La semilla, expuesta
El año pasado apareció en el mercado editorial un tesoro de libro cuyo valor resulta inestimable por partida doble: su contenido documental es único y en el modo de exponerlo se distinguen los méritos de un diseño excepcional que linda con los terrenos de un arte gráfico innovador y arrojado, de belleza pulcra. Me refiero a Emily Dickinson: Las estupendas naderías de Marta Werner y Jen Bern, un volumen de gran formato en el que se despliegan con una sobriedad pasmosa los cuantiosos fragmentos sueltos de papel, reversos rasgados de sobres postales, trozos de envoltorios, superficies diversas en las que Emily Dickinson anotaba versos que espontáneamente se le iban manifestando. Más allá del caso particular, la colección es un testimonio deslumbrante de cómo surge la inspiración poética, tantas veces meditativa y tantas otras febril. La caligrafía misma y la urgencia de las rasgaduras del papel nos transmiten la calidad explosiva del proceso creativo: descripción impecable de los instantes en que la semilla germina. La magnífica austeridad con que se nos presentan las evidencias documentales —los facsímiles de los trozos escritos ocupan por sí solos las páginas en blanco del libro— contrasta con el trance exaltado de los contenidos, creándose un equilibrio verdaderamente arrobador.
Frase del mes
“Los libros de prosa son los perros de concurso que crío y vendo para mantener a mi gato”.
Robert Graves
Grave Graves
Desconozco la condición económica en que transcurrió la vida de Graves pero varios indicios hacen pensar que por lapsos fue grave. El poeta expresa su consuelo en otra frase en que desdeña a los ricos: “Si bien no hay dinero en la poesía también es cierto que no hay poesía en el dinero”.
Algo que ver con la nobleza
Siguiendo la lógica de Robert Graves, calculo que para que las cosas se aproximen al ámbito de lo poético algo de nobleza deben contener. Por lo mismo, el dinero y lo que se le relaciona quedan excluidos del mapa, sobre todo en este periodo en que el capitalismo, desvencijado, se torna aún más mezquino que antes. Como apuntaba en sus años postreros el teórico de formación marxista André Gorz, ahora el capital parece alcanzar su anhelo mayor: hacer dinero con dinero sin siquiera pasar por la fase del trabajo. Y, sin trabajo, ¿dónde puede haber nobleza?
Belleza desde el ardor
Cuando la realidad circundante se agolpa y agobia demasiado, el artista se ve forzado a callar o discernir cuál puede ser la manera más válida y eficaz de darle forma a sus reacciones inmediatas. Tras el fracaso estruendoso del llamado arte comprometido, el grado de dificultad se ha tornado aún más arduo cuando se trata de abordar la realidad social y política más álgida desde la cercanía del presente sin quedarse en la denuncia burda o el panfleto. Encontramos un sorprendente y vital ejemplo de cómo sobrellevar tal empresa en el poeta palestino Najwan Darwish, quien declara: “Convertí la rebelión en poesía”, para añadir: “O la rebelión me convirtió en poeta”. De apenas treinta y seis años, Darwish nutre su obra de los elementos más crudos que circundan su vida, desde los bombardeos aéreos y los campos minados hasta la rivalidad ancestral de los grupos étnicos asentados en la zona que habita. La actitud combativa y el desasosiego están perennemente presentes y se respira en cada línea la proximidad de los sucesos que usualmente formarían planas periodísticas antes que versos. Y, sin embargo, una cadencia particular y un lenguaje de cruel serenidad, mesurado y sugerente, producen la atmósfera inequívoca de lo poético, a su vez fortalecida por una reverberación del más rico y remoto pasado histórico y la invocación de mitos, leyendas de las más variadas vetas religiosas. Así, mientras la prosodia nos envuelve como un cantar de belleza arcaica, las referencias particulares nos remiten al tiempo actual más tajante. El lirismo aflora en contextos de causticidad total. Encontramos un revés a toda fe, especialmente la musulmana, en el poema “Paraíso (II)”:
Aún en el Paraíso
lo único que me venía a la mente
era la Tierra.
Las imágenes cuentan con el poder que confiere la precisión:
La libertad conduciendo al pueblo lleva
[dos pechos expuestos
su mano derecha sostiene la bandera
[francesa
la izquierda un rifle con bayoneta
pero nótese también cómo la descalza
[libertad
atropella a la gente debajo.
Sin duda esta utilización enfática de lo visual hace que los poemas no sean sentenciosos —por más que se les sienta el ardor interno— y asegura que la lectura sea abierta, de interpretaciones múltiples, y no dictada por la pura indignación moral del momento.
Najwan Darwish rompe con la dolida serenidad del que es considerado poeta nacional palestino, Mahmoud Darwish (con quien comparte apellido pero no parentesco) y se sitúa en un filo donde no hay reposo pero la belleza no deja de hacer apariciones deslumbrantes.
La regla dorada
Siglos de tradición que recomiendan la distancia (física, temporal) del poeta respecto a la materia del poema, desde Homero hasta la modernidad, quedan resumidos en el dictum que Rainer Maria Rilke le transmite al joven Kappus: “Olvidar para recordar”. La regla dorada que aconseja perspectiva para la creación prueba hasta hoy su vigencia. Hasta una poeta telúrica como María Rivera ha inventado un modus operandi a prueba de su propia índole intempestiva: esconde entre libros o en el fondo de cajones los primeros versos de un poema cuando la inspiración recién se los ha dictado, solo para encontrárselos más tarde, cuando el tiempo transcurrido y el azar hayan asentado las cosas y le hayan concedido la distancia propicia. Ella misma habla de escribir “no con las lágrimas sino con el sedimento de las lágrimas”. Si retornamos a Darwish nos percatamos de que ha roto la regla dorada en más de una manera pero que solo un talento singular como el suyo equilibra la ecuación rota y arroja el resultado de una obra venturosa. Ante eso dan ganas de recomendarle al joven poeta, como emulando las voces preventivas que se escuchan en la televisión: “No intentes hacer lo mismo en tu casa o sin la supervisión de un adulto”, es decir: no se trata de un ejemplo a seguir, pues su caso se compone de una serie de factores extraordinarios, entre ellos el hecho de que la violencia, los bombazos, el temor vivo y el odio han pasado a ser parte de lo habitual, lo que nutre su día a día, por lo cual eso tan próximo está asimilado, por extraño que parezca y aunque no sea de manera convencional, dentro de sí ya ha brotado la perspectiva.
La vida invocada
En un marco circunstancial muy semejante al del adolescente James Joyce aprendiendo el idioma noruego para leer a Ibsen en sus versiones originales y para escribirle una carta de admiración al dramaturgo, unos años antes un imberbe Rilke había tomado los estudios de la lengua danesa para conocer en directo la obra de su admirado Jens Peter Jacobsen. El exaltado lirismo de Jacobsen explica el entusiasmo de Rilke y al mismo tiempo lo coloca en una posición de anacronismo ante la prosa de nuestros días. Y con todo y esa posible desventaja (el que sea leído como un autor necesariamente pretérito), novelas como Maria Grubbe o Niels Lyhne acaban envolviendo al lector y subyugándolo con fuerza particular una vez que se habitúa a las convenciones de un estilo ahora desusado. Asomarse a la hondura de lo que el autor plantea causa el mareo propio del vértigo: se entreve tanto en la invocación de los mundos internos de los personajes que la obra nos sacude y nos proporciona algo que solo podríamos llamar un golpe de vida.
Conocimiento de causa (?)
Las exhaustivas descripciones de la naturaleza en la prosa de Jacobsen suelen atribuirse a un conocimiento de causa, pues el poeta y novelista fue botánico (y entre otras cosas abocado de las teorías de Darwin y traductor de sus libros). Pero, si esta fuera la razón central, ¿cómo se explica la cálida proximidad y minucia con que describe telas y muebles, ropajes y ambientes domésticos? ¿Se dirá que también quiso ser decorador de interiores? Como en el caso de Eça de Queiroz, otro escritor realista que se demora en las texturas de un gobelino o las figuras desvaídas de un cuadro, la detallada descripción en Jacobsen pertenece a la misma savia narrativa del relato y jamás representa una digresión. En efecto, sus cuentos y novelas fluyen a un paso inexorable aunque moroso, como corresponde al espesor de la savia. Diría que no escribe como lo hace por sus antecedentes de botánica sino que llegó en primera instancia a la botánica por la misma sensibilidad que lo llevó a escribir.
Colofón
Aquellos que se inclinan hacia una estética de la austeridad tienden a juzgar superfluo el estilo florido. Una y otra vez, desde los versos barrocos de Góngora hasta los de Lezama Lima, se suscita ese tipo de evaluación sustentada en un supuesto falso. Hace poco hallé en uno de los primeros capítulos de Doctor Fausto una sencilla sentencia que resuelve la posible dicotomía, descartando la rivalidad de las modalidades: el narrador de Thomas Mann habla de las tablillas arameas y otras escrituras sagradas de la antigüedad, tras analizar la belleza de las caligrafías y al tiempo lo que codifican, nos dice sin mayor complicación: “El ornamento y el significado de fondo siempre han avanzado lado a lado”. Y es cierto: cuando un escrito —por más ornamentado que se nos presente— es verdaderamente orgánico, cada elemento contribuye a la construcción de una atmósfera y, como si estuvieran impulsados por un brote de animismo, hasta los objetos inertes adquieren pulso para hablar de lo mismo a lo que se dirige el autor con los personajes y su trama. En Jacobsen encontramos caracteres retratados con un estrujador relieve sicológico pero igualmente es inolvidable la descripción de una sala provinciana donde las sillas están arrimadas hacia la pared “como si le tuvieran miedo a las personas”.~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda; Otro enero; Luis Buñuel: a mediodía; Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).