Hace sesenta años sucedió algo muy importante para nuestro mundillo intelectual: el inmenso poeta sevillano Luis Cernuda volvía a México con intención de instalarse en un ambiente más propicio para continuar su obra. Quienes paseen por Coyoacán aún podrán ver, en el número 11 de la calle Tres Cruces, en la parte alta, la ventana del cuarto donde vivió y murió el autor de La realidad y el deseo. FA
Entre un padre nostálgico y sobradamente nacionalista y una madre con tendencias abertzales1 y moderadamente hispanófobas había una zona conflictiva en la que a los aranitas nos resultaba difícil maniobrar. Para completar el cuadro, procedente de Nueva Inglaterra, apareció en el horizonte coyoacanense —concretamente en casa de Concha Méndez— el poeta Luis Cernuda. Era 1953. Seguramente vino atraído por el sol, los cielos despejados, sus valedores de siempre —la propia Concha Méndez, Manolo Altolaguirre, José Moreno Villa y Emilio Prados— más unos cuantos amigos mexicanos: los poetas Enrique Asúnsolo y Octavio Paz, así como el pintor Manuel Rodríguez Lozano.
Alojado en algún hotel de lo que hoy conocemos como Zona Rosa, acudió a la boda de Paloma Altolaguirre con Manuel Ulacia en el terreno correspondiente al número 11 de la calle Tres Cruces donde, al cabo de un año y una vez levantadas las casas de Concha y Paloma, viviría la mayor parte de los años que le restaban de vida.
José de la Colina lo describió con acierto:2 “Delgado, moreno, chato, de frente abombada, de bigotito lineal, de pequeños ojos duros”, quizá solo le faltó mencionar sus profundas ojeras calibre Edgar Allan Poe. Lo recuerdo ora regando el jardín —piel intensamente bronceada, precario traje de baño azul y sandalias—, ora con la recta pipa encendida y vestido al estilo de un Ronald Colman o un Cary Grant —al grado de resultar antípoda de Neruda en su “Cuál es el cuál, cuál es el cómo…”3 pero, eso sí, jamás con el sombrerito que le endilgaron en México, final de dos amores, película documental dirigida por Rosa Teixidor en 2012. Téngase en cuenta que, al margen de su melanofilia, el obligado sombrerismo de los primeros años de la España franquista estaba muy mal visto entre los refugíberos. Que yo recuerde, solo don Marcelo Santaló Sors fue capaz de ensombrerarse al tener noticia de los estragos producidos en la piel por los rayos ultravioleta.
Hombre esencialmente seguro de sí mismo y consciente de su valía intelectual, Cernuda era tímido en el trato, misántropo, atildado, pulcro, de voz aguda y nerviosa, en apariencia asustado, alérgico a las tertulias, amigo fiel, ocasionalmente feroz con la pluma así como muy dado a revelar su cinefilia indiscriminada, alimentada sobre todo por su pertinaz presencia en el cine Centenario, a cuadra y media de la casa de Concha, en una de las “locaciones” —if you know what I mean, oh yeah!— de La ilusión viaja en tranvía.
Al principio todo era miel sobre hojuelas puesto que para mis progenitores la poesía era la más alta manifestación del espíritu y, sin duda, el recién aparecido figuraba entre los iluminados. En cuanto a esa veneración por los poetas, recuerdo, por ejemplo, que cuando nos resfriábamos teníamos derecho a usar una reliquia celosamente guardada en los cajones: un deshilachado suéter color hueso perteneciente primero a Paul Éluard, luego a Concha Méndez y finalmente a mi madre —el mismo que lleva puesto Altolaguirre en la famosa fotografía en que aparece junto a su hija Paloma y al gran poeta surrealista.
Recuerdo también el mal rato que pasé en un remoto domingo por la mañana. Mi padre estaba maravillado por un poema cernudiano sobre Mozart. Me obligó a leerlo, obedecí de mala gana y me vino una bronca mayúscula cuando hube de confesar que, simplemente, me había quedado in albis. Juro que mis acendradas inclinaciones bachianas en nada influyeron para el desenlace, pero cuento la anécdota para aclarar que, desde el principio, no había en mi padre animadversión alguna contra el poeta. Y así transcurría la vida hasta que un día soplaron vientos de indignación a consecuencia de las despiadadas críticas lanzadas por Cernuda contra Juan Ramón Jiménez, justo cuando entraba en agonía.4 Ni tardo ni perezoso el aragonés se puso la escacharrada armadura, empuñó aquella espada a la que no podía hacerse encantamiento alguno y no paró hasta publicar en Diálogo de Las Españas5 un par de artículos en que rompía lanzas a favor del autor de Platero y yo, actitud ciertamente valiente porque no se limitó, como lo hicieron otros, a hablar pestes y meter zancadillas. A pesar de que mi padre ponía el verbo en las llagas que quizá habían movido a Cernuda a tan crueles señalamientos, este no se dio por aludido —según sus inclinaciones y dado el talante político de Las Españas no tenía por qué hacerlo: “Uno y otro bando político no me inspiran ya sino horror y asco”,6 había escrito, pero obviamente, habida cuenta de la presencia casi ubicua de piadosos informadores, la electricidad atmosférica habría de aumentar cuando apareciésemos por Tres Cruces 11.
En cierta ocasión fuimos a casa de Concha para celebrar su cumpleaños. Con la tirria desatada, mi padre me impuso la tarea de componer unos versos para la ocasión. No recuerdo nada más que esto: dentro de la retahíla de elogios a mi “madrina”, el maño metió mano negra de una manera excesiva, al grado de que sus versos, los apócrifos, son los únicos que recuerdo de aquel triste homenaje, quizá por la vergüenza sufrida:
Maná de los animales
que mantienes
(y no todos son cuadrúpedos).
Concha Méndez solía contar una anécdota que definía a Juan Ramón como hombre difícil y hasta mezquino. Los Altolaguirre habían ido a visitarle en una época en que estaban pasando las negras porque no tenían ni para comer. El de Moguer les sirvió el té y sacó unas galletitas que mermaron como por arte de magia ante el pertinaz metemano de tan hambrientos visitantes. Cuando estos dieron por terminada la visita, el poeta los acompañó a la puerta y, entregándoles un paquetito, dijo: “Llevaros también las tres o cuatro galletas que habéis dejado”. ¡A ellos que fueron siempre tan generosos! Así pues, nada raro habría en que Cernuda no viera con buenos ojos lo dicho sobre su persona en Españoles de tres mundos:7 “[…] llegó al tren de la tarde con un ramito de clavelinas blancas en la cuidadosa mano” o “[…] este delgado solitario, erecto desdeñoso”. Incluso pudo ser víctima de alguna afrenta semejante a la sufrida por Concha y Manolo y agravada por “[…] la admiración quintaesenciada y absurda”8 hacia un poeta que no tardaría en mostrar sus garras, como se las mostró, por cierto, a la extraordinaria María Elena Walsh luego de invitarla a pasar unos meses en su casa de Maryland, episodio que le haría escribir “[…] tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo”. Quizá mi padre no hubiera tomado partido por el autor de Platero y yo si hubiese estado al tanto, por poner solo otro ejemplo, de la ruptura de su defendido con José Bergamín: “Juan Ramón atacó muy duramente a Lorca, Alberti, Guillén, Salinas; yo le dije que cambiara de conversación, pues eran mis amigos, pero él insistió añadiendo a Prados, Altolaguirre y Cernuda, calificándolos como ‘mariconcillos de playa’”. De cualquier manera, y bien mirado, cuanto argumentaba Cernuda en su “Juan Ramón Jiménez”9 tenía un buen sustento teórico, como lo tuvieron las pullas colocadas a Antonio Machado y a León Felipe, mismas que debieron calar aún más hondo en el autor de mis días: el primero era su ídolo y el otro su amigo.
Pero bueno, nadie es perfecto y Cernuda, consciente como pocos de “[…] la fugacidad terrible de todo”,10 tenía sus momentos difíciles y sus rasgos rilqueanos. Ya habrá ocasión de ocuparse de un par de anécdotas que oí contar a Concha Méndez en repetidas ocasiones.
Por aquellos años se produjo la separación de María Dolores y José Ramón y todo en casa de los Arana volvió a una cierta normalidad, incluso Cernuda fue varias veces a comer a casa y, pese a que el estilo montaraz de mi hermano y mío —lleno de matices emanados del western y el cine negro— no ofrecía al poeta mucha tela de dónde cortar, se mostró siempre cortés y hasta amable. Cierto que, si había resultado tan impío con Juan Ramón Jiménez, a nosotros bien nos podría exterminar de un plumazo, aunque, bien mirado, quizá nos salvaríamos a fuerza de escucharlo con atención mientras aquel “[…] parecía tan atento a sus propias palabras que no le quedaba tiempo para escuchar las ajenas”.11 Pero la condescendencia de don Luis era tal que solía hablarnos de cine aunque, no sin cierto asombro, poco a poco cobramos conciencia de que nunca se pusieron sobre la mesa directores como John Ford, Carol Reed, Billy Wilder, Kurosawa o Clement, sino que invariablemente hablaba de comedias intrascendentes y comerciales a cargo de actorcetes poco dotados como Tony Curtis o Rock Hudson. Daba la impresión de que, entre estas —o las novelas policiacas— y sus inmersiones en Shakespeare o Kavafis había una amplísima zona que quizá le resultaba indiferente.
Los frecuentes ramalazos lingüísticos que tantos enemigos me han creado fueron estimulados no solo por mis padres y por mi cuasi tío Anselmo Carretero sino también, aunque en menor medida, por refugíberos perpetuamente escandalizados por cuanto oían y leían, entre ellos el propio Cernuda. Me resultó muy formativo oír al sevillano hablando de la curiosa manía de referirse a bebidas calientitas o la ridiculez mostrada por algún personaje de las letras mexicanas empeñado en hablar de su mamasita. Lo decía subrayando el seseo y frunciendo nerviosamente los labios —de suyo ya un poco fruncidos— con un gesto burlón que aún me provoca risa, pero ahora encuentro que esas críticas al mexicano modo de hablar no cuadran del todo con cuanto escribió sobre el tema.
Como no sé si mi padre habrá leído La desolación de la quimera, se me ocurre que esa podría haber sido la puntilla por aquello de:
Soy español sin ganas
que vive como puede bien lejos de su tierra
sin pesar ni nostalgia.
Igualmente desatento solía mostrarse en prácticamente todo porque, cuando los Altolaguirre le encargaron ponerse de acuerdo con mi madre para hacer una limpia en sus libreros, pretendía tirar a la basura la inmensa mayoría de los volúmenes alegando que eran una mierda —Aub, De la Cabada, Fuentes, Segovia…— mientras ella protestaba y se empeñaba en salvarlos de tan infausto destino. A esto habría que añadir una de las lamentaciones favoritas de doña Lolis: “¡Ay, si Octavio Paz supiera que Cernuda tira su correspondencia al cesto de los papeles”. En realidad, el premio Nobel mexicano no podía quejarse porque esas cartas al menos las leía, pero las del común de los mortales tal como llegaban iban pasando a la basura.
Como ha quedado reseñado en Concha Méndez: Memorias habladas, memorias armadas,12 los aranitas pasamos a la historia de la inoportunidad al desvelar la misteriosa desaparición de Cernuda durante una Nochebuena de 1954 en Tres Cruces 11: tapado con una manta que apenas lograría protegerle del frío, asumiendo el sufrimiento como un faquir, rodeado por sacos de cemento y amontonamientos de arena, yacía sobre una tumbona en la ampliación de la casa de Paloma que estaba en obra negra. Todo, incluso el frío, la humedad y un lecho digno de los carmelitas descalzos, antes de enfrentarse con las amondongadas hordas del edificio Ermita y anexas: “[…] feria demente, carnaval estúpido”.13 Así se las gastaba Cernuda, el hombre capaz de sentarse a meditar en la catedral de Coyoacán y a la vez permitirse la irreverencia total:
mas tú no existes. Eres tan solo el nombre
que da el hombre a su miedo y su impotencia.14
El poeta de quien mi madre dijo: “No sería imposible aproximar su imagen del mundo a la de Heidegger a quien la temporalidad de la vida humana y de la vida en sí, hace concebir una imagen del mundo tan profundamente triste, tan profundamente desolada y trágica como la de Cernuda”;15 el hombre no en vano homenajeado por Altolaguirre:
La eternidad es tuya
profeta con memoria,
gozador del presente.16
El eterno desterrado que veía “[…] en desacuerdo realidad y deseo”.17 Pero quizás el deseo de dar la espalda a una realidad ineludible y ya anunciada por su cuerpo determinó su prematura muerte. En efecto, Paloma cuenta cómo el poeta se negó a hacerse el examen médico requerido para ser recontratado por la Universidad. Seguramente, si su vida habría de abarcar los mismos años que la de su padre, si el fin estaba tan cercano como se temía, era preferible que el empujón brutal del que hablaba Miguel Hernández18 le tomara desprevenido. ~
1 Aunque el término ya figura en el DRAE, vale la pena aclarar que se refiere a los nacionalistas radicales.
2 José de la Colina, “Retratos Express: Luis Cernuda”, unomásuno, México, octubre de 1978.
3 Pablo Neruda, “Sobre mi mala educación”, en Estravagario, 1958.
4 Luis Cernuda, “Los dos Juan Ramón Jiménez: El Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, México en la Cultura, junio de 1958.
5 Juan Ramón Arana, “Ha muerto Juan Ramón” y “Poesía y basura”, Diálogo de Las Españas, año 2, núm. 2, 1958.
6 De una carta del poeta a Concha Méndez publicada por Paloma Ulacia Altolaguirre en 100 años de Luis Cernuda, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2005.
7 Juan Ramón Jiménez, Españoles de tres mundos, Losada, Buenos Aires, 1942.
8 Luis Cernuda, “Los dos Juan Ramón Jiménez: El Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, México en la cultura, junio de 1958.
9 Luis Cernuda, “Juan Ramón Jiménez”, México en la Cultura, octubre de 1954.
10 Paloma Ulacia Altolaguirre en 100 años de Luis Cernuda, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes de Madrid, 2005.
11 Luis Cernuda, “Juan Ramón Jiménez”, México en la Cultura, octubre de 1954.
12 Paloma Ulacia Altolaguirre, Concha Méndez: Memorias habladas, memorias armadas, Mondadori, Madrid, 1990.
13 María Dolores Arana, Sobre Luis Cernuda, Papeles de Son Armadans, 1965.
14 Ídem.
15 Ídem.
16 Manuel Altolaguirre, Poesías completas, FCE, México, 1960.
17 Luis Cernuda, Desolación de la quimera, Joaquín Mortiz, México, 1962.
18 Miguel Hernández, “Elegía a Ramón Sijé”, en El rayo que no cesa, Espasa Calpe, 1936.
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FEDERICO ARANA (Tizayuca, Hidalgo, 1942) es rocanrolero, escritor, pintor, caricaturista y doctor en Biología por la UNAM. Su novela Las Jiras (Joaquín Mortiz, 1973) obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia. Además, ha publicado cuento: Enciclopedia de latinoamericana omnisciencia (Joaquín Mortiz, 1977); ensayo: 1001 puñaladas a la lengua de Cervantes (Grijalbo, 2006), y teatro: Huitzilopochtli vs. los rockanroleros de la noche (Oriental del Uruguay, Cuadernos de las horas extras, Tomo 2, México, 1988). Es guitarrista del grupo Naftalina y ha compuesto la música de varias películas, además de haber expuesto obra pictórica en México, Estados Unidos, Suiza y Alemania.