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Partido de vuelta
Este País | Eduardo Langagne | 01.07.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/kanate

Francisco y su compadre Lucho compartían uno de los cuartos en la azotea de nuestro edificio. Les gustaba salir los domingos a vernos jugar futbol en la calle empinada y desigual. Iban siempre a las cascaritas que armábamos en la avenida y mientras nos alentaban por los buenos pases o nos retaban por los goles fallidos o las jugadas mal terminadas, fumaban sin descanso y bebían cerveza toda la tarde. Al anochecer se hacía imposible ver el balón. Entonces el juego terminaba y nos sentábamos en el suelo, en el zaguán, alrededor de los dos compadres, a oír sus historias. Fueron futbolistas.

Aunque no estaban tan viejos, Lucho usaba muletas. Había perdido las dos piernas en un accidente de automóvil. A causa del mismo percance, Francisco se apoyaba en un bastón. Su pierna derecha le servía de poco, pero sabía pelotear con la izquierda y juguetear el balón con la cabeza, el pecho y el muslo sin dejarlo caer al suelo. Una vez contamos casi 50 toques sin que la pelota cayera.

Ante nuestra admiración y nuestras aclamaciones, Francisco contaba que su compadre Lucho había sido todavía mejor para dominar el balón. Lucho movía la cabeza en actitud de negar, pero al mismo tiempo aceptaba el elogio. Todo lo que sabíamos de ellos era que habían sido futbolistas profesionales. Jugaron en el Necaxa.

En ese tiempo no pasaban tantos automóviles por nuestra calle. Especialmente los domingos, los minutos se sucedían placenteros y podíamos jugar un buen rato sin que se asomara uno solo. Todos los jugadores de futbol quieren tener un auto del año para alcanzar grandes velocidades. En ese entonces, la avenida inclinada hacia el oriente estaba rodeada de árboles que enverdecían las céntricas calles del barrio.

Cada vez que aparecía el tema del bastón y las muletas, alguno de nosotros preguntaba qué había sucedido. Los dos compadres mencionaban a secas el accidente y desviaban de inmediato la atención contando alguna anécdota de la cancha. Por ejemplo, la de un antiguo compañero suyo, un defensa argentino durísimo que —decían— daba unas patadas como penitencia de confesor. Una vez detuvo el avance del equipo contrario con una entrada muy violenta al delantero, también argentino, quien doblado en el suelo sobándose la pantorrilla, le espetó: “Ché, no jodás, si los dos somos argentinos”. El defensa replicó con su característico acento porteño: “¿Y qué querés?, ¿que te cante el himno?”.

A Francisco lo dejó su mujer, una garbosa morena con la que tuvo dos hijas igualmente hermosas. La bella morena se fue con el vecino cuando le prometió una casa para ella y las niñas. Ni siquiera lo dudó. Ella se había casado con una promesa del futbol y en ese momento, con el mínimo sueldo que tendría su marido hasta el final de sus días sacando fotocopias y archivando papeles junto con su compadre Lucho en la pequeña empresa de un antiguo aficionado del Necaxa, no les alcanzaría para la casa que ella deseaba. Además decía que ese amigo sin piernas vivía a expensas de Francisco. Ella había exigido en muchos momentos: o él o nosotras.

Los dos amigos gozaban pasándose el balón de las palabras, narrando juntos las anécdotas, compartiendo la cancha de la conversación. Al despedirse, Francisco abría la puerta de la entrada del edificio empujándola con su bastón y luego se iban driblando la escalera con el ritmo que permitían las muletas de Lucho, quien una vez nos contó cómo subían imaginando recibir la copa Jules Rimet de manos de la reina de Inglaterra. Jóvenes y fuertes caminaban entre nubes, con la copa del mundo entre las manos, acompañándose siempre como verdaderos amigos que eran.

Después de los partidos callejeros, los mayores traían cervezas para que los compadres contaran más anécdotas. Una ocasión, ya muy cerca del último día del año, los menores habíamos bebido también, quizá demasiado; los dos compadres estaban especialmente ebrios y muy sensibles. Sentados todos en la banqueta, justo a la entrada del edificio, Francisco le pidió a Lucho que contara de aquella tarde en el pequeño estadio de provincia donde jugaron el partido más difícil de su vida, cuando después del juego condujeron el auto último modelo recién adquirido por Francisco. Lucho se resistía a contar, pero ante la insistencia de todos y después de nuevos tragos nos comenzó a hablar de aquel momento de gloria en el que casi al final del partido, cuando “el último minuto también tiene 60 segundos”, decían los dos al mismo tiempo, arrastrando la voz, Lucho se desmarcó por la entreala izquierda, recibió el pase de Francisco, se movió hacia el borde del área grande, con el balón dominado se lanzó en veloz diagonal hacia la portería, esquivó la salida del guardameta y más o menos a la altura del manchón de penalti sintió que un ángel de piernas chuecas lo llamaba desde el cielo. En ese momento milagroso no entró el gol que le habría merecido la gloria terrenal.

Lucho hizo una meditada pausa para comentarnos que casi nadie recuerda esas jugadas porque la memoria no saltaba a la cancha en los estadios de provincia. Pero ambos lo tenían muy claro. Contó que el público coreó su escapada. Francisco interrumpió emocionado diciendo que algunos goles que no entran son más famosos que los que sí entran y animó a su compadre a que siguiera la historia. Así fue como Lucho nos contó que cuando iba a tirar al arco, en lugar de patear a gol sintió que se elevaba, que se iba elevando, y subió tan rápido que logró pasar por arriba del travesaño y con la bola pegadita al pie siguió volando por encima de la tribuna y dribló los anuncios antes de pasar todavía por arriba del marcador que apuntaba aquel cero a cero. Subió a lo más alto de la pequeña ciudad de provincia y más allá de las nubes, que lejos de la capital son más discretas. A esa altura, el ángel de las piernas torcidas arrancó a velocidad y le pidió el balón señalando con la mano hacia delante, Lucho se lo pasó con un toque preciso de pierna izquierda al exacto lugar que le señalaba y el ángel se la devolvió casi de inmediato en una inolvidable pared para que chutara hacia la portería del gran campo azul del cielo. Fue un trallazo imparable, un cañonazo que los árboles de la orilla de la carretera celebraron estruendosamente. Ambos recuerdan que los paramédicos los sacaron con dificultad del auto volcado, y que antes de perder de nuevo la conciencia, ya en la ambulancia, se abrazaron.

Apretando los ojos y las quijadas, sentados en el suelo junto al zaguán del edificio, los dos amigos se estrecharon largo rato con sollozos ahogados por la ebriedad recordando aquella jugada tan importante en sus vidas. Todos nos envolvimos en ese abrazo; para hacerlo solté el balón, que se fue rodando por la calle empinada, buscando el inicio de un nuevo partido. __________

EDUARDO LANGAGNE es poeta, narrador y traductor. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, estudió la maestría en Letras Latinoamericanas en la UNAM. Próximamente aparecerán sus libros de poemas Mesa del tiempo (Benemérita Universidad Autónoma de Puebla) y Verdad posible (Fondo de Cultura Económica). Dirige la Fundación para las Letras Mexicanas.

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