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Pereza lectora y «pantallas impresas»
Este País | Juan Domingo Argüelles | 01.01.2014 | 3 Comentarios

©iStockphoto.com/ma_rish

Nunca, en seiscientos años, la letra impresa se había sentido tan amenazada. La aparición y el avance de los medios electrónicos no solo la ha puesto en jaque: ha suscitado una crisis de identidad. Ahora, incontables editores de diarios, revistas e incluso libros buscan que sus productos emulen los formatos digitales. Esto sucede, además, en la era del capitalismo desbocado.

Diarios, revistas y, en general, publicaciones periódicas impresas han emprendido “adaptaciones” y cambios, supuestamente para bien, en relación con la lectura y con los lectores. Dueños, directivos, administradores y editores piensan que la mejor manera de sobrevivir a la crisis por la que atraviesan las publicaciones impresas es incentivando la pereza lectora.

Algunos intelectuales conspicuos de la televisión ya hacen la apología de esta pereza, y consideran incluso que no hay mejor vehículo para educar y formar que las pantallas y, por supuesto, especialmente, la tele misma. ¿Para qué escribir y publicar en un medio impreso cosas que muy pocos leen?, se preguntan. Y responden, muy convencidos, que es preferible llegar a muchos —es decir, a todos— a través de los medios electrónicos que dirigirse a muy pocos con el vehículo de la letra impresa.

Curiosamente, estos opinantes también publican sus libros en papel y sus columnas en los periódicos y revistas. ¿Por qué? Porque las publicaciones impresas gozan de un prestigio cultural e intelectual que aún no alcanzan los medios electrónicos, aunque solo las lean unos cuantos; pero, sobre todo, porque los libros en papel tienen la atención del periodismo impreso y electrónico —y de la “crítica especializada”— independientemente de que se lean o no.

Vaya paradoja: la vanidad se siente más complacida sobre el papel (que leen pocos) que sobre la pantalla (que pueden ver muchos). La razón es muy simple: en el caso de la radio y la televisión, las imágenes y las palabras se las lleva el viento; en el caso de internet, cualquiera aparece en un sitio electrónico, pues no existe ningún filtro que pueda evitarlo y no se requiere ser nadie excepcional, sino al contrario; lo impreso, en cambio, se puede presumir en todo momento y, además, se da por sobreentendido que ha pasado por un tamiz estricto.

Para tener bibliografía o prestigio periodístico sirven muy poco los medios electrónicos. Ni siquiera los libros digitales dan la certeza de tener bibliografía; por eso cualquier individuo que desee una “notoriedad” fuera de su medio (la política, la farándula, la televisión, la radio, etcétera), lo primero que hace es publicar un libro en papel, para lanzarlo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL). Cada vez más, la FIL está llena de personajes ajenos por completo a la cultura, de autores de libros que, como es obvio, ellos mismos no han escrito ni han leído.

Por todo lo anterior, y por muchas otras cosas, no es verdad que los libros y las publicaciones periódicas en papel estén llegando a su fin. Al menos en México, los lectores están mayoritariamente en el soporte en papel, y es ínfimo el porcentaje (apenas dos por ciento) de los que leen en dispositivos electrónicos. La crisis de la lectura no es únicamente, y ni siquiera sobre todo, una crisis del soporte, sino una crisis de la educación que, además, no es reciente: ya lleva varias décadas, aunque algunos analistas apenas ahora se den cuenta.

Sin considerar que una es la letra impresa en el papel y otra muy diferente la letra para la pantalla de internet, muchos editores y directivos quieren hacer ahora publicaciones periódicas telegráficas para conseguir la atención de aquellos que dicen que no pueden leer más de tres párrafos continuos porque se cansan o se distraen. Para estos perezosos, tres párrafos seguidos ya es novela. La solución que encontraron editores y directivos es hacer un periódico o una revista en papel como si lo estuvieran haciendo para la pantalla: “¡Pantallas impresas!”, vaya invento. Con imágenes (apantallantes) y un poquito de texto; con fotografías gigantes y un piecito de foto, dos insights y un sumario en 18 puntos, se le proporciona al veedor (más que lector) información deshuesada y masticada (también interpretada y deformada, obviamente), y esto es todo. Tres párrafos continuos: ¡casi el Quijote!

Ya hay también libros impresos para los perezosos: colecciones supuestamente de lo “esencial” que, para el caso, es siempre lo superficial. Poquito texto y muchas imágenes: la puerilidad artificial para holgazanes de 20, 30 o 40 años de edad que “leen” como si tuvieran siete u ocho.

Siguiendo la línea de las “adecuaciones” editoriales, los diseñadores gráficos han llegado al extremo de poner en la cubierta de un libro únicamente una gran imagen rebasada (generalmente una fotografía) que no quieren “manchar” con el título del libro y el nombre del autor, los cuales solo se consignan en un cintillo desprendible y prescindible con tipografía insignificante. (Hay que ver las ediciones de poesía del Fondo de Cultura Económica.) ¿Qué revela esto? Que este tipo de diseñadores únicamente leen imágenes, y que a la hora de diseñar no están pensando en el lector textual, sino en lectores parecidos a ellos: lectores a quienes no les gusta leer textos.

Esto es lo más absurdo que se puede dar (y se da) en la edición cultural: una conspiración contra la lectura textual que proviene de los mismos editores, a quienes, por lo visto, les importa muy poco que un libro se lea o no. Lo que realmente les importa es que se vea: que se aprecie la composición de portada y el concepto “innovador” a tono con los tiempos de internet. Incluso la tipografía interior de los libros se ha empequeñecido sin ninguna necesidad: la letra pulga les encanta a quienes por supuesto no tienen que leerla.

En cuanto a los textos de opinión o de “análisis” en las publicaciones periódicas impresas, algunos editores consideran que dos párrafos cortitos son más que suficientes para decir “mu”. Tienen razón si lo único que se quiere decir es esto, aunque para decirlo sean sin duda excesivos esos dos párrafos.

©iStockphoto.com/ma_rish

En lugar de educar a los lectores, de ir hacia ellos, de buscarlos, acometerlos, provocarlos, ganarlos y seducirlos, como hasta ahora venían haciendo la pedagogía y la didáctica de la información y la reflexión (para la mejor formación complementaria, por ejemplo, de los lectores universitarios), los medios impresos han preferido sumarse a la corriente y a las oleadas de la pereza.

Jason Epstein, creador de Anchor Books, editor de larguísima trayectoria, escribió en La industria del libro: Pasado, presente y futuro de la edición (Anagrama, 2002) que “la tarea del editor es facilitar las lecturas necesarias”; en este sentido, explicó: “Cuando me convertí en editor, lo que quería transmitir al mundo era mi encuentro universitario con los libros. Creía, y todavía lo creo, que el ideal democrático es un seminario socrático constante e incluyente en el que todos aprendemos unos de otros”.

Es obvio que un periódico y una revista no equivalen a un libro, pero los propósitos de las publicaciones periódicas tienen, en gran medida, puntos de contacto con el libro, como vehículos de información, conocimiento y análisis. Hasta hace poco, se consideraba que un periódico o una revista, que un suplemento cultural o una sección de economía o cultura, significaban un complemento educativo para los lectores. Incluso Selecciones del Reader’s Digest (con sus secciones de amplios reportajes y libros condensados) asumió este objetivo desde 1940. Hoy parece que lo único que les preocupa a los editores en general es tener clientes sin que importen mucho ni poco las cosas que consuman estos clientes.

Un editor formado en la tradición cultural (sea de libros, periódicos o revistas) lo es porque propone algo, porque busca a los lectores posibles, porque les ofrece alternativas incluso sorprendentes e imprevistas y no tan solo les da lo previsible y lo superficial. Si de lo único que se trata es de vender lo que el público demanda, no se necesita forzosamente un editor: basta con un formador de planas.

Más allá de los formatos y los soportes de la edición, Giulio Einaudi sigue teniendo vigencia en sus definiciones al respecto: “La edición ‘sí’ es la que, en vez de ‘salir al encuentro del gusto del público’, gusto que se asegura conocer y que a menudo se confunde con el propio, introduce en la cultura las nuevas tendencias de la investigación en todos los campos, literario, artístico, científico, histórico, social, y trabaja para que emerjan los intereses profundos, aunque vayan a contracorriente. En vez de suscitar el interés epidérmico, de secundar las expresiones más superficiales y efímeras del gusto, favorece la formación duradera […]. El ‘no’ de la edición caracteriza en cambio a los editores que no comparten este enfoque, sino que tratan de satisfacer los deseos más obvios del público. Y en eso basan su empresa […]. Cimentada sobre la nada, sobre el vacío. Que no deja huellas”.

Lo dicho por Einaudi es cierto a plenitud, y especialmente es verdad que mucha gente suele confundir, deliberadamente, su pésimo gusto personal con el gusto del público. Las más de las veces que he escuchado decir a un editor o a un directivo que “a la gente no le gusta leer textos largos” es porque, precisamente, a ese editor o a ese directivo no le gusta leer (ni textos largos ni textos cortos; simplemente no le gusta leer), ¡aunque se dedique al negocio de editar o publicar!

Muchos editores aceptan dirigirse a los lectores perezosos para “no perder el público”, y argumentan que, puesto que ya los hay, habrá también que consentirlos. Más o menos como el novelista que escribe frivolidades, a sabiendas —puesto que hay un público ávido para ellas—, sin esforzarse ni por un instante en escribir para un público más exigente. Si de lo que se trata es de tener “lectores”, démosles lo que piden: “Pantallas impresas”.

Lo que no toman en cuenta estos editores y directivos es que esta estrategia de las “pantallas impresas” no los salvará de la crisis pues ¿quién querrá leer una “pantalla impresa” si tiene amplio acceso a las pantallas de cristal líquido? No hay que dejarnos apantallar: la cultura escrita sobre el papel tiene que ver muy poco con la cultura escrita para la pantalla, y los lectores asiduos, ávidos y experimentados, es decir, los lectores que abrevan en la tradición cultural, no se conforman con “pantallas impresas”.

Es necesario insistir en que la crisis de la lectura es una crisis de la educación y de la cultura. Un profesor de periodismo me ha referido más de una vez lo difícil que resulta conseguir que sus alumnos ¡lean el periódico! Siempre le respondo que esto no me asombra para nada, pues cuando estuve en la carrera de letras en la UNAM, lo difícil para los maestros era conseguir que los alumnos ¡leyeran libros! Y esto no ha cambiado, sustancialmente, más de 30 años después.

Alguna vez alguien dijo que la gente hoy no quiere vivir sino haber vivido, y que, en consecuencia, son muchos los que hoy no quieren leer, sino haber leído. Y, de preferencia, haber leído sin necesidad de leer: tener el dominio sin el aprendizaje, poseer el conocimiento sin haber pasado por la experiencia. Esto lo ha fomentado en gran medida una escolarización que no enseña a leer ni a escribir, mucho menos a pensar, sino tan solo a memorizar datos insustanciales para responder insulsas pruebas de opción múltiple.

Que a alguien se le olviden los títulos de tres libros (¡tres, nada más tres!) que han sido decisivos en su vida no es un problema de memoria, es una ausencia de práctica lectora. No es tan fácil, para ningún mortal, que se le olviden los títulos de las tres películas que le fascinaron o de las tres canciones que le encantan. Ver cine y escuchar música son prácticas habituales; leer libros, periódicos y revistas es, para muchísima gente, un ejercicio pobre o marginal cuando no absolutamente nulo.

Podemos echarle la culpa de todo esto a internet, pero lo cierto es que el problema es anterior a internet, y que internet únicamente lo ha evidenciado. Hoy sabemos perfectamente que quienes no leen libros en papel tampoco los están leyendo en pantalla, y que quienes no adquirieron la sana costumbre de leer periódicos y revistas en papel, tampoco los están leyendo en internet.

En cambio, los lectores en papel pueden migrar —y de hecho han migrado— a las pantallas sin abandonar la lectura en su soporte tradicional. Leen los que leen: es decir, leen los que saben que lo esencial de la lectura no está en el soporte sino en el contenido, del mismo modo que alguien que gusta del tequila no se deja llevar nada más por la forma o el color de la botella sino, sobre todo, por el placer que experimenta con el destilado, no con el envase.

Que la industria editorial esté optando por consentir la pereza lectora tan solo habla de que en esta industria hay mucha gente a la que nunca le ha importado la lectura como medio de formación; lo que le importa es “la clientela”. Se puede ser cliente sin ser lector. No hay que confundir la lectura con la magnesia. Esos lectores perezosos, incapaces de mantener la atención en un texto de mil caracteres (incluidos espacios), son el producto de una educación que jamás privilegió la lectura, y de una industria editorial que vende cualquier cosa que se venda sin importar lo que es.

Como bien lo ha observado André Schiffrin en La edición sin editores (Era, 2001) y El control de la palabra (Era, 2006), las grandes corporaciones de los medios están dominadas hoy por empresarios que nada o muy poco tienen que ver con la edición y con la tradición de la cultura y la educación. Su objetivo es el negocio liso y llano, sea en la edición de libros o en la publicación de periódicos y revistas. Expertos en otros rubros (el entretenimiento, los alimentos, los fármacos e incluso el armamento), incursionan en los medios en busca de que estos produzcan tantas utilidades como sus otras empresas. El conocimiento y la tradición cultural no les importan: su meta es el dinero.

En La edición sin editores, Schiffrin, editor e hijo de editores, advierte: “Los nuevos propietarios de las editoriales absorbidas por los grupos exigen que la rentabilidad de la edición de libros sea idéntica a la de sus otros sectores de actividad, periódicos, televisión, cine, etcétera, todos ellos notoriamente lucrativos. Las nuevas tasas de ganancias esperadas se sitúan en una franja comprendida entre 12 y 15%, o sea, tres o cuatro veces más de lo que era tradicionalmente la edición”.

En El control de la palabra, continuación de La edición sin editores, Schiffrin documenta que Francia es un país donde “el grueso de las publicaciones periódicas es propiedad de fabricantes de armamento y aviones militares, ya que Dessault y Lagardère controlan el 70% de la prensa francesa”. Pero no solo esto, “Dassault [conocido por afirmar que sin los periodistas los editores serían felices] ha manifestado abiertamente interés en convertir sus periódicos en medios de difusión de sus propias opiniones”.

En Estados Unidos, las cosas no son realmente mejores: cada vez más los medios electrónicos e impresos cancelan sus espacios de noticias, cultura y análisis para darle más tiempo al entretenimiento y a los productos sin sustancia. La educación y la formación intelectual de las personas no les importan. Su única preocupación es el 15% de ganancias anuales y el 10% de crecimiento anual de la empresa.

La crisis editorial (sea en los libros o sea en los periódicos y revistas) no tiene que ver forzosamente con el soporte tradicional en papel, sino con la avidez de ganancias rápidas que se plantean como objetivo fundamental los consorcios editoriales. Esto es lo que les lleva a decir que el público no quiere leer sino lo que ellos le dan: entretenimiento superficial en vez de información y conocimiento. Otra vez Schiffrin tiene razón: “No solo se subestima a las minorías [ilustradas]: en general se acepta que no existe un verdadero público para los libros [y en general para las publicaciones] que exigen un esfuerzo intelectual”. Tal es la realidad. ¿Lo demás?: mentiras y pretextos. 

_______

JUAN DOMINGO ARGÜELLES (Quintana Roo, 1958) es poeta, ensayista, crítico literario y editor. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. En 2004 reunió su obra poética de dos décadas en el volumen Todas las aguas del relámpago (UNAM) y en 2009 la Editorial Renacimiento, de Sevilla, le publicó una antología general de veinticinco años de trabajo poético, con el título La travesía. Es autor del volumen de ensayos El vértigo de la dicha: Diez poetas mexicanos del siglo XX, así como de varios libros sobre el tema de la lectura, como Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011), Estás leyendo… ¿Y no lees? (Ediciones B, 2011) y La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de leer (Fondo Editorial Estado de México, 2012). Océano/Sanborns publicaron recientemente la Antología general de la poesía mexicana, que él edita y prologa. Entre otros reconocimientos, ha recibido los premios Nacional de Poesía Efraín Huerta, de Ensayo Ramón López Velarde, Nacional de Literatura Gilberto Owen y Nacional de Poesía Aguascalientes.

3 Respuestas para “Pereza lectora y «pantallas impresas»
  1. eduardo Torres Ornelas dice:

    Gracias.

  2. eduardo Torres Ornelas dice:

    Extraordinario planteamiento, como siempre, de Juan Domingo Argüelles. A mí en esta ocasión, además de la riqueza y claridad de su análisis respecto a la pereza lectora,me dejó una lección sobre el uso preciso de los signos (no sólo los de puntuación).

    Gracias.

  3. Gabriel García dice:

    Me permito emitir mi comentario de la siguiente forma:
    La pereza lectora que describe se puede evitar,si procuramos entrenar a los pequeños desde casa e incluso en las aulas; es decir: comenzar junto a ellos a analizar, aprender a leer y a discutir juntos,a expresarnos individualmente y en grupo.
    Si bien es cierto el medio en el que se vive es también la vida social,las técnicas,el mundo de los acontecimientos y el de las cosas,el trabajo los momentos de ocio entre muchos otros.
    Recuerdo bien que en la década de los 80´s el recurso didáctico era sin duda el libro a través de este los estudiantes se acercaban a contenidos temáticas para aprender diversas disciplinas.
    Tal era el caso de cuentos,revistas, acetatos, diapositivas, calculadoras,audios y videocasetes
    El lector es quien construye las hipótesis lo hemos visto y leído cuando empleamos el sistema de investigación para tesis en licenciatura, maestría y doctorado, el investigador refuta,verifica y comunican los resultados.
    El libro ha sido un vector de la imaginación, de la memoria y del conocimiento.
    El opusculo debe ser y seguirá siendo el instrumento productor del saber y de la lectura una practica cultural esencial en el fortalecimiento del vinculo social.
    No abandonemos la practica de leer, la pantalla como en este caso solo ha sido el instrumento de comunicación, el cual me ocupo e hizo imaginar, volar que recibiré respuesta a ello. Saludos

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