Situada a orillas del río Moldava, Praga siempre ha tenido un encanto literario difícil de igualar. Hogar de Kafka y Milan Kundera —por nombrar solo los autores más conocidos—, esta ciudad es escenario de dos novelas de Humberto Guzmán. En este texto nos cuenta la forma en que esta capital llena de contrastes se convirtió en el lugar ideal para sus historias.
Visité Praga por primera vez en 1977. Pero ya la conocía, de un modo más íntimo e intenso, con la lectura de los textos de Franz Kafka, que empecé en los años sesenta. En 1979, el año en que salió la novela La vida está en otra parte en español, conocería a su autor, Milán Kundera. Continué en Praga. Me lo presentó una paisana suya, en la librería universitaria (UNAM) que estaba en Avenida Insurgentes. Le pedí que me permitiera escribirle; aceptó, pero en francés, no en inglés. Él no hablaba español y yo no hablaba francés. En Praga, otra checa, mi suegra en ese momento, me dijo que había muchos escritores mejores que Kundera en Checoslovaquia, pero con el pequeño inconveniente de que estaban detrás de la Cortina de Hierro. Sin embargo, antes de la caída del Muro de Berlín, tuve oportunidad de leer a Arnost Lustig (Sueños impúdicos) y, luego, a Bohumil Hrabal (Yo que he servido al rey de Inglaterra, Los trenes rigurosamente vigilados y Una soledad demasiado ruidosa). Muy importantes. Entonces existía en Canadá una editorial checa que rescataba a sus autores censurados y, por lo tanto, prohibidos en su país, pero los publicaba en checo.
A Kundera lo expulsaron de la Universidad donde daba clases, durante la purga posterior a la Primavera de Praga de 1968, esta breve y romántica audacia política de Checoslovaquia, que se atrevió a pensar por sí misma: “el socialismo con rostro humano”, encabezado por su líder Alexander Dubcek.
Lo pagaron muy caro. El 20 de agosto de ese año fueron invadidos militarmente por la urss y sus aliados del Pacto de Varsovia, dieron un golpe de Estado a su gobierno electo y les impusieron uno a conveniencia de Moscú. Esta invasión aparece como un importante protagonista (como lo hizo Kundera) en mi novela Los extraños, de la que hablaré más adelante.
Una vez vetado Kundera, dejaron de circular sus libros y él no podía trabajar con ningún cargo de responsabilidad, ni dar clases ni en varios oficios, por ejemplo, no podía ser chofer de taxi —porque podía hablar con sus clientes. No quiso limpiar vidrios ni trabajar de albañil, así que tocó el saxofón en un bar de jazz en su natal Brno para irla pasando. Hasta que se fugó al Occidente. A Francia. Empezó a publicar sus libros allí, a escribir en francés y a darse a conocer en el mundo.
Praga y mis novelas
Pero mi tema no es tanto Kundera como mis dos novelas que se desarrollan en Praga y la ciudad misma, que es una maravilla. Praga fue, en 1977, más que una revelación, un encuentro con el mito, la historia y la belleza hecha ciudad. Además, veía la imagen de Franz Kafka en todas partes. Praga y su río Moldava eran la melancolía en paisaje. Se lo comenté a una amiga checa, Hanna y, cuando tardé un poco en llegar a su casa, ya me había buscado en algunos lugares porque creyó que me iba a suicidar. Ella no sabía que la melancolía y la tristeza pueden ser un valor artístico-literario y aun existencial.
Era todavía la Checoslovaquia socialista. El ambiente gris-tristón que la envolvía me subyugaba. La ausencia casi general de anuncios luminosos, la falta de movimiento en las calles, el escaso tránsito de automóviles, una vida nocturna desnutrida y las tiendas con los estantes vacíos o con algunos productos sin etiquetas ni envases vistosos (el yogur y la mantequilla eran buenísimos), hacía ver la ciudad ante mis ojos aún más melancólica. (Aunque ya tenía un metropolitano, no muy extenso. Al estilo del de Moscú, el de Praga se veía también con un gusto aburguesado en las dimensiones y en el decorado.) Los jóvenes se arremolinaban en cervecerías, como la de U-Flecu y no faltaba alguno violento. Tampoco podían vestir a la moda occidental, pero los más rebeldes usaban un corte de pelo largo —que no era el británico— y ropas con influencia pobre o hippie, pero no eran muchos. Lo más que Hanna conocía de rock eran The Beatles. Sin embargo, y por eso mismo, aquello me parecía una aventura fascinante. Siempre que tuviera una fecha de salida. La sola idea de vivir encerrado, vigilado, en un país socialista o cualquiera en el que se viviera bajo el control absoluto de un monopolio de Estado, me causaba terror. Estaba convencido de que en esas condiciones no podría pensar ni escribir (ni menos aspirar a publicar) según mi particular punto de vista literario-artístico, esto es, mi individualidad, fundamento de todo arte. (En México, por lo menos, puedo pensar y escribir libremente; publicar lo escrito ya no tanto, pero esto es otro problema.)
Praga bien vale escribir o vivir una novela. Y, en mi caso, han sido dos. ¿Y quién dice que no habrá una tercera?
Por cosas como estas, creo que he sido afortunado después de todo. Eso debí haber pensado en los años ochenta cuando empecé a escribir Los buscadores de la dicha. Una novela que se fue haciendo a sí misma erótica, onírica, fantástica, existencialmente nihilista y, por supuesto, de una bella tristeza. De amor loco, diría André Bretón.
Cuando se la llevé al editor Joaquín Díez Canedo, dijo que le recordaba a Nadja, de Bretón, el creador del surrealismo. En Nadja la narración corre detrás de una mujer irresoluta que maravilla al narrador; en Los buscadores de la dicha el sentido novelístico se logra en la persecución de una mujer que es todas y ninguna, que parte de un contacto sexual bajo el anonimato de la oscuridad de un cine de Praga. El solo hecho de recordarle a Bretón a don Joaquín lo tomé como una referencia inmerecida, pero, por lo mismo, de incalculable valor, además, viniendo de quien venía.
Poco después me apresaría otra pasión, la de escribir Los extraños. Había terminado una novela que no me satisfizo y de ella extraje un fragmento y la idea de esta otra que sí llegó a buen término. Tenía un empleo como corrector de estilo en la sep, en el que quedaba libre pasadas las tres de la tarde. Pedí autorización para regresar a la oficina y durante muchas tardes escribí el primer borrador de lo que entonces se llamó, unas veces, La noche invadida y, otras, El huésped.
En 1985 había ido por tercera ocasión a Praga. Luego de haber dejado un buen empleo en la uam (que había conseguido gracias a una invitación de Carlos Montemayor), busqué el de la sep con la intención de contar con algunas horas para sentarme a escribir y leer. Tenía problemas personales, económicos, pero estos no impidieron que me entregara a esta otra fantasmagoría-verité, que se llamaría, finalmente, Los extraños, con sus trágicos escenarios de la historia real de agosto del 1968 checoeslovaco.
Es importante señalar que terminé esta novela en 1987, antes de la caída del Muro de Berlín en 1989. Para escribirla tuve que hacer una investigación: de biblioteca y hemeroteca y por medio de entrevistas que realicé a algunos checos. Empecé con la madre de mis dos hijos —uno vive en Praga— y sus padres. Pero después de 1989, ya que no había podido publicarla (en México no existe la censura, pero sí la autocensura según los dogmas que se profesen), seguí reflexionando sobre ella y corrigiéndola. No se acaba nunca. Lo mismo hacía con Los buscadores de la dicha, que finalmente fue aceptada por don Joaquín Díez-Canedo. Se publicó tres años después, en 1990.
Pero en Los extraños primero está el encuentro con la seducción y, luego, con la voluptuosidad irresistible de una mujer, una joven praguense llamada Marketa, rubia y de ojos azules —como debía ser—, defensora del socialismo; y, en segundo lugar, la invasión injusta de los soviéticos con todo su aparato militar por cielo y tierra —por mar no, porque los checos no lo tienen. Para mí era más importante el encuentro de estos amantes que la invasión misma. Esta me parecía un excelente fondo —un fondo protagonista— para aumentar la intensidad dramática y profundizar más en los personajes. No era mi intención hacer otra cosa que aprovechar el aire de opresión que se vive en un sistema de gobierno totalitario para hacer estas dos novelas.
Los extraños es una ficción, pero no por eso menos verdadera. Por algo pasan las cosas. Y no se publicó pronto, sino trece años después de la primera versión. Hubo de otorgársele el Premio Nacional de Novela “José Rubén Romero” 2000, para que ocurriera. En los agradecimientos anoté: “[…] donde hasta el lenguaje propio de la ‘guerra fría’ es para crear una determinada atmósfera. Una novela, una ficción, una mentira, que esconde una gran verdad, como dijera Mario Vargas Llosa”.
En ambas novelas hay una mujer inalcanzable que propicia el movimiento narrativo. En Los buscadores de la dicha, esa mujer existe y no existe. Parte de un hecho fortuito, un contacto sexual con una desconocida, en la oscuridad anónima de un cine. Como si fuera parte de la película, la mujer desaparece cuando se enciende la luz. Y de ahí arranca la búsqueda interminable por una Praga real e imaginaria, fantasmagórica y reconocible, en la que la seducción y el placer se confunden con la angustia, el miedo y los fantasmas de la soledad y un trasfondo de terror político. Todo obedece a una fuerza superior que domina al individuo, como puede ser la del Estado omnímodo, que aplasta a quienes dice representar y proteger.
Y tenía que ser en Praga. La ciudad en donde, antes del socialismo, nació, sufrió, disfrutó, escribió y murió Franz Kafka. El gran escritor checo, en cuya tumba me postré en el viejo cementerio judío en 1977. Su muerte, en 1924, lo salvó de caer en un campo de concentración nacionalsocialista —otro tipo de “socialismo”— durante la Segunda Guerra Mundial, como ocurrió con el resto de su familia que seguía con vida. Leí toda su obra traducida al español y libros sobre él: estudios y biografías, como la de Max Brod, su amigo que lo desoyó y no quemó su obra. Como he dicho antes, se habla de Kafka, se le cita, hasta se inventó el impreciso término “kafkiano” pero, como suele ocurrir, nadie lo lee, no se medita (sobre todo en español) acerca de su literatura extraordinaria, bellísima, conmovedora y reveladora.
Modesto quizá, pero no por eso menos cierto, Los buscadores de la dicha y Los extraños son un homenaje a Kafka y a Praga, una ciudad digna de ese escritor y de las mujeres desconocidas, irresistibles e inalcanzables, como la realidad universal misma lo es. ~
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HUMBERTO GUZMÁN, con más de cuarenta años de trayectoria literaria, es autor de La caricia del mal (1998), Historia fingida de la disección de un cuerpo (1982), Manuscrito anónimo llamado consigna idiota (1975), y la más reciente: La congregación de los muertos o El enigma de Emerenciano Guzmán (Universidad Autónoma de Querétaro, 2013), entre otras; y de varios libros de cuentos. Periodista y profesor de cuento y novela, publicó Aprendiz de novelista. Apuntes sobre la escritura de novela (2006).