Marcel Proust (1871-1922) fue un viajero atrapado por su precaria salud. Esa fue su mejor defensa para aislarse del mundo y precisar sus búsquedas en los detalles de una tela, en lo que decía tal o cual persona o en el sombrero de una dama. Ahora bien, el escritor gustaba de pasar alguna temporada fuera de su departamento, de su burgués encierro, que lo conducía por las sendas de la novela En busca del tiempo perdido. Incluso es en este libro donde anota que:
El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es; y esto podemos hacerlo con un Elstir, con un Vinteuil, con sus semejantes, volamos verdaderamente de estrella en estrella.
Según el comentario de Proust se le pueden sumar miradas a las ciudades o al entorno si se conciben personajes capaces de admirar eso que el narrador ha visto decenas de veces. Solo que esos hombres pueden reflexionar o hacer un comentario al respecto que nos descubra algo de lo que ellos ven. Elstir y Vinteuil son dos de las figuras dentro de ese texto mayor en las letras del siglo XX.
Claro está que el escritor galo, para encontrarse con el sentido de esa reflexión, se encontró con varios viajes. Tan solo el pueblo de Illiers —situado en las cercanías de París, y llamado en esa obra como Combray—, pese al tiempo transcurrido desde los últimos años del siglo XIX y hasta los primeros tiempos del XXI, admite las intenciones de los personajes de Proust al trasladar esos entornos a una realidad que les era más cercana. Algo de lo que dice el escritor sobre estas situaciones es en torno a la cercanía de una escena determinada. Esto da lugar a que nosotros, al ver el sitio que ha ubicado el autor, en realidad vemos otra cosa gracias a que las páginas del libro han sido realizadas con “otros ojos”, que son y no son los del escritor. Tan solo una visita al Museo Proust, que es la casa de la tía Leonie, una pariente del escritor, ubica lo que elaboró el autor galo en torno a la casa, más bien pequeña, de su familiar. Es decir, aquí están los otros ojos que Proust decía que tenían que aparecer. Si se recorren las cercanías de Illiers, aparecen más y más detalles que desbordan el libro y nos recuerdan las diferencias entre lo real y la ficción. El libro tiene a su favor una serie de retrospectivas y anotaciones que coinciden con la imaginería que le ha agregado el literato.
Ya adulto, el escritor va con frecuencia a Cabourg. Es el año de 1891 y Proust hace un recorrido turístico en este punto dentro del mapa francés. Este es el Balbec literario que sustituye al punto original. Sobre ese viaje Proust relató a su madre en una carta: “Qué distinto de aquellas vacaciones junto al mar, en las que la abuela y yo paseábamos luchando contra el viento y hablando aislados del mundo”. Este hecho constituía una segunda visita a ese espacio marino. Días después llegó a Trouville, sitio donde pasaría un tiempo en la mansión Les Frémonts. El lugar pertenecía por ese entonces a la señora Charlotte Baigneres. La casa era una construcción poderosa que poco después sirvió de inspiración para En busca del tiempo perdido, pues Proust convirtió aquel edificio en La Raspeliere. Este espacio fue donde mujeres al estilo de la princesa Sagan y la marquesa de Gallifet —por la parte aristocrática— compartieron apreciaciones de todo tipo; mientras que dentro de la categoría de los artistas se encontraban Whistler, Beardsley y Sickert. Durante el día los pintores aprovechaban y ponían en marcha sus pinceles, de este modo Proust fue retratado por Blanche, artista que también estaba alojado en Les Frémonts.
Una vez asentado en su departamento, Proust iba a Cabourg y rentaba un piso completo del pequeño hotel donde se hospedaba. De esta manera le resultaba menos difícil hacer sus tareas cotidianas bajo los auxilios de Celeste, su sirvienta de los últimos años, y de otros de sus mozos. Por las mañanas estaba dispuesto a tomar algo de sol: le ponían una sombrilla y una silla y ahí se quedaba hasta que pedía que lo llevaran a su cuarto. Marcel Proust era un individuo que estaba anudado a su asma, de tal modo que esta lo protegía contra los intrusos y lo obligaba a dedicarse por entero a su obra. En ese momento, el escritor miraba el cadencioso oleaje y se deleitaba con alguna que otra amistad que andaba por aquellos rumbos con intenciones de pasear por esas playas y de pronto nadar. Ya se sabe que la playa es un invento más o menos moderno, que surge a finales del siglo XIX.
Proust fue un viajero que recordaría su itinerario por Venecia al lado de su madre. Aún era un adolescente y, sin embargo, estaba en condiciones de realizar estos trayectos casi sin problema alguno. John Ruskin, uno de los autores más admirados por el escritor francés, retoma este recuerdo cardinal en Las piedras de Venecia. Cuando Ruskin muere a los 81 años, Proust escribe que ha fallecido uno de los más grandes pensadores.
Marcel Proust fue un viajero iniciado en los caminos de lo real y de lo literario, que se entrecruzan y crean vías comunes y distintas a la vez: ese fue su gran itinerario.~
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004); Fascinación y vértigo: La pintura de Arturo Rivera (2011), y su última publicación: Los rituales del deseo (Ediciones B, 2013).