Entre lo pintoresco y la geografía, los cárteles o carteles, las bandas, las pandillas y diversas agrupaciones de maleantes, presuntos y declarados, se nombran y son identificados por propios y extraños. Con la multiplicación de esas también llamadas “células criminales” resulta difícil, al menos para mí, saber los pormenores de su registro público y, con franqueza, prefiero ignorarlo; como tampoco me interesa conocer si uno es de aquí o es de allá o si antes era de acullá. Lo que me importa, al igual que a todo mundo, es que vuelva la paz y la tranquilidad a nuestras plazas, a las calles y a los hogares. Curiosos y picarescos resultan, eso sí debo admitirlo, los apodos y alias con que saltan a las planas de los periódicos los integrantes de esas asociaciones. Ingenio que corresponde a una tradición en la que nos hemos distinguido.
Comento lo anterior en respuesta a unos estudiantes que me preguntaron qué significaba “templarios”, que si venía de temple o de templo y que de dónde procedía el nombre o el calificativo. Para atender la duda como se debe y recordar una vez más al primer intelectual que en nuestro país se interesó por el trabajo académico del idioma, don José Justo Gómez de la Cortina que, de acuerdo con los datos de don Manuel Romero de Terreros, nació en esta ciudad el 9 de agosto de 1799, hijo de una aristocrática familia que, establecida en México cincuenta años antes, llegó a poseer una fortuna considerable, haciendas en Hidalgo, propiedades entre las que destaca la llamada Casa de la Bola en Tacubaya (en la actual avenida de Parque Lira). Tragos amargos pasó la familia durante el proceso de independencia, sin embargo, el conde de la Cortina, en España y México, se empeñó en estudiar y promover la cultura entre los nuevos ciudadanos con un ahínco notable que no siempre le ha sido debidamente reconocido.
Su insaciable sed de saberes le llevaba a investigar temas científicos y todo lo humano, ya nos referimos en ocasión anterior a su labor como lingüista y a su Diccionario de sinónimos castellanos, ahora rescatamos un texto que forma parte de una Cartilla historial, publicada en 1840. Se trata del artículo “Los templarios”, en el cual refiere el origen, los principios, estatutos y procedimientos de tales señores. Quede a juicio del lector el alcance de las ideas o los propósitos de quienes adoptaron en los tiempos que corren ese nombre, si conocían o no la historia de esos caballeros, o si de plano fue una puntada.
Los templarios
Conde de la Cortina
Hugo de Paganís, Godofredo de Saint-Omer y otros siete caballeros, que acompañaron a Godofredo de Bouillon en la primera cruzada, formaron, hacia el año 1118, una congregación militar y religiosa para dedicarse exclusivamente a proteger a los piadosos viajeros y peregrinos que de todas partes acudían a la Tierra Santa; confirmando este voto y el de religión ante el Patriarca de Jerusalén y tomando el nombre de Pobres caballeros de la Santa Ciudad. Baduino II, Rey de Jerusalén, les dio, para establecerse y hacer vida común, un edificio inmediato al antiguo templo de Salomón, y desde entonces se llamaron hermanos del Templo, soldados del Templo, soldados de Cristo, milicia del Templo de Salomón y, finalmente, Templarios.
Estos nueve caballeros no admitieron en su congregación a ningún otro, hasta que, en el Concilio de Troyes, celebrado el año 1128, fue solemnemente aprobada la Orden de los Templarios, sujeta a los estatutos formados por San Bernardo, y los caballeros, autorizados para usar hábito blanco con cruz roja. El ejemplo de estos Cruzados excitó el celo de otros muchos y aumentó en gran manera esta milicia religiosa, que muy poco después apareció con gloria en el campo de batalla y fue por mucho tiempo el terror y azote de los turcos.
Los primeros Templarios subsistían solamente de limosnas sin que pudiesen poseer más de un caballo para cada dos caballeros; pero la rigidez de sus costumbres, su valor y el ruido de sus hazañas fueron granjeándose el amor y veneración de muchos soberanos y potentados, que los colmaron de presentes, donaciones y cesiones de países que conquistaba la Orden, enriqueciéndolos de tal modo que a la época de su extinción poseían dieciséis mil señoríos y una multitud de tierras y privilegios. Esta opulencia amortiguó con el tiempo el primitivo fervor de los Templarios, hizo desaparecer su antigua humildad, y los llenó de orgullo: entregáronse al ocio y a las dulzuras de una vida muelle, y pronto fueron las víctimas de su fatal mudanza. Felipe el Hermoso, rey de Francia, llevado del temor que le inspiraba el colosal engrandecimiento de los Templarios, o más bien del deseo de apoderarse de sus riquezas, les suscitó una acusación tan increíble como escandalosa. La Orden fue extinguida en 1312, en virtud de una bula del Papa Clemente V, y el Gran Maestre Jacobo de Molay (igual a los soberanos en dignidad y poder), Guido, hermano del Delfín Auvergne, y otros cincuenta y siete caballeros, fueron quemados vivos públicamente en París, fuera de la puerta de San Antonio, en mayo de 1310, poniendo todos a Dios por testigo de su inocencia, y retractándose de las declaraciones que habían dado entre los dolores del tormento. “No se sabe —dice Bossuet— si en esta ejecución tuvieron más parte la codicia y la venganza, que la rectitud y la justicia”.
Los estatutos de la Orden inspiraban y exigían las virtudes cristianas y militares. Las principales dignidades eran la de Gran Maestre (con carácter de príncipe en la Corte), Gran Prior, visitadores y comendadores. Para recibir novicio se reunían todos los caballeros, por lo común de noche, en una iglesia, y el pretendiente esperaba fuera de ella. El presidente del capítulo enviaba por tres veces dos caballeros a preguntarle si quería ser admitido en la milicia del Templo: oída su respuesta afirmativa, se le introducía en la iglesia y, puesto de rodillas, pedía por tres veces el pan y el agua y que se le recibiese en la Orden. Entonces, le decía el presidente:
Vais a contraer grandes obligaciones: os veréis expuesto a muchas penas y peligros; será preciso estéis en vela, cuando quisierais descansar; pasar hambre y sed, teniendo deseo de comer y de beber; y viajar a un país, queriendo permanecer en otro. En seguida le hacían estas preguntas: ¿Sois caballero? ¿Estáis sano de cuerpo? ¿Estáis casado o desposado? ¿Estáis recibido en otra Orden? ¿Tenéis deudas que no podáis pagar ni por vos mismo ni por medio de vuestros amigos?
Cuando el pretendiente respondía de un modo satisfactorio, pronunciaba los votos de pobreza, castidad y obediencia; ofrecía defender la Tierra Santa; recibía el manto de la Orden; los caballeros presentes le daban el ósculo fraternal, y se terminaba el acto dando gracias a Dios, y entonando todos el Salmo Ecce quam bonum, et quam iucundum habitare fratres in unum.
En el estandarte de los Templarios se leían estas palabras: Non nobis, Domine, non nobis; sed nomini tuo da gloriam (No a nosotros la gloria, Señor; sino a tu santo nombre); y en su sello esta leyenda: Sigillum militum Christi (Sello de los soldados de Cristo). ~
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MIGUEL ÁNGEL CASTRO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Fue director de la Fundéu México y coordinador del servicio de consultas de Español Inmediato en la Academia Mexicana de la Lengua. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y ha publicado libros como Tipos y caracteres: La prensa mexicana de 1822 a 1855 y La Biblioteca Nacional de México: Testimonios y documentos para su historia. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo, recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.