Ziegelstein-Lager in der Berliner Möckernstraße
(Almacén de ladrillos en la Möckernstraße de Berlín),
Gerhard Gronefeld / Deutsches Historisches Museum,
Berlin, diciembre de 1945.
La fotografía no es tan antigua como aparenta. Es el primer invierno tras el final de una guerra que ahora parece distante porque los que la miraron de frente ya no están para nombrarla. La ausencia de color abre un abismo entre la imagen y quien mira, engaña a la vista. No hay sombras, el sol dicta la mitad del día desde el cenit, pero no sabemos si la jornada empieza o está por terminar. Los días de invierno son demasiado cortos, más vale darse prisa.
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En alemán, el sustantivo Trümmer significa escombros o ruinas. Se llamó Trümmerfrauen a las mujeres alemanas que reconstruyeron sus ciudades con los vestigios de la guerra. Algunas lo hacían a cambio de un plato de sopa, otras como voluntarias. Tal vez, al suponerlas buenas para la costura, para zurcir y remendar lo que se rompe, los Aliados pensaron que podrían hacer lo mismo con los retazos de la ciudad.
Las Trümmerfrauen trabajaban con precisión paleontológica, siempre en colectivo. Escarbaban entre las ruinas buscando ladrillos que pudieran usarse en construcciones nuevas, los pasaban de mano en mano, en un tránsito del caos al orden: de los edificios caídos a los depósitos de la ciudad, donde se limpiaban y labraban antes de ser almacenados.
Quizás, antes de hallar una pieza adecuada, las mujeres volcaban la mirada sobre el arsenal informe de escombros y reconocían piedras y objetos que alguna vez fueron parte de sus casas, de sus escuelas o de la iglesia que visitaban el fin de semana. Tal vez entre los restos encontraban algo que les parecía familiar, pero lo ignoraban, porque tenían la sospecha de que, fuera de su sitio, las cosas son insignificantes.
El fotógrafo que miraba a las mujeres a la distancia seguro intuía que las manos blandas con que sostenía su cámara no eran como las de aquellas, cada vez más semejantes a las piedras, ásperas y porosas de tanto escarbar en el pasado. Sabía que las Trümmerfrauen no tenían edad y estaban por doquier, buscando en los escombros, limpiando las calles.
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Aunque los ladrillos que llenan la fotografía parecen abarcarlo todo, ninguna cámara hubiera podido registrar los cuatrocientos millones de metros cúbicos de ruinas que había que remover de las calles alemanas. La escena que observamos es solo un ápice del trabajo de reconstrucción: el almacén de la Möckernstraße de Berlín, donde los ladrillos que eran recuperados de cimientos y construcciones desmembradas se ordenaban antes de volver a ser parte de la ciudad.
La quietud confirma que la guerra terminó. Las Trümmerfrauen trabajan en silencio. Su ropa gruesa, apenas suficiente, da cuenta del frío vidrioso del norte de Alemania. Una mujer mayor escoge los ladrillos y los cura de imperfecciones, los limpia al mismo tiempo que purga su memoria. Sumergida en una montaña de piedras, que más que aplastarla la sostiene, la mujer se mueve con lentitud, como si estuviera en el mar, como si fuese agua y no rocas lo que la mece.
Al centro de la fotografía, una mujer sigue el camino trazado por los rieles de madera que reparten el trabajo en toda la ciudad. Carga las piedras con estoicismo. Las acerca a su regazo como si le pertenecieran por un momento. Paciente, coloca una por una en las pilas de ladrillos las que volverán a usarse, todas tienen la misma forma.
Quizás, ordenar las piedras fue el único modo de ordenar también el lenguaje, para poder seguir nombrando el mundo que había cambiado tanto. Como los tabiques, cada palabra debía revisarse antes de ser integrada a una nueva construcción, antes de decidir cuál estaría por encima de las otras.
La mujer que se vislumbra apenas en el extremo derecho es solo una silueta negra, tal vez sabiéndose observada prefiere dar la espalda y contar de nuevo cuántos ladrillos hacen falta para ganarse un descanso. El par de árboles erguidos a la mitad de la imagen están tan engarzados a la tierra como las mujeres, tampoco podrían vivir en otro sitio. Sus raíces, hundidas en el suelo, son la promesa de un follaje que un día dará sombra nuevamente.
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El deseo de reconstruir un lugar es idéntico al empeño de permanecer en él, sin importar qué tanto haya dejado de parecerse a sí mismo. Después de la guerra la mayoría de las mujeres no pudieron abandonar sus ciudades, quizá creían en el mito de Prometeo, creían que las piedras conservan el olor de los seres humanos.~
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MARIANA OLIVER estudió letras alemanas y la maestría en literatura comparada en la UNAM. Es becaria en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas y forma parte del consejo editorial de la revista Cuadrivio.
Reconstruir, sanar con fragmentos de nueva piel los dos extremos de la carne herida, aunque queden cicatrices… Muy bello tu texto.