Durante décadas, uno de los estereotipos más comunes en la política estadounidense era que los demócratas son los románticos e ideológicos, mientras los republicanos son los pragmáticos y calculadores. Según el dicho, cuando se trata de elecciones, los republicanos suelen enfilarse detrás de un candidato apto y los demócratas quieren enamorarse de un candidato inspirador. Es por eso que entre 1964 y 2008, solamente Bill Clinton y Jimmy Carter llevaron la bandera demócrata a la Casa Blanca. Sin embargo, la semana pasada demuestra de sobra que los papeles tradicionales se han volteado.
La primera noticia relevante fue la publicación de un nuevo libro de Hillary Clinton, que teóricamente se trata de su tiempo como Secretaria de Estado de Obama pero realmente es un primer paso hacia su candidatura presidencial. Todos los pobres analistas que han leído su obra reportan que es aburrida, faltando absolutamente de sazón y chisme, con temas inofensivos, por ejemplo que el mundo es un lugar peligroso y las decisiones que ella tomó como Secretaria de Estado fueron muy difíciles (por eso el libro se llama, con suma creatividad, “Hard Choices”, o “Elecciones difíciles”). En fin, es un texto calculado para mantener su alto perfil, recordar a los lectores de sus logros, y evitar cualquier riesgo de polémica. El libro perfecto para un pobre género, es decir, los libros de precampaña presidencial.
Sin un escándalo (cosa que nunca es imposible con su familia), es imposible imaginar que otro candidato le gane a Hillary. Como personaje público, ella no es particularmente inspiradora: es un producto de Washington, una operadora política que (en contraste con Obama) sabe manipular e intimidar para lograr sus fines. No ofrece la esperanza de cambiar la manera de hacer política (de nuevo, en contraste a Obama) que tantos desprecian.
Pero su experiencia, su competencia, y su perfil hablan por sí misma. Hay un sentido de inevitabilidad acerca de la candidatura de Hillary: después de tantos años, es que ya le toca, y los votantes demócratas se están enfilando detrás de ella.
Por el otro lado, el líder de los republicanos en la Cámara Baja y uno de los más poderosos en el país, Eric Cantor, perdió en su elección primaria contra un candidato del Tea Party, un sector de la derecha extrema. Esta historia se ha repetido mucho en años recientes, pero esta insurgencia nunca ha tumbado un republicano del tamaño de Cantor.
Es decir, Cantor no es nada moderado. Es quizá el más responsable de frenar la agenda de Obama durante los últimos cuatro años. Cuando otros republicanos han buscado negociar y han ofrecido concesiones a la Casa Blanca, Cantor ha encabezado la reacción. El ejemplo perfecto es John Boehner, quien como el presidente es técnicamente el superior de Cantor en la jerarquía de la Cámara, pero en realidad es Boehner quien ha respondido a Cantor. Cuando Boehner pactó el fin de la crisis del tope de deuda en 2011, un pacto que fue bastante favorable para los republicanos, Cantor lo tronó.
Pero Cantor provocó su propia caída. La causa inmediata es que descuidó la candidatura del novato David Brat, el profesor de economía que le ganó. Sus encuestas internas le dijeron que tenía una ventaja de una treintena de puntos e hizo muy poco para asegurar el apoyo de sus votantes. Más aún, Cantor incitó la misma oleada de odio que tantas veces utilizó para sus propio fines; dejó pistas de que estaría dispuesto a pactar una reforma migratoria, cosa que es anatema para su base conservadora. Y después de 14 años en el Congreso, es fácil pintarlo como otro producto de la capital, otro síntoma del problema para una población provincial.
Como argumentó Jonathan Chait, el conservadurismo moderno, y el Tea Party especialmente, representa un movimiento que desprecia las concesiones y la negociación en sí. Una encuesta reciente de Pew indica que 63% de los que se identifican como conservadores consistentemente prefieren que sus legisladores no hagan concesiones en el transcurso de su búsqueda legislativa. Cabe reflexionar un segundo en lo incoherente de tal posición: la labor de una legislatura–es decir, convertir los distintos intereses y ideas de millones en leyes específicas, que aplican de la misma forma a todos–no es posible sin la negociación. Negar la legitimidad de la negociación es negar la función básica del Congreso. Es un deseo de imponer las preferencias de uno sobre de la voluntad de la mayoría. Es una posición que roza con el autoritarismo.
Gracias a Dios, por más que pesa en algunos distritos, no es una posición mayoritaria en Estados Unidos. La corriente que acabó con Cantor jala a todo candidato republicano hacia la derecha, pero sin un evento desprevenido, no es capaz de elegir un presidente. La dinámica actual apunta hacia la elección de la candidata pragmática, experimentada, poco inspiradora. A Hillary le toca.