Tuesday, 05 November 2024
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Octavio Paz: “El dudoso jardín de la memoria”
Cultura | Este País | Angelina Muñiz-Huberman | 01.06.2014 | 0 Comentarios

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La autora traza senderos por los cuales nos invita a transitar a través de la obra de Octavio Paz. Deshilvana con detalle los versos de Pasado en claro, autobiografía poética del Premio Nobel —cuyo centenario celebramos este año—, y nos acerca a la infancia y juventud de este autor cardinal.

Introducción

La celebración de los cien años del natalicio de Octavio Paz (31 de marzo de 1914-19 de abril de 1998) nos retrotrae al barrio de Mixcoac donde, aunque no nació, sí vivió durante su niñez y juventud, y siempre recordó con cariño. En una entrevista publicada en el periódico Reforma el 6 de abril de 1994 dice:

Apenas tenía unos meses de edad cuando los azares de la Revolución nos obligaron a dejar la Ciudad de México; mi padre se unió en el sur al movimiento de Zapata mientras mi madre se refugió, conmigo, en Mixcoac, en la vieja casa de mi abuelo paterno, Ireneo Paz, patriarca de la familia […]. El barrio en el que yo vivía se llamaba San Juan y la iglesia, una de las más viejas de la zona, era del siglo XVI […]. Los fuegos artificiales fueron parte de mi infancia […]. Era maravilloso, Mixcoac estaba vivo, con una vida que ya no existe en las grandes ciudades.

Más adelante agrega: “La calle de Goya se llamaba la Calle de las Flores. Árboles corpulentos y casas severas, un poco tristes. Su vecina, la Calle de la Campana, se unía al final con el río de Mixcoac”. Describe también sus días de escuela: “En el Williams terminé la primaria. Se cultivaba el cuerpo, pero como energía y combate. Se exaltaban las virtudes viriles: la tenacidad, el valor, la lealtad y la agresividad…”. En cambio, un día siente la revelación poética al contemplar la naturaleza: “Una tarde, al salir corriendo del colegio, me detuve de pronto; me sentí en el centro del mundo. Alcé los ojos y vi, entre dos nubes, un cielo azul abierto, indescifrable, infinito. No supe qué decir: conocí el entusiasmo y, tal vez, la poesía”.

Otras descripciones aún vigentes nos trasladan a un nostálgico pasado: “Adelante del colegio Williams y siguiendo siempre la vías del tren, se llegaba a una extraña construcción morisca: ¡la Alhambra en Mixcoac! Parecía trasportada por uno de los genios de los cuentos árabes. Aquella fantasía sarracena tenía un jardín frondoso y accidentado por el que corría, entre túneles, montañas, lagos y precipicios, un ferrocarril eléctrico que nos maravillaba”. También rememora el cine al que solía acudir: “Al lado de la mansión mudéjar, la cueva de los prodigios: cada jueves, día de asueto, abría sus puertas el cine y durante tres horas, con mis primas y primos, me reía con Delgadillo, y saltaba con él desde un rascacielos, cabalgaba con Douglas Fairbanks, raptaba a la voluptuosa hija del sultán de Bagdad y lloraba con la huérfana de la aldea”.

Y lo más interesante, a esa temprana edad Octavio se convirtió en un experto arqueólogo cuando descubrió con sus primos un montículo que parecía una pirámide. Alborozados, los niños le contaron a los incrédulos mayores su descubrimiento. “Sin embargo —continúa Octavio Paz—, a los pocos días nos visitó el arqueólogo Manuel Gamio, amigo antiguo de nuestra familia. Oyó sin inmutarse nuestro relato y esa misma tarde lo guiamos hacia el sitio de nuestro descubrimiento. Al ver el montículo nos explicó que probablemente era un santuario consagrado a Mixcóatl, divinidad que dio nombre a nuestro pueblo antes de la conquista”.

La descripción de una de las sirvientes de la casa, Ifigenia, de ilustre nombre, no lo inició en las artes griegas sino en las profundas tradiciones nahuas. “Era bruja y curandera, me contaba historias, me regalaba amuletos y escapularios, me hacía salmodiar conjuros contra los diablos, los fantasmas, las enfermedades, las malas ideas. Me inició en los misterios del temascal, el tradicional baño azteca, rito de comunión con el agua, el fuego, y las criaturas incorpóreas que engendran los vapores”.

Luego, Octavio niño descubrirá un día el arte de la poesía y escribirá su primer poema. De ahí en adelante su carrera seguirá el curso natural de quien se siente elegido por una misteriosa y todopoderosa fuerza que no cesará a lo largo de su vida.

La poesía emergerá como una fuente de creación en la que la palabra será el punto de mira. La palabra en un nuevo contexto que permita una profunda valoración de los varios significados en ella latentes. La poesía rescata el mundo del inconsciente y el mito órfico-pitagórico como origen de la espiritualidad y del predominio imaginativo revelado entre palabra y palabra, letra y letra. Aun el espacio en blanco sugiere múltiples sensaciones y del silencio la imagen y la metáfora se adueñan para poblarlo de variados significados e interpretaciones. El ejercicio poético en lucha por abarcar el principio del conocimiento y el origen del mundo sensorial se vale de la palabra como de un instrumento esclarecedor y, a la vez, enigmático.

Obra

A partir de esta breve introducción, pasaré a hablar de su obra en general, aunque, como bien sabemos, su vida abarcó muchos aspectos. Fue diplomático, viajero, autor de libros fundamentales para la idiosincrasia mexicana; escribió ensayos de todo tipo, además de ser un agudo analista político y un gran observador del temperamento humano. A continuación quisiera mencionar algunas de sus obras fundamentales.

En La otra voz: Poesía y fin de siglo2 hace un minucioso análisis del lugar que ocupa la poesía en nuestra época y de su evolución y empecinada lucha para mantenerse aun contra viento y marea. El viento y la marea representado por las grandes editoriales comercialistas que niegan el paso a la poesía en aras del libro fácil y de gran consumo. A pesar de lo cual la poesía vive y en palabras de Octavio Paz: “Los poetas han sido la memoria de sus pueblos” (p. 101). Han sido y serán, añado, porque no representan “la sed de fama sino la sed de vida” (p. 102). Por lo tanto, si los poetas son la memoria y la vida de sus pueblos, no dejan que muera el pasado porque la pérdida del pasado es la pérdida del futuro. Así, su labor es la permanencia.

En Piedra de sol,3 poema calificado por Ramón Xirau como la summa poetica de su obra, el recorrido por la esencia humana lo es también por la historia y la tradición de los mundos poéticos de Oriente y Occidente. Conviven en el poema los mundos bíblicos, homéricos, provenzales, clásicos españoles, el romanticismo, el simbolismo, y las fuentes nahuas con su arquitectura, el tiempo cíclico y el sacrificio. Todo ello en un fluir continuo:

y el sol entraba a saco por mi frente,

despegaba mis párpados errados,

desprendía mi ser de su envoltura,

me arrancaba de mí, me separaba

de mi bruto dormir de siglos de piedra (p. 52)

Final de poema tan redondeado y, a la vez evocante, del Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz.

¿Y cómo no mencionar su estudio crítico y definitivo sobre la Décima Musa: Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe?4 En más de seiscientas páginas Octavio Paz recorre no solo la vida y la obra de Sor Juana, su amplísima cultura, sino la política y la religión del periodo virreinal, la lucha de los poderes terrenales y sagrados, la oposición entre precolombismo y cristianismo, y el problema de identidad que aún hoy persigue al ser mexicano y que le lleva a afirmar no una sino varias veces que “nuestra historia, desde el punto de vista de la historia moderna de Occidente, ha sido excéntrica” (p. 30). La soledad de Sor Juana: “La vida interior fue su verdadera vida […] estaba sola, recomida por sus pensamientos. Recomida y consolada; si el pensar desazona, también fortifica: ‘Sírvame el entendimiento / alguna vez de descanso’” (p. 359). Esta nuestra Sor Juana Inés de la Cruz recluida en el convento con su enorme carga de inteligencia, de imaginación, de ansia de más y más conocimiento enfrentada al tribunal eclesiástico que la obliga a deshacerse de sus libros y de su pluma es el símbolo de la libertad y la creación propiciadas por su genio poético. Concluye Octavio Paz: “El fin lamentable de Sor Juana no da otro sentido a su obra, como se propusieron sus censores. Al contrario, su derrota cobra, gracias a su obra, una significación diferente: su luz la ilumina” (p. 630).

Y ya que he mencionado la identidad del ser mexicano para comprenderla es imprescindible leer su obra El laberinto de la soledad.5 En ella, simplemente con ver el índice nos da una idea de su enfoque objetivo y a fondo, sin falsos nacionalismos: el pachuco y otros extremos; las máscaras mexicanas; todos los santos, día de muertos; los hijos de la Malinche; conquista y Colonia; de la Independencia a la Revolución; la “inteligencia” (sic) mexicana; nuestros días; la dialéctica de la soledad.

En otro de sus libros, Cuadrivio,6 título tomado del nombre dado en la Edad Media a los estudios de las cuatro artes liberales junto al trivio o artes de la elocuencia.

Aquí, Octavio Paz dedica su estudio al de cuatro poetas: Rubén Darío o el caracol y la sirena, Ramón López Velarde o el camino de la pasión, Fernado Pessoa o el desconocido de sí mismo, Luis Cernuda o la palabra edificante.

En Las peras del olmo7 los ensayos se dirigen a temas y autores de la literatura y la pintura universales. Su propósito se expone en estas palabras: “El artista transmuta su fatalidad (personal o histórica) en un acto libre. Esta operación se llama creación, y su fruto: cuadro, poema, tragedia. Toda creación transforma las circunstancias personales o sociales en obras insólitas. El hombre es el olmo que da siempre peras increíbles” (p. 7). Y más adelante del poeta Jorge Cuesta toma prestada la palabra “desarraigo” para calificar la historia de la literatura mexicana.

Si mencionamos otra más de sus obras, el extenso ensayo sobre amor y erotismo, titulado La llama doble,8 nos interna por reflexiones como la siguiente: “El amor no es la eternidad; tampoco es el tiempo de los calendarios y los relojes, el tiempo sucesivo. El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un instante. No nos libra de la muerte, pero nos hace verla a la cara. Ese instante es el reverso y el complemento del sentimiento oceánico. No es el regreso a las aguas de origen sino la conquista de un estado que nos reconcilia con el exilio del paraíso” (p. 220).

Podríamos seguir mencionando más y más títulos pero de uno de ellos expondré a continuación un repaso.

Pasado en claro9

Es Pasado en claro su autobiografía poética, publicada por vez primera en 1975 por el Fondo de Cultura Económica. El epígrafe elegido por Octavio Paz para este libro, proveniente de William Wordsworth, dice:

Mi alma recogió una siembra hermosa

y crecí alimentado al igual

por la belleza y el miedo.

Y, al igual que Wordsworth, Octavio Paz ilumina sus orígenes. Recuerdos que han quedado en el tornar y retornar, sin leyes que lo gobiernen, de la mente y de la sensibilidad. “Pasos mentales”, “sombras del pensamiento” que en Wordsworth son imaginados, temidos, en la soledad del campo; mientras que, en Octavio Paz, son el arranque de su poesía porque han sido “oídos con el alma” y en la soledad de su recordar. Y esos pasos inaudibles, sin huella, sin polvo que levantar, en sentido inverso, traen ecos, traen sonidos, palabras en fin. En la profundidad impredecible de la memoria, en su calidad de inasible, de sorprendente, de agua y sol, lo concreto y lo abstracto son uno y lo mismo en la elección de aquello que no ha sido condenado al olvido. El poeta-niño entrega al poeta-hombre el tesoro preservado celosa y fatalmente.

Me alejo de mí mismo,

sigo los titubeos de esta frase,

senda de piedras y de cabras.

Relumbran las palabras en la sombra.

Y la negra marea de las sílabas

cubre el papel y entierra

sus raíces de tinta

en el subsuelo del lenguaje (p. 10)

Es el lenguaje que dice y desdice, que trae y lleva palabras al viento, palabras que en su singularidad arrastran múltiples significados, opuestos sentires, infinitas evocaciones. Palabras que son, a ratos, un descubrir, un nombrar por voz virginal; y, a ratos, trampa de un enigma, de un dolor, de un no querer que mane la sangre de tanta herida jamás cicatrizada.

Ni allá ni aquí: por esa linde

de duda, transitada

solo por espejeos y vislumbres,

donde el lenguaje se desdice,

voy al encuentro de mí mismo (p. 11)

Momento en el que empieza a clarear el pasado, luego que las palabras han sido conjuradas: “La hora es bola de cristal” (p. 11).

Es hora de amanecer. El tiempo es redondo y abarca, en un círculo de trasparencia, principio y fin. El poeta, como el hombre primero, no desecha la fantasía del lenguaje y del pensamiento. Está consciente y es el guardián de las propiedades síquicas de cada objeto, de cada instante. Es el mago, también, que otorga poderes al mundo que le rodea para negar el límite de lo sensato.

El poeta, en ese tiempo sin tiempo de la bola de cristal que es todos los tiempos del verbo, penetra en el mundo del recuerdo con la vara del encantamiento. Aparecen un patio abandonado, un fresno:

Verdes exclamaciones

del viento entre las ramas (p. 11)

Mientras un niño entre las piedras, los matorrales, las lagartijas, ha escapado, felizmente, del mundo de los adultos y se pierde por los rincones del patio y de su imaginación.

El agua, clara pero oculta, desde la profundidad de un pozo, es para el niño principio de la vida, caída y ascenso. Ojo de agua, ojo que observa, ojo de Dios. Pozo bíblico, encrucijada del destino. Pozo del destino:

(estampas: los volcanes, los cúes y, tendido,

manto de plumas sobre el agua,

Tenochtitlán todo empapado en sangre) (p. 14)

Lugar en donde la historia se interpreta en signos nahuas y en signos heridos: “las olas hablan nahua”.

Al asomarse al agua-espejo de la memoria, no son los ojos los que ven, sino las palabras. De las lagunas, de los charcos, de las aguas turbias, de las aguas claras se van formando las primeras sílabas. Así, la escritura nombra y, a la vez, eclipsa lo nombrado. Son las palabras la vista del poeta. Son los nombres los que dan la existencia. La creación bíblica fue nominal y el acto de pronunciar da lugar a la existencia misma. Por eso, Adán pasa a ser una metáfora real.

Vivimos entre nombres;

lo que no tiene nombre todavía

no existe: Adán de lodo,

no un muñeco de barro, una metáfora (p. 15)

De este modo, el mundo es una lectura que hay que descifrar y la memoria es un proceso semejante al fluir del agua en charco, río, mar.

Ver al mundo es deletrearlo.

Espejo de palabras: ¿dónde estuve?

Mis palabras me miran desde el charco

de mi memoria. Brillan,

entre enramadas de reflejos,

nubes varadas y burbujas,

sobre un fondo del ocre al brasilado,

las sílabas de agua (pp. 15-16)

El patio del niño no es solo el patio de las primeras palabras, del pozo del misterio, de la aventura de las plantas y los insectos, del descubrimiento de los sonidos, sino el patio de la historia. Todos los patios heredados: el griego, el romano, el árabe, el español, el azteca, para que el niño sueñe entre ellos, bajo la higuera, el chupamirto, la enredadera.

Luego, las lecturas, los libros que se elevan en “arquitecturas sobre una cima edificadas”. Garcilaso, Góngora, Dante y tantos otros se revisten de realidades para el niño que ve y siente el trascurrir de múltiples imágenes ya no mentales sino palpables, audibles, olfativas: “la cesta verbal de Villaurrutia”.

El niño, casi sin darse cuenta, sin haber cruzado frontera alguna, llega con su carga de signos a la “adolescencia, país de nubes”. Ya no deambula por el patio, espacios libres no son su ámbito. Ahora busca en su interior nuevos signos y nuevos tiempos.

Revelaciones y abominaciones:

el cuerpo y sus lenguajes

entretejidos, nudo de fantasmas

palpados por el pensamiento

y por el tacto disipados,

argolla de la sangre, idea fija

en mi frente clavada (p. 17)

El adolescente amplía su mundo de conocimiento personal. Cambia la estabilidad de la infancia por la duda y la ambigüedad. Es capaz de alterar las sensaciones y de crear nuevas. El mundo de la sinestesia se instala:

—allá dentro son ojos las yemas de los

[dedos,

el tacto mira, palpan las miradas,

los ojos oyen los olores— (p. 19)

Ahora la casa es contemplada de manera diferente:

Casa grande,

encallada en un tiempo

azolvado (p. 25)

Y ahí, dentro de la casa, absorbe el tiempo interno. De un cuarto a otro es como si fuera de un humor a otro, de un pasillo a un estado de ánimo, de un espejo a una memoria, de un mueble a una sensación. Entre adultos, la soledad extraña aleja, oprime aún más y provee de interminables silencios, de callares esperados, de vuelcos hacia dentro. No hay a quien acudir; la madre no responde; el padre huye lastimosamente de sí y de los demás; tal vez solo la tía que le enseña a ver con los ojos cerrados, y el abuelo que sonríe.

Mientras la casa se desmoronaba

yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza

entre escombros anónimos (p. 29)

No queda sino el propio hallazgo, la fuerza de la naturaleza que avasalla la ruina y, por los resquicios de las piedras abandonadas, el verde tallo que vuelve a encontrar la luz del sol y el agua del cielo. Del mismo modo, el adolescente se reconcilia con su duplicidad, cuando reconoce su cuerpo y acepta la enseñanza ineludible.

Atónita en lo alto del minuto

la carne se hace verbo —y el verbo se despeña (p. 32)

Y comprende, por fin, el secreto último del mundo, el ciclo que completa la vida: se sabe mortal. Empieza, pues, su diálogo de cada día y cada noche hasta que la muerte carezca de respuesta que ofrecer y solo le reste acudir a la decisión irrevocable.

El adolescente, medido por el tiempo, consciente de su fluir, se lanza por los caminos y aprende a interrogar. De pregunta en pregunta, de nombre en nombre, de colmados y vacíos, va madurando hacia un mediodía que anhela sombra y viento entre las ramas. Su paso a la madurez será el conocimiento de la muerte y, aún más, de su aceptación:

Desde lo alto del minuto

despeñado en la tarde de plantas

    [fanerógamas

me descubrió la muerte.

Y yo en la muerte descubrí al lenguaje (p. 36)

El hombre maduro es ya su propio recuerdo. Se ha hundido en la sima del poeta. Vive por los recuerdos que ha dejado, por las semillas que germinaron. Parecen ocultos y, sin embargo, surgen a veces solos, a veces sin ser llamados, a veces llevando de la mano al niño, al adolescente, al hombre. De todos los recuerdos ha hecho uno el poeta. La creación es una trinidad: el equilibrio, el recordar, el sentir. Imagen, memoria y certeza son las palabras que proyectan sombra a su razón de vivir. “Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia” (p. 37).

Por último, el poeta instalado en la madurez adquiere nueva visión:

Mediodía:

llamas verdes los árboles del patio.

Crepitación de brasas últimas

entre la yerba: insectos obstinados.

Sobre los prados amarillos

claridades: los pasos de vidrio del otoño (p. 38)

Y en un giro que recuerda las pinturas de Remedios Varo nos habla de la “espiral de los ecos”, de los “enjambres de signos”, de la “rotación magnética” de papeles y objetos. De la intuición crepuscular: “El sol en mi escritura bebe sombra” (p. 38).

El poeta se acerca al momento místico por excelencia:

Hay un estar tercero:

el ser sin ser, la plenitud vacía,

hora sin horas y otros nombres

con que se muestra y se dispersa

en las confluencias del lenguaje

no la presencia: su presentimiento.

Los nombres que la nombran dicen:

[nada,

palabra de dos filos, palabra entre dos huecos (p. 40)

En su búsqueda mística acude al Ars combinatoria de Ramón Llull por si pudiera hallar la palabra perfecta y el nombre de lo innombrable. Pero al final de los tiempos prevalecen la fragilidad y la fugacidad.

Alcé con las palabras y sus sombras

una casa ambulante de reflejos,

torre que anda, construcción de viento (p. 43)

Para llegar al último verso: “Soy la sombra que arrojan mis palabras”.

Si Wordsworth descubrió en El preludio el valor poético del recuerdo de la infancia y su profunda identificación con las fuerzas de la naturaleza, Octavio Paz entrega, en cambio, la clave irrepetible de un misterio que ha de ser sorprendido en las variaciones del vivir único. La memoria se convierte en un jardín dudoso en el que caben todo tipo de ramificaciones, flores extrañas, plantas y enredaderas, así como espacios tenebrosos y otros clarificadores a la manera del jardín envenenado de La hija de Rapaccini, obra única dentro de la creación literaria de nuestro autor.

En efecto, La hija de Rapaccini, entre la dramaturgia y la poesía, así como la traducción y la invención —al ser producto de la interpretación de un cuento de Nathaniel Hawthorne—, evoca recuerdos de su deambular por el barrio de Mixcoac y sus misteriosos recovecos. Esta obra, además, tuvo la fortuna de ser inspiración para Daniel Catán y su ópera de igual título, estrenada en México en 1991. Representa las siguientes palabras de Octavio Paz al recibir el Premio Nobel:

La poesía está enamorada del presente y quiere revivirlo en un poema, lo aparta de la sucesión y lo convierte en el presente fijo. Cada encuentro es una fuga, lo abrazamos y al punto se disipa; solo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece vuelto un puñado de sílabas; nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia…

Y es así como el propósito de Pasado en claro se revierte en un presente que detiene el fluir del tiempo.

Para finalizar, es este un poema que, por perfecto, convierte la belleza en poder absoluto y temible, al ir hilvanando con la palabra sopesada la depuración de cada momento de la vida, el equilibrio del recordar y del sentir, la armonía del hombre en el cosmos, un paraíso figurado. ¿Qué más podría decir el poeta?~

1Conferencia impartida en la Biblioteca Iberoamericana de la Delegación Benito Juárez el 9 de abril de 2014.

2Octavio Paz, La otra voz: Poesía y fin de siglo, Seix Barral, Barcelona, 1990.

3___ , Piedra de sol / Eguzki Harria, ed. bilingüe de Josu Landa, Instituto Vasco-Mexicano / Ministerio de Cultura del Gobierno Vasco, México, 1997.

4___ , Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.

5___ , El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1959.

6___ , Cuadrivio: Darío, López Velarde, Pessoa, Cernuda, Joaquín Mortiz, México, 1965.

7___ , Las peras del olmo, Seix Barral, Barcelona, 1971.

8___ , La llama doble, Seix Barral, México, 1996.

9Cf. Angelina Muñiz-Huberman, “Octavio Paz: el equilibrio del recordar y del sentir”, en La sombra que cobija, Aldus, México, 2007, pp. 229-234.

__________

Poeta y narradora, académica e investigadora, ANGELINA MUÑIZ-HUBERMAN (Hyères, Francia, 1936) ha dedicado su fructífera vida a las letras. Es autora de más de treinta libros, entre los que se cuentan los poemarios El trazo y el vuelo (1997), La sal en el rostro (1998), Conato de extranjería (1999) y La tregua de la inocencia (2003), por mencionar tan solo algunos de los más recientes. En 1985 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por Huerto cerrado, huerto sellado, volumen de cuentos. Otras de las distinciones que ha recibido son el Premio Magda Donato, la primera edición del Premio Sor Juana Inés de la Cruz (1993), la Medalla Jerusalén y la Orden de Isabel la Católica (2011).

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