Algunos literatos y periodistas, interesados en la propagación de sus propuestas en todas las capas sociales, amparados por el insigne Pensador Mexicano, recurrían con frecuencia a la sátira y otros géneros fincados en la tradición popular en sus publicaciones. Entre los más notables, en el alba del porfiriato, Juan A. Mateos y Vicente Riva Palacio. Conocieron el fragor de la lucha armada, sufrieron hondas penas (Mateos perdió a su hermano Manuel, asesinado al lado de Santos Degollado en Tacubaya aquel funesto 11 de abril de 1859) y contribuyeron al proyecto liberal de la república en las instituciones, la tribuna y la prensa. Ambos cargaron, entre 1861 y 1866, las piezas de artillería con las que La Orquesta bombardeaba a los imperialistas, ilustradas con las caricaturas de Constantino Escalante; y ya en tiempos de paz liberal, durante el gobierno de Manuel González, los dos se sumaron al proyecto de Ignacio Manuel Altamirano y colaboraron en su periódico La República. Mateos, del 24 de febrero al 30 de septiembre de 1880; y entre el 3 de enero y el 30 de marzo de 1882 Riva Palacio publicó bajo el seudónimo de Cero las famosas semblanzas de sus contemporáneos, otros Ceros.
Como novelista —advertía Riva Palacio—, Mateos ha logrado no sólo renombre sino provecho. Un literato en México vive con mucha dificultad de su pluma, porque si no alcanza un buen lugar en la redacción de un periódico, la publicación de sus trabajos, aun cuando pueda conseguirla a costa de heroicos sacrificios, le produce pocas ganancias; y Mateos ha vendido bien todas sus obras, teniendo relativamente un extraordinario número de suscriptores. El Sol de mayo, El Cerro de las Campanas, Sacerdote y caudillo y Los insurgentes, pertenecen a la novela histórica; y no pocas veces, datos que en publicaciones serias relativas a la historia del país no pueden encontrarse, se hallan en algunas de las novelas de Mateos.
El espíritu zumbón de Cero comentaba también las particularidades del orador que hacía extrañas alusiones y curiosas combinaciones de personajes, ideas y situaciones, al vehemente defensor de las causas liberales que arremetía con la retórica a su alcance y ganaba la atención de los oyentes en el congreso y la plaza pública:
Algunas veces al oírle, se cree uno presa de una de esas pesadillas en que vemos a don Manuel Toro y don Trinidad García bailando el can-can con Aspasia, la de Pericles, o con Pinike, la hermana de Kimón, y Sila o Mario se empeñan en rasurarnos, y entramos a tomar tamales y atole de leche en el Partenón, en compañía de Voltaire, de Alejandro VI y de don Diego Álvarez de la Cuadra.
Inclinado a la familiaridad del gremio para expresarse, Mateos resumía su trayectoria en 1890, bajo el seudónimo de Homo, se consideraba “dueño de una gran personalidad periodística y de una casi exigua personalidad política” y enumeraba algunos de los periódicos en que había colaborado: El Radical, El Ahuizote, El Siglo XIX, El Correo de las doce, La República, El Partido liberal, La Libertad, El Domingo, El Estudio y El Renacimiento.
El espíritu polemista de Mateos animó muchas planas, convencido del papel asignado al escritor como guía, educador y reformador de leyes y costumbres. A la luz de los planteamientos de Pierre Bourdieu sobre la responsabilidad social de los intelectuales que, de acuerdo con el carácter de sus textos, se establece en el sistema de producción cultural, de la escritura y la lectura, podemos observar cómo Mateos fijó sus coordenadas como escritor y político liberal que escribía en los periódicos, al igual que la mayor parte de los miembros de su generación. En este contexto era natural que el periodista se interesara por la vida ciudadana.
Cabe observar que hace cien años, cuando Mateos se separaba de este mundo, salieron a la luz algunas de las obras más importantes del siglo xx: Muerte en Venecia de Thomas Mann, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Del sentimiento trágico de la vida de Miguel de Unamuno y La malquerida de Jacinto Benavente. Una nueva visión del mundo se asentaba en la introspección profunda de las contradicciones humanas al despuntar la centuria. La generación de Juan A. Mateos había comenzado a abandonar la sala donde habitan las pasiones sin rencores ni alardes desde dos décadas antes. Con ochenta y dos años a cuestas, el escritor, alumno de Ignacio Ramírez en el Instituto Científico y Literario de Toluca, colaborador de El Monitor republicano, subordinado de los grandes generales liberales, poeta y orador, el patriota Mateos vivía a la sombra de los ateneístas, de la publicación de La llaga, la última novela de Federico Gamboa, quien se hizo cargo temerariamente de la Secretaría de Relaciones Exteriores bajo el régimen de Huerta durante poco menos de dos meses para presentarse como candidato del Partido Católico a la presidencia. La farsa electoral dejó a Gamboa en el aire, como advierte José Emilio Pacheco: “Mal visto por los revolucionarios y enemigo del dictador”.
Al terminar aquel año, Álvaro Obregón, Francisco Villa y Pablo González avanzaban hacia la capital y Zapata derrotaba al ejército de Huerta. En ese contexto tuvo lugar la que Pacheco llama la “última campaña” de la generación del Centenario, el Ateneo de la Juventud: la serie de conferencias leídas en la librería de Francisco Gamoneda entre el 7 de diciembre y el 3 de enero de 1914 y en las que participaron Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, Manuel M. Ponce, Jesús T. Acevedo, Luis G. Urbina y Federico Gamboa.
En el panorama que Gamboa trazó de la novela mexicana, Juan A. Mateos, fallecido cuatro días antes, pudo quedar a la sombra de las elecciones del crítico. No fue así porque la noticia de su muerte obligó al autor de Santa a añadir unos párrafos más a su conferencia y agregar a Mateos a la lista de los desaparecidos evocados aquella noche; al igual que nosotros acudió al Cero de Riva Palacio para honrar su vieja fama y los títulos de sus novelas; acusó a la falta de tiempo para extenderse y dedicaba la mención como “ramo de pensamientos deshojados de prisa sobre la fosa recién cerrada del escritor nacional, a quien probablemente se ha de señalar en citas y antologías como el último de los románticos de nuestra prosa”.
La novela estaba de luto no solamente por la muerte de Mateos sino por el “incendio matricida”, muda y sobrecogida de espanto por la tragedia nacional que en los últimos tres años devastaba y aniquilaba a todos, sin embargo, según Gamboa, confiaba en la piedad de Dios y esperaba la recuperación de la razón y el perdón de los hermanos capaz de borrar todos los odios: “No seamos nosotros —concluía— menos que la novela, y al igual suyo, confiemos y esperemos, ya que, gracias a las divinas misericordias, esperar y confiar son los consuelos más grandes de la vida”.
El terrible e imperdonable asesinato de Belisario Domínguez, ocurrido dos meses antes de la muerte de Mateos el 7 de octubre, y la posterior disolución del Congreso debieron quebrantar de alguna forma el espíritu de aquel periodista y orador que, como el sacrificado, había creído en el poder de la palabra y la fuerza de la ley un siglo antes. ~
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MIGUEL ÁNGEL CASTRO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Fue director de la Fundéu México y coordinador del servicio de consultas de Español Inmediato en la Academia Mexicana de la Lengua. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y ha publicado libros como Tipos y caracteres: La prensa mexicana de 1822 a 1855 y La Biblioteca Nacional de México: Testimonios y documentos para su historia. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo, recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.