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Un ojo siempre abierto
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | Mayco Osiris Ruiz | 01.08.2014 | 0 Comentarios

El-nacimiento-del-pan,-1986

Eduardo Mosches,

El ojo histórico,

Universidad Veracruzana, 

México, 2014.

Pensad que esto ha sucedido:

Os encomiendo estas palabras.

Primo Levi

En una de sus novelas más famosas, 1984, George Orwell imaginó una presencia inquietante, un ojo siempre abierto que prolongaba hasta lo inconcebible el viejo mito griego de Argos Panoptes. Su esencia misma, una curiosa mezcla de dios pagano y animal de presa, remarcaba esa facultad de juez supremo, de vigilante acérrimo siempre entregado a la tarea de sofocar cualquier actividad contraria a sus propios intereses. Sopesar siquiera la posibilidad de evadir dicha mirada, era —sigue siendo— más que una trasgresión, un acto de valentía o, como lo atestigua la novela, una misión suicida y destinada al fracaso.

Pero ¿qué pasaría si, dentro de esa vigilancia a la que nos hallamos sujetos por un designio casi insoslayable, imagináramos también una contraparte, una especie de nuevo “Gran Hermano” cuya finalidad, lejos de censurar, fuera, precisamente, la de revertir el mito del Gran Hermano, la de observar en profundidad y hacer visible, desde esa libertad que encarna la palabra poética, la larga cadena de horrores derivada no solo de la intransigencia y las contradicciones del sistema sino también del predominio y la pulsión de lo sensual? Con El ojo histórico, Eduardo Mosches parece responder a esta pregunta. Como el hombre que contempla El grito, de Edvard Munch, y alcanza a percibir en sus adentros el ruido de la angustia concentrada en ese rostro, dice Cristina Peri Rossi en el prólogo que antecede al libro, “El ojo histórico mira, empavorecido, y convierte la mirada en palabras”.

Las palabras de Mosches brotan, como abiertamente se indica en algunos de los poemas, desde el horror. El horror de un siglo marcado por el estigma de una guerra mundial, Auschwitz y el Holocausto, la especialización de la violencia, el hambre, el crimen, la represión y el decaimiento de las utopías. A través del recurso inmejorable de la memoria, el poeta se interna en la negra espesura del material humano y va pasando revista, como si de un recuento de los daños se tratase, a las más diversas situaciones: de los asesinatos políticos a los desastres naturales, de la banalidad y el consumismo a la pesadilla de los campos de concentración, El ojo histórico urde las intrincadas fibras de la historia del hombre dando como resultado un panorama oscuro en el que se pelean, poética, sensualmente, lo puro y lo terrible, el hedor de la muerte y el curso irrefrenable de la vida:

Cuerpos reposan en los pozos

destrozados las convierten en fosa

las moscas revolotean sobre el recuerdo de los pensamientos:

el salto a la cuerda

el amor se oculta en la vaharada cálida del potaje

la cuchara se guarda junto al corazón.

Las flores se ahogan en el humo negro pesado que se expande

sobre los pinos que servirán de guía

a los pájaros el próximo verano.

Y es que entre los dualismos que pudieran estar presentes a lo largo de las escalas de este viaje, ninguno resuena tanto en la escritura como la correspondencia implícita del nacer y el morir. “Al inicio” —dice la voz poética remarcando el carácter genésico de su periplo— “fue el cuerpo”. Al cuerpo, siguieron las palabras. Palabras distendidas, como dice, en “versos sencillos” pero no exentos de un sedimento trágico que en cierto modo prepara el escenario a la desolación venidera. El dolor es un imperativo; pero también es la materia prima del poema. Y el libro, como era natural, comienza con un parto:

La mancha húmeda se abre

corola en primavera

agiganta

mientras el dolor

prendido a sus corvas estalla

destila luz

como alcohol en la lengua prendido

angustia y espasmo cuece sus muslos

duele iluminar la sonrisa

la umbría cueva está por parir otros sonidos

carne tibia y piel ensangrentada.

No es extraño. Sobre todo si se considera que El ojo histórico es algo más que una simple relación en verso de acontecimientos sombríos. Enterrada en el caos, caótica en sí misma, hay una historia alterna, un drama personal y acaso tan profundo como cualquiera de las situaciones visitadas por el poeta. Me refiero al dilema de la propia existencia, a esa vejación que representa descubrirse arrancado del seno materno, arrojado sin piedad a un mundo extraño y tan estrechamente vinculado al sufrimiento que, en consecuencia, pareciera precisar de él para hacerse visible:

No agrada dejar el nido de agua

el aire penetra como cuchilla

la palmada golpea las nalgas

la sangre se alborota

entrada al mundo de la luz

conocer el color a través del sufrimiento.

Paralelismo o no, resulta muy curioso advertir la manera en que la violencia contenida en esta idea del nacimiento repercute y se mezcla con la que podemos hallar a través de todo el libro. Como si más que en sus empresas, el poeta intentase escarbar en el corazón del hombre, abrirse paso a través de las pasiones y descubrir allí alguna de las claves que lo conforman: el predominio sensual de la primera infancia y las pulsiones terribles de la edad adulta, el desarrollo de ese infante cuya historia seguimos a lo largo de un año y el siniestro desfile de cuerpos, pólvora y humanidad doliente, se entremezclan hasta confundirse, hasta parecer caras distintas de una misma moneda.

La tragedia, por tanto, es interna y externa, personal y pública. La obra del poeta que se adentra en los derroteros de la especie para contar su historia pero también para recuperarla, para intentar reconocerse en el espejo hablado de los signos que la conforman. Así lo sugiere, por lo menos, la confluencia de todas esas voces que lo acompañan en su peregrinar por los círculos de un infierno parecido al que nos describe el Dante en la Comedia. Mosches sabe muy bien del poder evocativo de la poesía y de la memoria viva que guardan las palabras. No sorprende, entonces, encontrar de repente ecos de Paul Celan, Dora Teitelboim, Octavio Paz y muchos otros poetas que cumplen y complementan la labor del ojo histórico, transformándose, como sugieren estos versos de Neruda, en un medio de reconocimiento pero también en otra forma de luchar contra el olvido:

Por eso te hablaré de estos dolores que quisiera apartar,

te obligaré a vivir una vez más entre sus quemaduras,

no para detenernos como en una estación, al partir,

ni tampoco para golpear con la frente la tierra,

ni para llenarnos el corazón con agua salada,

sino para caminar conociendo, para tocar la rectitud

con decisiones infinitamente cargadas de sentido,

para que la severidad sea una condición de la alegría, para

que así seamos invencibles.

Sería fácil pensar, pues suele ser concomitante a cierto tipo de discursos, que tanta indagación en las esquinas oscuras de la historia del hombre conlleva necesariamente una carga moral, una intención pedagógica o adoctrinante. Nada más apartado o erróneo de cuanto se refiere a la propuesta poética de El ojo histórico. Las buenas intenciones, lo sabemos nosotros (también lo sabe Mosches), no hacen la literatura. Si el poeta nombra la realidad y al nombrarla reabre las suturas de una herida solo en apariencia seca, no es para llamar a la piedad, mucho menos para intentar frenar con diques de neblina el caudal desbordado de las cosas. Se trata, como lo dice con Neruda, de “caminar conociendo, para tocar la rectitud / con decisiones infinitamente cargadas de sentido”; de reafirmar la memoria —consciencia de los otros y de uno mismo— a través del ojo omnipresente de la poesía.

“Los que vivís seguros / en vuestras casas caldeadas” —escribió alguna vez Primo Levi— “Considerad si es un hombre / quien trabaja en el fango / quien no conoce paz / quien lucha por la mitad de un panecillo”. Muchos años después, Eduardo Mosches nos plantea de nuevo la misma disyuntiva. Y lo hace, igual que Levi, desde el horror, desde la angustia heredada a lo largo de un siglo marcado por grandes tribulaciones. Y quizá, como aquel, nos encomienda sus palabras, nos invita a repetirlas, a guardarlas en nuestros corazones, sabiendo que de no hacerlo puede “que [nuestra] casa se derrumbe / la enfermedad [nos] imposibilite, [nuestros] descendientes [nos] vuelvan el rostro”.~

________

MAYCO OSIRIS RUIZ (Xalapa, Ver., 1988) es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Veracruzana y maestro en Literatura Mexicana por la misma institución. Ha publicado en revistas como Literal: Latin American Voices, Luvina, Punto de Partida y La palabra y el hombre.

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