El autor recuerda, a unos meses de su muerte, a sir John Tavener, compositor británico de suma importancia cuya obra gira en torno al misticismo, a las religiones y, a fin de cuentas, a una búsqueda personal de la espiritualidad.
El compositor británico John Tavener murió el pasado 12 de noviembre y hubiera cumplido setenta años el 28 de enero, de modo que su fuerte presencia en este periodo me mueve a hablar sobre él, a lo que añado el hecho de que en octubre estuve en el palacio de Bellas Artes para escuchar al ruso Vitali Roumanov y la Orquesta Sinfónica Nacional, dirigida por el estonio Andres Mustonen, ejecutar El manto protector, de 1989, para violonchelo y orquesta, una obra conspicua de este músico tan orientado a las regiones de la liturgia y el misticismo.
Es fácil confundir a primera vista a John Tavener, quien nació en Londres en 1944, con el también compositor inglés John Taverner (1490-1545), del que es descendiente directo. Nuestro contemporáneo se fue convirtiendo desde finales del siglo XX en uno de los compositores vivos más importantes del Reino Unido, y con ese prestigio se fue, tras una vida plagada de enfermedades. Un místico minimalista en una no muy nutrida corriente en la que se unió al ya también ido Henryk Gorecki, polaco, y a Arvo Pärt, de Estonia. Misticismo elegante en su desarrollo melódico el de Tavener, ahora agitado, ahora lleno de murmullos. Sobre El manto protector, que me tocó conocer hace poco, expresó el compositor que había tratado de capturar el poder casi cósmico de la madre de dios, quien no deja de cantar en todo momento en la voz del violonchelo solista, y que se puede pensar en la sección de cuerdas como una gigantesca prolongación de ese canto sin fin. En Bellas Artes se proyectó sobre una enorme pantalla una larga —como la obra— serie de iconos de la Europa oriental que representaban en la pintura lo que la música expresaba, es decir episodios de la vida de la virgen. Los eligió el solista Roumanov, quien es además el primer violonchelo de la orquesta. La obra es extática. Celebro que me haya tomado por sorpresa, sin haberla escuchado antes, porque así la experiencia me resultó de una quemante belleza mística.
Tavener empezó como un músico de la vanguardia de su época y se fue desplazando, junto con su vida, hacia una creciente indagación religiosa, de modo que su primera etapa contrasta fuertemente con el resto de su obra. En 1977 se convirtió a la iglesia ortodoxa rusa, cuyos severos coros masculinos a capella pueden venir de inmediato a la memoria de muchos melómanos. Antes de eso, la obra que dio impulso a su carrera fue el oratorio La ballena, sobre el episodio bíblico de Jonás, el profeta tragado por un “gran pez”, que se estrenó el 24 de enero de 1968, a cuatro días de su cumpleaños, en el debut de la naciente London Sinfonietta, en el entonces recién construido Queen Elizabeth Hall, junto al Támesis. Curiosamente, mientras el compositor trabajaba en La ballena su hermano hacía obras de remodelación en la casa de Ringo Starr, el ex Beatle, quien se interesó tanto en lo que su empleado le contaba sobre la obra que entonces componía Tavener, que persuadió al resto del cuarteto de grabarla en su propio sello, Apple, y el disco salió en 1970. Posteriormente Ringo tuvo su propio sello, Ring’O Records, que la volvió a distribuir en 1977, y luego la misma Apple grabó el Réquiem celta del mismo Tavener, y apenas en 2010 juntó ambas obras en un solo álbum. Los ya ex Beatles fueron las primeras figuras prominentes en convertirse a la obra del compositor.
Tavener, como su ancestro Taverner, era organista. También participó en grupos corales. El aspecto religioso ya estaba ahí, desde el principio, y pronto hizo una versión musical de los sonetos del poeta metafísico John Donne (1572-1631). Pero esa búsqueda espiritual fue creciendo con los años, hasta que se introdujo de lleno en los complejos territorios de la liturgia, y una diferente de la presbiteriana en que se formó, o de la católica de gran parte de Europa (y del mundo), la del rito ortodoxo. Estaba convencido de que la espiritualidad que buscaba ya no existía de su lado de Europa. Algo quiso buscar en un más lejano y quizá más espiritual oriente, al incluir cuatro campanas de templo tibetano en sus Canciones de Schuon, para soprano, cuarteto de cuerdas, piano, y las sonoridades del Tibet. Creía que sus tiempos, que son los nuestros, eran una edad oscura, y que por tanto valía la pena apegarse a cualquier cosa que, viniese de donde viniese, encendiera la chispa de lo divino. Se ha dicho que quizá su música, para él, no fuera exactamente de carácter religioso, sino una religión alternativa. Los más hermosos nombres, estrenada en 2007, es la expresión de los noventa y nueve nombres de Alá, y en otras obras, como El velo del templo o el Himno de la aurora, se deja llevar por influencias cristianas, judías, islamitas, sufíes e hindús. Su música se fue haciendo más y más ecuménica. Igual que su búsqueda. El rito ortodoxo del cristianismo, de todos modos, ocupa el lugar central. Estudió a los padres de la iglesia y compuso una obra dedicada a la divina liturgia de san Juan Crisóstomo, la más importante liturgia eucarística del rito bizantino, en la cual incursionaron también Tchaikovsky y Rachmaninov.
La misma vida del compositor tiene la conmoción de sus obras. Enfermizo, padeció síndrome de Marfan, un trastorno del tejido conectivo que afecta los sistemas esquelético y cardiovascular. A los treinta años sobrevivió a un infarto cerebral, y más tarde a uno cardiaco. A los cuarenta y tantos entró al quirófano para que se le extirpara un tumor, y otra vez para una cirugía de corazón, que se le detuvo cuatro veces en un semestre. En 1974 se casó con una bailarina griega, pero el matrimonio duró solo ocho meses y la ruptura lo dejó emotivamente muy maltrecho, como después la muerte de su madre. Me pregunto, tal vez en un arranque retórico, si su último Réquiem, de 2008, no tuviera ecos de su propio réquiem. Este hombre siempre frágil, anhelante de una espiritualidad que desde chico tuvo, pero no lo dejaba satisfecho y no hizo sino crecer y explorar y explorar, traslada estos problemas personales a su música muchas veces minimalista, susurrante o agitada, siempre en la búsqueda de un estado espiritual más elevado. De esos no hay tantos.
Si bien le llevó la mitad de su carrera alcanzar un verdadero reconocimiento, el cual había empezado con La ballena pero no se solidificó sino dos décadas más tarde con El manto protector, su música goza de gran favor entre muchos melómanos no tan interesados en la música contemporánea, y que quizá ni siquiera compartan su búsqueda teológica; de todos modos él incorporó a su persona el favor de ese público como una constatación de que su creatividad residía en los dominios de lo espiritual. Pues sí, convencido de que había que aferrarse a cualquier cosa que encendiera la chispa de lo divino, viniese de donde viniese, ese reconocimiento le fue de gran importancia en el otoño y el invierno de la vida.
“Ahora tú ya sabes descifrar el misterio / Porque estás en su seno, pero yo no sé nada…”. Tomo en préstamo los versos de Elías Nandino para expresar lo que yo —y quizá muchos— quisiera decirle a sir John. ~
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Melómano empedernido, ARTURO NOYOLA estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM, donde ha sido profesor.