Alicia en el país de la ficción corta
De muchos escritores se puede decir que son agudos, sagaces, brillantes o inspirados. Alice Munro es, llanamente, sabia. De esa condición insólita derivan la fluidez de sus cuentos y la sensación de que están construidos con simplicidad: no se sienten literarios ni producidos por un andamiaje complicado y, sin embargo, reflexionándolos, repasando cada línea, nos percatamos de que están intensamente elaborados y que obedecen a un armado de alta precisión. Por fortuna, Munro no concibe el cuento como un artefacto para el despliegue del ingenio argumental sino como un vehículo para alcanzar la mayor hondura humana posible en unas cuantas páginas, es decir: como en caída libre. La adjetivación es insólita pero no como resultado de una búsqueda alambicada, más bien por el contrario, debido a la aplicación de una mirada penetrante de sinceridad palmaria. No anda con rodeos: es preclara. Cada narración es una joya rara de forma delicada que contiene en sí una carga emocional potente, y uno percibe que la autora se ha vaciado al producir cada uno de sus microcosmos. Esta verdad palpable le confiere a los relatos un timbre inigualable de autenticidad.
Corolario
Como se sabe, los premios están sujetos a la veleidad de los jurados, desde el Nobel hasta el de la Reina del Carnaval. Acaso los relacionados a la literatura sirvan para vender más libros pero en realidad no definen al autor que los ha ganado (o perdido). Cuando el cuerpo de la obra producida posee su propio latido, su propia vida, todo premio queda corto. Tal es el refrescante caso de Alice Munro.
Perros, insectos, piedras
En su columna Café Perec Enrique Vila-Matas nos recuerda una entrada del diario de Kafka en 1913: “En el fondo soy un hombre incapaz, ignorante, que si no hubiera sido obligado a ir a la escuela, solo valdría para estar acurrucado en una caseta de perro…”.
Creo que es en su grandioso poema “Tabaquería” (1928) donde Fernando Pessoa compara también su existencia con la de un perro que duerme en un local bajo techo ya que “es tolerado por la gerencia porque no molesta”. Por su lado, en uno de los momentos más desesperados de Jaime Sabines, lo encontramos diciendo que él siempre ha sido el hombre, “el amigo fiel del perro” y aunque conserva así su humanidad el ánimo lo ha dejado a ras de suelo, hermanado con los perros. ¿Adónde lleva esta enumeración? Quizás a observar que por más contrición y desgarradura que percibamos en estos tres ejemplos, el asociarse con una criatura noble como el perro denota que queda en los autores todavía algo de conmiseración o esperanza para consigo mismos. Sin duda en otros textos los mismos tres autores han llegado más bajo en la escala biológica, a lugares de donde no parece haber retorno. Así, Kafka se sitúa famosamente en el reino de los insectos, al obsesionarse con un escarabajo que es, al mismo tiempo, un hombre. Sabines se compara a los cangrejos heridos que dejan sus tenazas sobre la arena y explica que, como ellos, se desprende de sus deseos, “muerdo y corto mis brazos, podo mis días / derribo mi esperanza, me arruino”, nos dice. Por su lado, al tocar el extremo, Pessoa parece convertirse al animismo cuando confiesa que “quisiera ser las piedras del camino” para que lo pise la gente pobre. Me vería tentado a seguir el hilo y vincular estas piedras con aquellas que le enseñaron a José Alfredo Jiménez que su destino era “rodar y rodar”. El ejercicio de divagación se lo tendría que dejar a algún virtuoso del tejido a mano si no fuera por un último eslabón que contrarresta el capricho de vincular las piedras portuguesas con las de Dolores, Hidalgo: recomiendo al lector que busque la rara grabación en la que la cantante de fados por excelencia, Amália Rodrigues, rinde su vehemente versión de la clásica “Grítenme piedras del monte” de José Alfredo: es posible que al atestiguar este fenómeno no le resulte tan arbitraria mi secuencia de asociaciones.
Más de perros
Desde hace cuarenta y tres años poseo un pequeño librito rojo publicado por la editorial chilena Zig-Zag en 1946 y cuyo título no he vuelto a encontrar en otras ediciones ni he visto mencionado jamás en bibliografías o ensayos; tampoco conozco a alguien más que lo haya leído, de tal suerte que he llegado a suponer que es algo que imaginé en la febril adolescencia o bien que sí existe pero se trata de una novela apócrifa, una invención feliz del editor santiaguense quien pensó que, acogiéndose a la celebridad del autor que la portada anuncia, su historia podría gozar de un futuro más promisorio. El libro en cuestión es El amo y el perro y su autor es Thomas Mann. Se trata de un delicioso recuento cotidiano del desarrollo de un cachorro llamado Belcan al lado de su dueño, un hombre de vida aislada y costumbres casi invariables. Cuando uno visualiza escenas del entrañable libro parece estar ante un material del que quisiera apoderarse la casa Disney para convertir en película de domingos por la mañana si no fuera porque el hombre que deambula con su mascota va a su paso tramando La montaña mágica.
Frase del mes
“…Y Dios salió a crear el Mundo, y llevó consigo a su perro”.
Relato del origen de la tribu Kato
Viuda generosa
Gracias a las regalías que le generó la obra Cats de Andrew Lloyd Webber, basada en el libro de versos ligeros de T.S. Eliot, la señora Valerie Fletcher, viuda del poeta, fue invirtiendo —hasta su muerte en 2012— en una colección de arte que incluye cuadros de Constable, Matisse, Francis Bacon y Lucien Freud, entre tantos otros. Pero no concibió sus adquisiciones como lujo personal sino que siempre tuvo en mente que esta fortuna amasada le diera plataforma a su fundación en apoyo a jóvenes poetas y artistas. Un verdadero ejemplo para las viudas alegres de la literatura en general.
La fórmula ideal
La detestable práctica de soltar nombres de alcurnia o de prestigio intelectual para causar admiración entre los escuchas o bien para apabullar a un solo interlocutor (eso que en inglés se da en llamar name-dropping) encontró en los relatos orales de Lupe Marín un giro formidable: constituye el único caso que conozco en el que la pedantería está ausente y en cambio aparece un fulgor excepcional. Lupe, que conoció de cerca a gran cantidad de celebridades de su siglo —ya fuera por los vínculos de sus maridos Jorge Cuesta o Diego Rivera, o por los méritos de su propia personalidad magnética—, encontró una fórmula de balance perfecto para la invocación de nombres conspicuos: la anécdota contenía algún detalle de precisión contundente y a ello añadía una pizca de maledicencia (muchas veces una cucharada entera), lo cual aseguraba que ninguna alusión fuera solemne: “Oye tú, solía espetar, el guarro de André Breton estuvo metido en mi casa quince días y nunca se cambió de ropa…”. O: “Mira, puesn’, el Jean Cocteau muy delicadito pero me rompió el asa de una tacita de mi vajilla Longchamp…”.
En sus narraciones había algo burlesco y siempre negativo que adjudicarle a Siqueiros, a Novo o a Aldous Huxley. En un episodio particular, contaba que Diego se había ido de viaje a Oaxaca pero antes de ello le había dicho a Lupe: “Aquí te dejo encargado a mi amigo Tito”. Explicaba Lupe: “Más que callado, el tal Tito era mudo, y lo tuve una semana a dieta de caldo de gallina y plátano macho cocido… y luego me voy enterando que era Tito de Yugoslavia”.
Ángel soñador
Sueños simples, sueños enriquecidos por la autoconciencia del soñador y el conocimiento de las diversas teorías en torno al sueño; sueños más cercanos al anhelo creativo de Breton que a la teoría de Freud; sueños con espíritu lúdico y que también juegan con referencias del cine y la literatura del tema. Poeta y estudioso, el coahuilense Ángel Miquel nos entrega con ¡Cobre, penique! Sueños y otras ficciones un delgado y deleitante libro cargado de poesía natural, de ligereza, de sugerencias infinitas que se quedan como tales y no se subrayan, todo acompañado de un estilo directo y una falta de pretensiones que no solo se agradece sino que resulta el signo que guía el proyecto y permite que este respire libre, como el sueño mismo.
F.C. (1941-2014)
Como tantos otros tímidos, Federico Campbell podía pasar por arrogante. Pero solo habría que internarse un poco en su prosa narrativa para encontrar la ternura de una sensibilidad aguda, la fragilidad del talante poético. Sus novelas se desarrollan en una región delimitada, la Baja California de su nacimiento, y por ello gozan del sustento robusto de raíces muy específicas. Los paisajes circundantes poseen la misma autenticidad que las emociones de sus personajes. Su estilo es peculiar pero no excéntrico, se ajusta a lo muy sutil que nos quiere comunicar y lo logra con eficacia y hermosura formal. Aunque reconocida entre colegas, la obra de Federico aún no alcanza la difusión que merece, la dimensión que realmente le es propia. Sin duda eso se debe en buena medida a que a él no le funcionaba el ejercicio nefasto de la autopromoción y con todo y una fe recóndita en su propio trabajo le ganaban el pudor y la dignidad, la llana modestia, eso que tanta falta le haría a algunas de las estrellas literarias del momento, estrellas fugaces según calculo, a diferencia de Campbell, cuya luz habrá de intensificarse en un plazo no muy grande, vuelvo a calcular en base al equilibrio certero de su prosa evocativa, intensa y sin sentimentalismo, austera pero no desposeída de una música interna. Todo lo de las focas, por ejemplo, es una inusitada novela de iniciación que contiene todos los ingredientes de un clásico de esa veta; Transpeninsular es una obra maestra inquietante y poderosa que nos brinda la posibilidad de lecturas diversas simultáneamente; La clave Morse alcanza la tónica de la reconciliación tras la rasgadura más grave, una novela que emociona y cimbra, permitiéndole al lector la catarsis que tanto le escatiman hoy en día. Más que decirle adiós, quisiera decirle gracias. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).