Paul Bowles (Nueva York, 1910 – Tánger, 1999) fue un hombre que tuvo el gusto de ir de un lugar a otro en un itinerario que duró casi toda su vida. Se cuenta que, de joven, alguna vez tuvo que huir de su domicilio neoyorkino, pues su madre, luego de una acalorada charla que terminaría en disputa, le arrojó un cuchillo. Eso bastó para que el escritor y compositor decidiera abandonar la casa familiar en 1929, cuando los visos de una crisis financiera pesaban en todo Estados Unidos. El hombre de letras habitó en diversos sitios a lo largo de su existencia, uno de ellos fue el estado de Guerrero, en México. Aquí tuvo dos pequeñas propiedades, una de ellas en Tejalpa y otra en Acapulco. En ellas cohabitaba con algunos animales que compraba en las calles: un ocelote, un coatí, varios loros y un mono. A todos ellos los dejaba habitar sus fincas y estos las compartían con los visitantes habituales de los Bowles —en ese momento Paul estaba casado con Jane, una escritora que terminaría loca en los hospitales de Marruecos. Aquel encuentro conyugal siempre fue un entendido, pues ambos eran gay y siempre estuvieron seguros de su condición sexual. México fue para ellos un terreno plagado de mosquitos y de encuentros providenciales.
Bowles vivió Acapulco —que nada tenía que ver con el espantajo que es hoy este puerto— como un espacio que tenía sus atracciones. Incluso aprendió los ritmos y compuso una serie de obras que tienen que ver con el huapango. Sus discusiones con Jane fueron increíbles, aun así se comprendían y se profesaron un perdurable amor de amigos fraternos. Una de sus incursiones fue a Taxco, un espacio que a Bowles le disgustó por sus artificios, los que tenía en ese entonces y que ahora han rebasado toda expectativa. Ese espacio surcado por alturas lo encontró más cercano a una escenografía que a la realidad nacional.
La idea del viaje a México surgió de un encuentro etílico en París en el que participó, entre otros, el poeta E.E. Cummings. Ahí tomaron la decisión de realizar un recorrido por nuestro país. Entre los convidados estaba Jane Auer, quien quiso venir al entorno mexicano cuanto antes. Entonces era solo una amistad más de Paul. Al terminar la reunión fueron a ver a la madre de la muchacha, quien dio el permiso —insólito para la época— para que se fueran juntos a México.
Entonces estaba en boga la crítica feroz a Trotsky. Se imprimieron unos volantes en los que estaba claro que se repudiaba la presencia del ideólogo en nuestro país. Bowles, alentado quién sabe por qué espíritu, quiso darle cauce a esos papeles y pegó algunos que incitaban a la muerte del enemigo de Stalin y fundador del Ejército Rojo.
La pareja de los Bowles llegó a Monterrey, ahí se instalaron en un hotel tan desvencijado que Paul, al quitar una tabla del piso, pudo observar a cuatro chinos que estaban en el cuarto de abajo. Después fueron a la Ciudad de México, y Jane quería instalarse en el Ritz pero su costo rebasaba por mucho el dinero que habían traído al país, por lo que Paul tuvo que instalarse en un cuartucho ubicado en la calle 16 de Septiembre, en pleno centro. Al día siguiente, Bowles y otra pareja de amigos que habían venido con ellos le contaron a Jane las actividades del día:
La corrida de toros que habíamos visto, la música en el Tenampa y la comida de Las Cazuelas y, antes de marcharnos, le prometimos volver al día siguiente al mediodía para ver si estaba en condiciones de acompañarnos a comer. Cuando fuimos a buscarla, el recepcionista nos dijo que se había ido a San Antonio en avión.1
Entre los personajes que encontró Bowles en la Ciudad de México hubo uno que le dejaría una huella enorme. Él lo cuenta así:
Aaron [Copland] me había dado una carta para Silvestre Revueltas, diciéndome que me gustarían él y su música. Bajé hasta más allá del Zócalo, hasta el conservatorio donde impartía clases. Llegué casualmente cuando estaban dando un concierto en el que Revueltas dirigía su Homenaje a García Lorca. La luminosa textura del sonido orquestal me impresionó de inmediato. Su estilo musical era impecable. Volví a quedar impresionado, esta vez más profundamente, por la categoría humana del compositor. Tenía un rostro realmente noble, con la terrible cicatriz de una cuchillada en una mejilla, y una expresión de increíble pureza. Era pureza, desde luego, mantenida a costa de la propia vida. Revueltas era un dipsómano incurable; se pasaba seis meses al año en el arroyo. En la época en que le conocí casi había llegado al final del trayecto. Murió al año siguiente. Las condiciones en que vivía, en un barrio miserable, apenas le permitían más alternativa que la muerte. Jamás había visto tanta pobreza, ni en Europa ni en África. Su vivienda no tenía paredes propiamente dichas entre su apartamento y otro. Había tabiques divisorios que no llegaban al techo. La barahúnda de voces, radios, perros y niños era infernal. Parecía especialmente cruel que un compositor tuviera que vivir en semejante sitio.2
Tiempo después, Bowles hizo un viaje al Istmo de Tehuantepec por recomendación del ilustrador y pintor Miguel Covarrubias, quien le habló con tanta emoción de las experiencias de su propio viaje —el cual hizo con Diego Rivera—, que el escritor no tuvo más opción que ir en tren hasta Veracruz. De allí abordó otro que pasaba una o dos veces por semana para llegar al otro trayecto. En una de las escalas, cuenta Bowles, bajaron en Jesús Carranza y fueron a cenar a un lugar comandado por chinos. Lo que probaron en ese sitio fue una sopa de raíz de jengibre. Al concluir la parte caldosa, descubrieron al fondo de los cuencos de madera unas babosas muertas. Sin embargo, Covarrubias y Bowles tomaron el asunto con calma. Regresaron al tren que salió hora y media después de su llegada. Ellos compraron boletos de tercera clase y también algunas provisiones para el camino: aguacates, piñas, plátanos y una botella de ron mexicano, de un peso y cincuenta centavos. Tehuantepec al día siguiente fue memorable. A Bowles le llamó la atención que en los ríos, cuando las mujeres se bañaban, había guardias femeninas que evitaban a los mirones y suponían que nadie debía acercarse al sitio. Los campos eran impresionantes, cargados de mangos, zapotes y plátanos, aquello era parte de un lugar de “viento ardiente que soplaba noche y día”, según contaba el escritor.
Bowles hizo un recorrido que iba a quedarse en su mente. Este paso por México, un territorio surcado por la miseria y el esplendor de la naturaleza, por las grandes ciudades que aún sobrevivían a la Revolución y a los malos gobiernos, todo esto fue para el escritor y compositor un sitio memorable que recordaría con orgullo en muchas ocasiones.~
1Paul Bowles, Memorias de un nómada, Grijalbo, Barcelona, 1990.
2Ibídem.
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ANDRÉS DE LUNA (Tampico, 1955) es doctor en Ciencias Sociales por la UAM y profesor-investigador en la misma universidad. Entre sus libros están El bosque de la serpiente (1998); El rumor del fuego: Anotaciones sobre Eros (2004), y su última publicación: Fascinación y vértigo: la pintura de Arturo Rivera (2011).