Una de las temáticas recientes de la antropología en México es el análisis del deporte. Dado que la práctica del futbol se ha extendido a todo el territorio nacional, no es de extrañar que los análisis antropológicos —más los de otras disciplinas— se centren en el balompié. Dentro de ese ámbito analítico, destaca la cuestión de las identidades y el papel que un deporte como el futbol tiene en revelar su dinámica. De hecho, en México, desde sus orígenes, el balompié estuvo asociado a identidades laborales, regionales, barriales o de clase. Los primeros equipos de futbol surgieron en las zonas mineras del estado de Hidalgo, alrededor de la ciudad de Pachuca, debido a la influencia inglesa, por la nacionalidad de los contratistas y técnicos mineros. Al correr del tiempo, otros conjuntos se fundarían en cooperativas obreras y en sectores de las clases medias y aun de las burguesías emergentes. En forma paulatina, los equipos configuraron a su alrededor a seguidores que asumían identidades particulares simbolizadas por los conjuntos deportivos de su preferencia. En esos primeros años del futbol —desde principios hasta mediados del siglo XX— los conjuntos futboleros en México obedecían a la lógica de la práctica deportiva asociada a una identidad en particular. Pero el futbol atraía (y atrae) multitudes. De ser solo una práctica deportiva pasó a ser un espectáculo y un jugoso negocio. Lo que ha sucedido en estados como Jalisco ilustra los caminos que llevaron al futbol a su actualidad de espectáculo-negocio. En efecto, el futbol en Jalisco se inicia con un comerciante de nacionalidad belga, Edgar Everaert, quien a su arribo a Guadalajara se relacionó con un grupo de comerciantes establecidos en esa ciudad. Corría el año de 1906. El actual equipo Guadalajara nació con el nombre de Unión, para significar la solidaridad de comerciantes de diversas nacionalidades con los mexicanos. En 1908, el Club de Futbol Unión pasó a nombrarse Guadalajara, denotando su sentido de pertenencia, aunque conservó los colores originales de la ciudad de Brujas, Bélgica, en honor a Everaert. En la sociedad del catolicismo profundo, el futbol se propagó con rapidez, en buena medida porque los seminaristas lo adoptaron, practicándolo con singular intensidad. Así, el primer juego clásico en Jalisco ocurrió entre los equipos Guadalajara y Seminaristas del Liceo. Entre los años de 1909 y 1914. Ambos equipos disputaron seis campeonatos con un saldo de tres triunfos por bando. En ese contexto, el Guadalajara se perfiló como el articulador de una cultura popular que rebasó los confines de Jalisco y llegó a ser del ámbito nacional debido a una característica que aún conserva: se integra solo de jugadores mexicanos. En la propia ciudad de Guadalajara, las clases altas que enviaban a sus hijos a estudiar a Inglaterra crearon su propio equipo de futbol, el Atlas. Nació así una rivalidad entre ambas escuadras que, además de constituir el primer clásico del futbol mexicano, significó el forcejeo por la identidad jalisciense entre los sectores populares y los círculos de las élites. Esta rivalidad de clase se trasladó al plano nacional con la fundación del club América, que vino a simbolizar una alternativa de esa identidad nacional representada en el club Guadalajara. Pero a ello se agregó el histórico contraste entre “lo jalisciense” y “lo chilango”, entre lo popular y lo elitista, entre lo nacional y lo extranjero. Es un ámbito complejo que se expresa en el juego clásico entre los equipos Guadalajara y América. Este último tiene orígenes similares al los del futbol de Jalisco, pues nace en los seminarios de la Ciudad de México. En 1959, el América, cuyo nombre se deriva del día de su fundación, el 12 de octubre de 1916, fue adquirido por Emilio Azcárraga Vidaurreta, el fundador y dueño de Televisa. Con ese hecho se intensifica en México el paso del futbol como deporte al espectáculo-negocio. Al año siguiente de su fundación, nació el clásico enfrentamiento Guadalajara-América, concebido ya como un negocio que aprovechaba los simbolismos de ambos equipos y las particularidades de una sociedad diversa como la mexicana. El propio club tapatío, que había permanecido como tal, con socios que decidían colectivamente su manejo, transitó finalmente a la estructura que domina actualmente en el futbol mexicano: los equipos pertenecen a empresas. Se ha constituido lo que Gabriel Angelotti llama “el capitalismo de compadres”. En efecto, el 31 de octubre de 2002, el conjunto tapatío fue adquirido por Jorge Vergara, empresario jalisciense. La transformación del club-símbolo en una empresa de espectáculos fue casi inmediata. Quizá lo más traumático para la afición del conjunto fue su traslado del Estadio Jalisco, un símbolo en sí mismo, al Estadio Omnilife, el inmueble de la empresa que adquirió al equipo. Con ese solo paso, el club alejó a una parte significativa de su afición en Jalisco. Si el conjunto representativo de la Universidad de Guadalajara, los Leones Negros, asciende a la primera división, es probable que una buena parte de los aficionados “chivas” trasladen sus preferencias hacia ese equipo.
La actual selección nacional varonil de futbol actúa en el contexto del deporte-espectáculo-negocio. La selección nació el 9 de diciembre de 1923, fecha en que disputó su primer encuentro. En teoría, está organizada por la Federación Mexicana de Futbol, afiliada a la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA), la mayor organización internacional de cualquier índole. La selección nacional ha participado en 15 campeonatos mundiales. En 1970 y en 1986 alcanzó sus máximos logros dentro de esos torneos: el sexto lugar. En el actual campeonato mundial de Brasil, entra al terreno de juego con su doble naturaleza de símbolo de la nacionalidad mexicana y empresa privada. Es justo esta dicotomía lo que interesa analizar a la antropología.
En efecto, el desarrollo del futbol hasta su situación actual no excluye a la selección nacional, cuya naturaleza dicotómica es compartida por muchas otras selecciones nacionales. El futbol-espectáculo-negocio es una realidad mundial y casi todas las selecciones nacionales son empresas privadas. Al campo del futbol entran a jugar no solo los equipos sino también las empresas que los manejan. Es un forcejeo deportivo pero también financiero, relacionado con empresarios, tráfico de jugadores, representantes, promotores e intereses comerciales de variada índole. El campeonato mundial de futbol no es solo una danza de las identidades sino también un poderoso mercado que exhibe sus productos. En esa tesitura, el aficionado que se sigue viendo representado simbólicamente en un equipo de futbol acude al campo de juego con expectativas diferentes. En el caso de un Mundial como el de Brasil, los aficionados concurren para reafirmar sus identidades nacionales, aquellas que articulan, como en el caso mexicano, a las identificaciones locales y regionales. Las manifestaciones colectivas de quienes concurren en apoyo a la selección nacional manifiestan la existencia de un nacionalismo popular, diferente en sus contenidos de los nacionalismos de Estado y, por supuesto, en contradicción con el “espíritu global” de las empresas. Los resultados de los encuentros caen en diferentes ámbitos. Para los aficionados perder es una tragedia colectiva, una afrenta al terruño, a la comunidad de identidad —sea esta política, cultural o una mezcla de ambas— que se manifiesta en el término nación. Igualmente, ganar es un triunfo colectivo de esa comunidad de identificación, un triunfo de todos, una prueba palpable de la fortaleza del país. Las empresas tienen otra perspectiva que incluye, incluso, pactar la derrota, si así conviene al negocio. Los entramados actuales de la complejidad financiera hacen del análisis del deporte-espectáculo-negocio un ámbito de extrema dificultad. Tanto el empresariado que maneja directamente a los equipos como el conjunto empresarial global están relacionados con el futbol y se articulan en la FIFA, núcleo de las asociaciones empresariales que operan bajo el título de federaciones de futbol nacionales. Estas últimas son asambleas de empresarios. La brecha entre el mundo del aficionado y el mundo de la empresa no podría ser más abismal. Sin embargo, convergen en el ámbito concreto de la práctica de un deporte convertido en espectáculo que, a su vez, se vuelve un negocio cada día más redituable.
En México, el abanico empresarial que maneja a los equipos de futbol es amplio, incluyendo a las televisoras, fábricas de cerveza, empresas múltiples, consorcios e incluso universidades. Los públicos son igual de diversos porque responden a las expresiones regionales mexicanas. Aun en Estados Unidos, la variedad regional de México se expresa en los partidos de futbol: los aficionados acuden a los estadios portando los símbolos de los conjuntos mexicanos de su preferencia. Cuando la selección nacional se presenta en los estadios norteamericanos, observamos de nuevo la manifestación del nacionalismo popular; los campos de juego se colman con la población de origen mexicano, que acude así a un ritual de reafirmación de la identidad. Incluso las distinciones regionales de los trabajadores de origen mexicano —por ejemplo, en los campos de alcachofas alrededor de la ciudad de Salinas, California— se expresan mediante el uso de las distintas camisetas de los equipos mexicanos. Cuando de la selección nacional se trata, los aficionados portan la camiseta respectiva y acuden a los estadios, reconociéndose como una colectividad cultural. Es una dinámica en cuyo contexto las identidades locales se afirman frente a otras identidades locales pero se articulan a la macroidentidad nacional frente a otra macroidentidad. En la lógica empresarial, estas diversas manifestaciones de la identidad son alentadas en términos comerciales para promover no solo la asistencia a los estadios, sino también la comercialización de un sinfín de mercancías futboleras que configuran una oferta abigarrada para un público específico. El futbol-espectáculo-negocio está cimentado en la comercialización de uno de los rasgos definitorios de la cultura: la capacidad de simbolizar. Así de complejo.
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ANDRÉS FÁBREGAS PUIG es investigador del CIESAS Sureste.