Sentido contrario
Supongo que debía haber tenido alrededor de cuatro años, pero mi memoria no llega tan lejos. Lo que sí recuerdo es que fue la mano izquierda con la que comencé a tomar las crayolas, gises, lápices y lo que estuviera a mi alcance para rayar todo. Y aunque mi creatividad no tuviera límites, la paciencia de mis padres sí. Fue entonces cuando me presentaron los libros para colorear —pero siempre tuve problemas para no salirme de la línea. En la escuela aprendía a escribir. Iba en un kínder cuyo nombre apelaba a la razón: Emmanuel Kant, pero sus métodos eran más bien oscurantistas. Seguramente todo me parecía un juego en aquella época y por eso nunca lo mencioné, pero mis padres no tardaron mucho en notar que realizaba las tareas escolares con la mano derecha. Al parecer me ataban la izquierda durante las clases para que no la usara al escribir. Era un diestro converso.
Al principio era útil escribir con la mano derecha; por ejemplo, cuando en los interminables dictados a los que nos sometían en la primaria la otra mano pedía un descanso. Con el tiempo perdí el hábito, ahora solo escribo con la izquierda. Aún recuerdo el conflicto que tuve el primer día de clases en ese salón con bancas verdes en el que no había niñas: tenía que escribir mi nombre en el margen superior de la página. Abrí el cuaderno por el final, tomé mi lápiz con la mano izquierda y —como si hubiera olvidado todas las convenciones para escribir— anoté mi nombre en la última página, de derecha a izquierda, cual hebreo o árabe. En ese momento me pareció evidente que si los diestros lo hacían de izquierda a derecha, yo tendría que hacerlo al revés para no manchar la página, pues de lo contrario la tinta se corría y el grafito se diluía por los efectos de mi mano deslizándose sobre la hoja. Quizás ese fue mi modo de entender que escribir era —es todavía—, sobre todo, borrar. No tardé mucho en darme cuenta de que lo que escribí no tenía sentido, así que inventé un sistema personal. Como no podía escribir las palabras al revés (me costaba mucho trabajo leerlas de ese modo), dejé de invertir el orden de las letras y opté por comenzar a escribir en el margen derecho la última letra de la primera palabra, seguida, a la izquierda, de la penúltima letra y así sucesivamente. Huelga decirlo, mi sistema era totalmente absurdo además de impráctico. Tardaba el doble o el triple que mis compañeros, así que hice algunos ajustes. Opté por escribir las palabras en su orden habitual pero comenzando por el lado derecho de la página. El resultado eran oraciones en un hipérbaton absoluto que, ahora advierto, debieron haber alterado mi manera de ordenar el mundo. En mi cabeza todo iba en sentido contrario. Todavía quedan algunos cuadernos como vestigio de mis primeros experimentos verbales. Además, en la escuela nos hacían comprar un libro para aprender caligrafía: Mi cuaderno mágico (era mi cuaderno odiado). Uno tenía que escribir planas y planas emulando las líneas señaladas con unas flechas más bien confusas; yo nunca seguí las instrucciones, simplemente no podía. Comenzaba por el sitio contrario al que indicaba el libro. A diferencia de la manuscrita —debo pertenecer a la última generación que aprendió a escribir de ese modo arbitrario que admite un solo tipo de trazo—, mi letra de molde sigue las comodidades de mi mano.
Hay quienes, aun de adultos, confunden la derecha y la izquierda; yo nunca he tenido ese problema, lo mío tiene que ver con que nunca he sido plenamente consciente de ser zurdo o diestro, ni siquiera ambidiestro. A esa indecisión le achaco nunca haber aprendido a recortar bien, el hecho de usar el reloj en la izquierda, o que juegue beisbol, canicas y use los cubiertos como diestro.
Recuerdo mi frustración cuando quise aprender a jugar trompo. Mi hermano menor lo hacía muy bien y yo no podía. Incluso le pedía ayuda a mis padres para que le enredaran la cuerda al trompo, pero al momento de lanzarlo no lograba hacerlo girar. Todo era el resultado de una confusión simple: mis papás son diestros. Cuando yo lanzaba el trompo con la mano izquierda, la cuerda se desenredaba hacia el lado opuesto, con lo cual el trompo giraba hacia la derecha provocando que cayera de cabeza. Aprendí que tenía que enredar la cuerda al revés, del mismo modo que aprendí que, a mayor escala, el mundo era diestro y yo iba en sentido contrario por la vida.
La sonrisa de Kafka
A veces olvido que vine al mundo a pasar ocho, diez, doce horas diarias sentado frente al resplandor ciego de una pantalla, rompiéndome la espalda y la voluntad y los ojos en un diminuto cubículo junto a mi engrapadora, mi taza de café, mis post-it de colores pastel, mi pequeña colección de lápices y la lejana foto, donde aparezco en una playa fría del Atlántico, que me llegó junto con una carta el día de mi cumpleaños pasado, y que he adherido a la pared con una tachuela, a un lado del calendario —donde están marcadas mis vacaciones, dentro de siete meses— y del pequeño letrero azul con mi nombre mal escrito en letras blancas, cuya única función es permitir que cuando alguien tenga algo que decirme me pueda llamar, y yo, entonces, me quite los audífonos y deje de llenar infinitas tablas de Excel o de responder correos electrónicos consistentes, casi en su mayoría, en una sola línea (“Requerimos Vo. Bo. ASAP”, “OK”, “Gracias”, “Adjunto nueva cotización”, “Aquí van los cambios”, “Confirmo mi asistencia a la junta”, y otras cosas por el estilo), y me sienta agradecido porque un superior conoce mi nombre —aunque lo pronuncie mal— y pueda, ya sin la música de fondo, alcanzar a oír fragmentos de conversaciones acerca de alguien que se está robando todos los sobres de Splenda de la cocina, que el abogado se está tirando a la de cuentas, que Rodríguez se quedó dormido otra vez en la videoconferencia y que “¿ya viste los tacones de ‘adivina mi chamba’ que trae la diseñadora?”, todo al mismo tiempo, como en un coro, y por encima el timbre de los teléfonos se convierte en un zumbido que me adormece y taladra la cabeza, casi puedo ver ese sonido frío cavando túneles que se bifurcan en mi cerebro mientras miro el reloj o volteo hacia el ventanal de este décimo piso de un edificio anclado en el centro de un complejo corporativo —que se encuentra exactamente a nueve estaciones de metrobús, diecisiete del metro y un microbús de mi casa— y del otro lado del vidrio un cielo sin nubes ni color es atravesado una y otra vez por aviones repletos de gente que se aleja indiferente a mi mirada, como yo en un avión de hace muchos cielos también me fui —mientras alguien quizá observaba desde abajo— a una playa del Atlántico llena de piedras y de azul donde el viento nos despeinaba y se llevaba los sombreros de las señoras y levantaba los papalotes de los niños y las gaviotas aprovechaban cualquier mínima distracción para robarse la comida de los turistas despistados que tomaban fotos, en una de las cuales aparezco yo, con los ojos entrecerrados por el sol, de espaldas al mar, enseñando los dientes en una risa cuyo sonido se quedó atrapado para siempre en ese rectángulo de colores como prueba de que alguna vez fui capaz de sonreír (según decía la carta que recibí en mi cumpleaños anterior). Pero todo eso fue antes, cuando aún no sabía a qué había venido al mundo, ahora veo esa imagen de vez en cuando y no sé por qué me recuerda a aquella otra fotografía en blanco y negro donde aparece Kafka, en bañador, sin camisa, sentado junto a su amigo Max Brod, con la mano izquierda sobre la arena, feliz: Kafka sonriendo —un oxímoron siniestro—, como si acabara de entender un chiste que le contaron hace mucho, y pienso que acaso todos, con el tiempo, podremos entender aquella broma, y es entonces cuando olvido, decía, a qué vine al mundo y yo también sonrío. ~
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HERSON BARONA (Ciudad de México, 1986) lee, escribe y edita, no siempre en ese orden. En 2013 fue becario del FOCAEM y actualmente lo es de la Fundación para las Letras Mexicanas.