitución conservadora de 2010 consagró la idea de que no era posible acceder a la ciudadanía si los progenitores no tenían un estatus migratorio formal, aun cuando los niños hubiesen nacido en territorio nacional.
La ofensiva xenófoba
Desde 2011, las principales instancias de toma de decisiones referidas a los migrantes fueron copadas por figuras políticas de declarada vocación xenófoba, quienes se dieron a la tarea, con el apoyo del presidente Leonel Fernández, de crear el reglamento de una ley de migración que había permanecido ociosa desde 2004, proponer un plan de regularización de extranjeros inmigrantes (que en la práctica quiere decir haitianos) y revisar los estatus de las personas de origen haitiano que, habiendo nacido en territorio dominicano, poseían ciudadanías dominicanas.
El resultado fue, de alguna manera, el esperado: un reglamento particularmente severo que no propone un itinerario de incorporación válido para los migrantes pobres; un plan de regularización en el mismo tono, y un incremento de las deportaciones masivas sin derecho a debidos procesos. Pero fue lo esperado solo de alguna manera, pues lo que casi nadie suponía era que la derecha xenófoba dominicana fuese capaz de hacer retroactivos los preceptos constitucionales de 2010 y proceder a la desnacionalización de unos 200 mil ciudadanos dominicanos de origen haitiano que habían adquirido esa condición desde 1929. Esto fue lo que dictaminó el Tribunal Constitucional en su tristemente célebre resolución 168 de 2013.
En el momento en que se produjo esta resolución, ya Fernández había sido sustituido en el cargo por Danilo Medina, un enemigo íntimo de las mismas filas partidistas e ideológicas. Medina tuvo varias oportunidades de frenar la ofensiva xenófoba. Por ejemplo, invocando la fuerza constitucional de los pactos de derechos humanos de los que República Dominicana es signataria. Pero —sea por convicción o por pusilanimidad política— no lo hizo, dejando que el asunto continuara su desastrosa evolución.
La protesta del Gobierno haitiano no se hizo esperar. No porque la élite de Puerto Príncipe hubiese ganado una sensibilidad social que nunca la ha distinguido, sino porque temía una afectación de los flujos migratorios con efectos devastadores sobre una economía que en más de una cuarta parte se compone de las remesas, y sobre una población que sobrevive gracias a ellas. Por otro lado, la desnacionalización de decenas de miles de dominicanos de origen haitiano sugería una complicación inmigratoria de personas empujadas hacia la ciudadanía haitiana a pesar de que nunca han estado en su nueva patria, no hablan creole y no tienen la menor idea de la geografía nacional. Finalmente, porque el nacionalismo antidominicano es un capital que ningún político haitiano desaprovecha.
Las autoridades haitianas actuaron en dos direcciones particularmente sensibles. La primera fue poniendo trabas al comercio, impidiendo la entrada de algunos productos “estrellas”, todo lo cual movilizó al empresariado dominicano, acostumbrado a operar con una economía de escala que incluye el lado haitiano. El gran empresariado, que en sus inicios fue un apoyo de las medidas xenófobas —y profesa un nacionalismo estridente a tono con su habitual comportamiento antinacional— cambió su discurso hacia la búsqueda de una normalización bilateral.
La segunda línea de acción fue movilizar a una opinión pública internacional que ya observaba con asombro el estropicio jurídico creado por la clase política dominicana. En particular, buscó el apoyo de factores muy sensibles para su vecina oriental, como es el caso de Venezuela, los países de la Comunidad del Caribe (una vía de entrada para importantes foros de cooperación europeos) y Estados Unidos.
En mayo de 2014, tras meses de costosa e irresponsable pasividad, el Gobierno dominicano puso sobre la mesa su propuesta de solución del asunto de las desnacionalizaciones: incorporar como ciudadanos a los que estaban legalmente inscritos y someter a un largo y costoso proceso de naturalización a quienes no habían sido registrados, aunque pudieran demostrar que habían nacido en República Dominicana en momentos en que el jus solis les concedía la ciudadanía. Es decir, dejó incólumes los argumentos ilegales y xenófobos de la derecha, pero les antepuso una razón humanitaria para beneficiar solo a una parte de los decenas de miles de afectados.
El tema de la desnacionalización ha sido un test case para la sociedad dominicana. Realmente, el apoyo a la expropiación de derechos es minoritaria. La ultraderecha antihaitiana ha desatado una feroz campaña publicitaria que incluye agresivos mítines públicos con varios cientos de participantes acarreados desde toda la geografía nacional. En ellos se invita a matar traidores y se recalcan todos los prejuicios ideológicos al uso, pero todas las encuestas indican que la mayoría de la población considera improcedente la desnacionalización. Esta falta de apoyo, sin embargo, no se ha traducido en un apoyo masivo a los movimientos de los afectados. Por lo general, las demostraciones contra el chovinismo oficial son atendidas por minorías —“inmensas minorías” morales— que incluyen afectados, intelectuales y activistas democráticos. Y si han logrado torcer el brazo a la derecha racista ha sido por la inteligente movilización de apoyos internacionales.
La mayoría de la población dominicana ha decidido expresar un rechazo ocasional y distante del asunto, y apoyar desde las gradas a quienes levantan la voz contra el genocidio civil. En unos casos actúan así por cobardía, en otros por conveniencia oportunista, o simplemente porque la cultura neotrujillista prevaleciente considera políticamente incorrecto mirar a Haití, a los haitianos y a sus descendientes desde una perspectiva diferente. Con ello, la sociedad dominicana pierde una valiosa oportunidad de dar un paso al frente en pos de su propio futuro.
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HAROLDO DILLA ALFONSO es un sociólogo e historiador cubano residente en Chile.
Muy interesante, ameno y lúcido texto de una realidad que los latinoamericanos solemos desterrar de nuestras preocupaciones…