Los discursos y los grandes actos políticos, las expropiaciones y la defensa del patrimonio contribuyen al afloramiento de sentimientos nacionalistas, pero no se traducen necesariamente en una mayor eficiencia energética. Hoy, más que exaltar, es imperativo exigir que los recursos se utilicen de manera racional y responsable.
Nacionalismo
1. m. Apego de los naturales de una nación a ella y a cuanto le pertenece.
2. m. Ideología que atribuye entidad propia y diferenciada a un territorio y a sus ciudadanos, y en la que se fundan aspiraciones políticas muy diversas.
3. m. Aspiración o tendencia de un pueblo o raza a tener una cierta independencia en sus órganos rectores.
Real Academia Española
Estas definiciones explican los sentimientos de muchos mexicanos en relación con la energía, así como lo importante que fue la nacionalización del petróleo para la consolidación de la identidad nacional. Sin embargo, si bien la energía es un insumo fundamental para el funcionamiento de la sociedad moderna, su manejo eficaz (garantía de suministro) y eficiente (optimización del aprovechamiento de recursos) es, o debe ser, el verdadero paradigma del nacionalismo energético.
Los recursos energéticos de una nación son bienes nacionales —parte del patrimonio— que deben localizarse y extraerse para convertirlos en energéticos secundarios, los cuales son utilizados para producir electricidad, mover vehículos, calentar o enfriar las casas y edificios, alimentar industrias y centros comerciales, etcétera.
Me parece que la historia y las experiencias del nacionalismo energético mexicano deben analizarse para entender la trascendencia de las recientes modificaciones constitucionales, que eventualmente permitirán que México se empate con el mundo en el aprovechamiento de sus recursos energéticos y, sobre todo, en su industria energética.
Debido a la situación política de nuestro país durante el primer tercio del siglo pasado, y al panorama geopolítico imperante en el mundo, la explotación del petróleo mexicano se dio en condiciones muy poco satisfactorias para el interés nacional. Conviene recordar que en los años veinte, México fue el principal exportador de petróleo, a partir de la explotación concesionada a empresas extranjeras y sin que existiera un organismo regulador mexicano en la materia.
La expropiación petrolera, que se convirtió en deuda pública porque los países de origen de las empresas concesionarias exigieron el pago de las instalaciones nacionalizadas, condujo a un movimiento de solidaridad nacional que arropó al Gobierno del general Lázaro Cárdenas y facilitó la creación de Petróleos Mexicanos (Pemex) como la única empresa petrolera. Lógicamente, en esos momentos, la mayoría de los técnicos abandonaron el país y la nueva empresa nacional tardó mucho en recuperar los niveles de producción anteriores.
Todos los acontecimientos que condujeron a la expropiación, así como el proceso de consolidación de Pemex, se encuentran abundantemente documentados. Lo destacable para efectos de este ensayo es que Pemex se convirtió en una de las petroleras más importantes del mundo, cumpliendo con la responsabilidad de cubrir la demanda nacional de petrolíferos y satisfacer con sus aportaciones buena parte de las necesidades financieras del país.
Puede afirmarse que durante un par de décadas Pemex fue paradigma de nacionalismo, sobre todo en sus inicios, cuando la transferencia de tecnología extranjera y hasta los contratos de obras y/o servicios le fueron vetados por las empresas desplazadas, con las cuales se solidarizó prácticamente todo el mundo del petróleo.
Como empresa del Estado, tenía enorme movilidad para el manejo de sus recursos. La cercanía de su director general con el presidente de la República garantizaba la solución directa de cualquier obstáculo para sus operaciones. En esos tiempos era una empresa que además de hidrocarburos producía bienestar social, carreteras, escuelas, empleo y muchos beneficios adicionales derivados de los contratos para atender sus actividades.
Al principio operaba con muy pocos controles, pero alrededor de los años sesenta la Secretaría de Hacienda inició los procesos de control presupuestario, el Congreso y las instancias fiscalizadoras empezaron a cuidar el ejercicio de recursos y se materializó un esquema de vigilancia a priori que, si bien estuvo muy lejos de eliminar la corrupción, resultó muy efectivo para entorpecer las operaciones.
México fue ejemplo para países que, como Irán, nacionalizaron su petróleo —con consecuencias eventualmente más severas para esa nación. También fue ejemplo para Brasil, que fundó Petrobras con apoyo de Pemex y del Instituto Mexicano del Petróleo, cuando la petrolera brasileña se dedicaba a importar petróleo.
A fines de 2013 México y, hasta donde entiendo, Vietnam eran los dos únicos países con una legislación excesivamente restrictiva en materia de hidrocarburos; en todo el mundo, la mayoría de las leyes en la materia dan al Estado la soberanía sobre sus hidrocarburos, aun cuando las empresas nacionales que existen en muchas naciones pueden operar comercialmente y no tienen que acudir a subterfugios para otorgar trabajos a contratistas, como era el caso en México y seguirá siendo hasta la entrada en vigor de las leyes secundarias.
Para llegar al pico de producción petrolera con base en los recursos descubiertos en el Golfo de Campeche, la administración de Pemex contrató a diversas empresas multinacionales —que normalmente hubieran participado con inversiones y mediante contratos de riesgo— y el país financió las operaciones mediante esquemas de garantía absoluta para el contratista, eso sí, con el más profundo sentido nacionalista, al no permitir la participación ni privada ni extranjera.
Este nacionalismo equivocado se ejemplifica muy bien con el caso del pozo Ixtoc, accidentado en el Golfo de Campeche, que estuvo arrojando petróleo crudo al mar durante casi un año. Cuando el crudo empezó a llegar a las costas de Texas, el Gobierno de Estados Unidos propuso el establecimiento de un fideicomiso por parte de Pemex, a fin de garantizar la posibilidad de defensa de la paraestatal mexicana en tribunales ante posibles reclamos de norteamericanos afectados. La respuesta mexicana, profundamente nacionalista, fue aducir “caso fortuito” (act of God) y no constituir el fideicomiso.
De acuerdo con la legislación de Estados Unidos, un ciudadano de ese país puede demandar por daños a entidades de otro país, y si el demandado no da una garantía (como el fideicomiso propuesto), el juez puede ordenar la requisición de bienes del país demandado.
En la reparación de los daños causados por el Ixtoc, nuestro país, orgullosamente nacionalista, tuvo que pagar con dólares todas las demandas —entiendo que casi todas perdidas— por la soberana y nacionalista decisión de no garantizar, mediante el fideicomiso, la posibilidad de la defensa legal. El costo estimado de esta acción osciló, según las cifras que he escuchado, entre 500 y 5 mil millones de dólares.
¿Y la decisión en 1960 de modificar el artículo 27 de la Constitución para darle al servicio eléctrico el mismo carácter que a la explotación del petróleo? Fue una acción claramente motivada por los admiradores del presidente López Mateos, quien debía pasar a la historia como el “nacionalizador de la electricidad”, para estar al lado del general Cárdenas en el Olimpo de la Patria.
La electricidad se genera a partir de muy diversas fuentes de energía; tiene la característica de no poder almacenarse como tal, y no resulta evidente que la entidad responsable del suministro eléctrico deba ser estatal. La Comisión Federal de Electricidad (CFE) se creó en 1937 para atender las necesidades de electrificación del país que no eran atractivas para las empresas privadas, nacionales y extranjeras, que operaban en el territorio nacional.
Como en el caso de los hidrocarburos, los intereses de los productores no coincidían con los de la nación. El servicio eléctrico era razonable en las ciudades más o menos grandes, pero no existía en las pequeñas ni en el medio rural. La CFE creó los programas de suministro y fue suficientemente exitosa para absorber a las empresas privadas y consolidarse en 1960 como el monopolio nacional de suministro eléctrico.
Uno de los argumentos principales a favor de los dos monopolios energéticos estatales es que, por pertenecer al Estado, su alineación con los objetivos nacionales es automática. La realidad es que, tratándose de entidades productivas, este concepto muy nacionalista de la alineación con los objetivos es irrelevante.
La industria de los hidrocarburos debe localizar, explotar y transformar estos para maximizar el rendimiento a favor de la nación mediante su venta en condiciones de mercado, en el entorno de un marco regulador que garantice su explotación óptima, a través de la acción de un organismo regulador independiente y competente.
Tanto Pemex como la CFE se desarrollaron como monopolios protegidos por el Estado. En sus inicios eran autosuficientes pero con el desarrollo de la economía se convirtieron en enormes empresas paraestatales que perdieron agilidad, fueron infectadas por la corrupción, adquirieron enormes pasivos laborales y quedaron cerca de la inmovilidad en una red de controles administrativos de utilidad dudosa y condiciones laborales impuestas por sus poderosísimos sindicatos, que garantizan la imposibilidad de competir con sus similares.
El nacionalismo es importante para mantener la unidad de un país, contribuir a la cohesión social, reforzar los valores éticos y morales y dar base a la educación, pero si se confunde con el sectarismo y se torna en fanatismo, es posible que el país colapse.
Los negocios petrolero y eléctrico son universales. México se tardó mucho en modificar una legislación única e ineficiente que condujo a un deterioro en la capacidad de contar con un sector energético competitivo y eficaz. El reto ahora es terminar la labor de modernización, transparencia y reglamentación inteligentes.
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JUAN EIBENSCHUTZ fue consejero de esta revista. Es fellow de la American Nuclear Society.