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Adicciones: economía de la conducta individual y social
Este País | Gabriel Martínez | 01.01.2012 | 0 Comentarios

En opinión de nuestro autor, la legalización de las drogas no necesariamente se traduciría en una disminución de las utilidades de quienes las comercian. La legalización podría dar lugar a una industria parecida a la del tabaco: altamente regulada, sujeta a grandes impuestos y de claros tintes oligopólicos. ¿Cesaría, sin embargo, la lucha por el control territorial que está en el centro de la violencia que vive México?

©istockphoto.com/borisz

Los bienes adictivos están en el núcleo de conductas y controversias sociales. ¿Qué es una adicción? ¿Por qué genera conductas individuales indeseables? ¿Por qué los mercados de sustancias adictivas son problemáticos para los gobiernos? Para poner estos cuestionamientos en perspectiva, iniciemos con las siguientes proposiciones: primero, hay un interés de los individuos e incluso de las familias por someterse a controles en el consumo de sustancias adictivas, seguramente para los menores de edad pero posiblemente también para los adultos; segundo, los mercados de sustancias adictivas no generan per se actividades ilegales, pero la naturaleza de la demanda de esos bienes y las regulaciones que impone el Estado abren el espacio a utilidades extraordinarias que motivan la constitución de cárteles.

Las respuestas no son del todo sencillas, y la evidencia para probar distintas hipótesis que se han planteado para responder a estas preguntas no es fácil de obtener. La mejor caracterización de las adicciones que tenemos a la mano determina que, en algunos casos, tanto las personas con adicciones como las personas sin adicciones pueden tener un bienestar estable, mas no así quienes están en una situación intermedia, y que la medición misma de la adicción es difícil de lograr. Con respecto al comportamiento del mercado, si bien no hay nada en los bienes adictivos que favorezca la creación de cárteles, una de las hipótesis principales plantea que la acción del Estado es promotora del poder monopólico.

El problema de los individuos

Comencemos por la conducta individual. En efecto, las sustancias adictivas han sido parte de la dieta humana desde tiempos bíblicos al menos. Evidentemente, la condena al abuso no obstaculiza que el vino juegue un papel simbólico de enorme importancia y sea consumido por sacerdotes del templo o durante la última cena. Con excepción del Islam, las civilizaciones contemporáneas aceptan, en general, el consumo de alcohol. ¿Cuándo se transforma una sustancia adictiva en indeseable?

Un bien es considerado adictivo si genera una demanda creciente y síntomas de abstinencia. Es decir, por un lado el consumidor no se sacia sino que, al contrario, el consumo genera una demanda adicional y, por el otro, abandonar el consumo le produce un enorme dolor. Por supuesto, un adicto paga un costo por dejar de consumir o siquiera por estabilizar su consumo, pues consumir más lo hace sentir mejor y dejar de consumir le es muy difícil. Sin embargo, el no-adicto no siente los beneficios del consumo y simplemente no desea consumir, ni más ni nada, y nunca siente el “síndrome de abstinencia”. Esta posibilidad de “dos equilibrios” individuales es el corazón de la condena social a las adicciones.

Algunas sustancias son consideradas sin duda adictivas para cualquier ser humano, como son los casos del alcohol y los narcóticos. En ocasiones se habla de adicción al café, al chocolate, al sexo, al azúcar y a otros satisfactores, pero en estos otros casos no se dan las condiciones de utilidad creciente y el síndrome de abstinencia. Una persona puede acostumbrarse a ingerir café o a comer con azúcar, e incluso sufrir dolor en caso de abstinencia, pero sin duda esos bienes no generan el deseo de consumir cada vez más, y el dolor por abandonar el consumo está usualmente bien identificado por la ciencia contemporánea. Incluso un individuo muy gordo tiene un límite en la cantidad de azúcar que pone a su café, mientras que un alcohólico, un tabaquista o un heroinómano pueden fácilmente estar en situaciones en las que no encuentran límite en la cantidad de sustancia adictiva que quieren consumir.

La adicción es un problema porque desplaza la capacidad de consumir otros bienes y de emplear el tiempo en algo distinto a estar drogado. Inclusive el tabaco, que históricamente es considerada la menos problemática de las grandes drogas por tener efectos relativamente menores sobre la conducta (al menos que sean aparentes para quienes conviven con el adicto), tiene grandes efectos sobre la salud y la higiene del adicto y de quienes conviven con él.

¿Por qué un consumidor adquiriría una adicción sabiendo que tendrá ese daño? Al respecto tenemos tres respuestas. Una es que el daño no es suficientemente grande como para compensar la ganancia de consumir la sustancia adictiva. Ésta es la hipótesis del fumador o del alcohólico que, consciente del daño, considera que gana más con el consumo. La segunda explicación es que el consumidor no tiene buena información sobre el daño potencial e inicia el consumo, adquiere la adicción y posteriormente enfrenta el costo demasiado elevado de dar vuelta atrás debido al síndrome de abstinencia. La tercera hipótesis es más compleja, y se asocia a una visión “hiperbólica” del mundo (el caso anterior podría denominarse de “miopía”). La visión hiperbólica dice que el consumidor de plano no se interesa mucho por el futuro y funciona respondiendo a estímulos de corto plazo, sin tener capacidad de considerar el daño posterior. Las dos últimas explicaciones dan buenas razones para la regulación social.

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La hipótesis de los dos equilibrios arriba mencionada ha sugerido a las sociedades una salida satisfactoria: mediante la prohibición del consumo podemos hacer que todos estén en el equilibrio bueno, pues nunca adquieren la adicción. ¿Cómo funciona la política de prohibición ante las tres hipótesis sobre la decisión de un consumidor de hacerse adicto? Ante la primera, no muy bien, pues simplemente se impone una restricción al consumidor sin que haya una ganancia social. Éste es el argumento a favor de la industria cocalera para consumo nativo, o a favor de permitir la venta de alcohol bajo el supuesto de que el consumidor lo hará dentro de un rango tal que el daño por la adicción terminará siendo relativamente pequeño. Cualquier actividad económica que genera valor tiene costos, por lo que no hay razón para suponer que el costo de la adicción no sea parte de una situación social sostenible y deseable. Éste es un elemento clave de los argumentos a favor de la legalización: permitir el consumo de sustancias que no generan demasiado daño.

Ante las hipótesis de mala información o miopía, la prohibición puede ser eficaz. En efecto, la prohibición total de proveer bienes adictivos a los niños va en ese sentido, y una buena parte de los proveedores del sector privado también prohíben o restringen estrictamente el consumo de alcohol en ciertas circunstancias. Por ejemplo, las líneas aéreas no permiten a los viajeros consumir más de cierto número de tragos. Un caso interesante de aplicación de las hipótesis son los casinos: permiten el consumo liberal de alcohol, pero cuando sospechan que una persona ha perdido capacidad de entender sus apuestas le prohíben seguir jugando, ya que ello los deja abiertos a denuncias civiles y penales por haber intoxicado en exceso a la persona para quitarle su dinero.

Una pregunta de relevancia científica, médica y política se refiere a si la adicción es una enfermedad. Enfermedad, en general, denota una desviación de un estado de bienestar normal, y la medicina es una forma de curar esa desviación. Ante la definición de adicción en términos de una demanda creciente de consumo por parte del individuo y del síndrome de abstinencia, encontramos una primera dificultad: si el adicto prefiere estar en un estado de adicción que en uno de no adicción, no se cumple claramente la definición de una enfermedad. Por ello, los litigios y regulaciones de décadas recientes contra las tabacaleras no se basan en que proveen sustancias adictivas, sino en que proveen sustancias sin informar al consumidor de otros daños probables, como el cáncer.

A estas ambigüedades debemos sumar que el conocimiento del cerebro por la ciencia es limitado; a pesar de los avances de la imagenología y de un mejor entendimiento de la química del cuerpo, en realidad no se entiende mucho de los procesos que generan las adicciones. Por ello, no hay un mercado importante de medicinas para revertir las adicciones. Hay sustancias para ayudar a los heroinómanos a dejar la droga, pero en realidad la sustituyen por otra. Para el alcoholismo, hay sustancias que causan enfermedad si se consume alcohol, de manera que no son una cura sino parte de un contrato de la persona consigo misma para comprometerse a no consumir, con sanciones graves en caso de hacerlo (tales como náusea o vómito). Como en otras áreas de la medicina, hay esperanza de que una mezcla de conocimientos genéticos y químicos y digitalización eleve la capacidad experimental y ayude a desarrollar tratamientos contra las adicciones, pero eso está en el futuro.

Por su parte, los economistas piensan que los determinantes de la felicidad están basados en objetivos evolutivos, y que los individuos adquieren hábitos por experiencia personal y comparación con otras personas, decidiendo de acuerdo a las conductas que son exitosas. Un individuo puede ser algo infeliz porque otros son más ricos, pero también observa a otras personas en mejor posición económica para aprender hábitos que le ayuden a generar ingresos. Similarmente, un individuo observa las ganancias y costos que enfrentan los adictos, los mezcla con su experiencia personal y decide sobre sus hábitos. Los hábitos son prevalentes en las decisiones de consumo de las personas, pero en el caso de las sustancias adictivas existe el riesgo de que la persona sea llevada a un equilibrio destructivo, lo que motiva la conveniencia de una intervención pública.

©istockphoto.com/Vladimir Radosaviljevic

El problema de los mercados

Varias decenas de miles de personas han muerto violentamente en México en los últimos años, y convencionalmente se considera como causa de la mayor parte de esta violencia la competencia por territorio entre proveedores de algunos bienes adictivos. Otros episodios históricos han sido la Guerra del Opio en China (en torno a la mitad del siglo xix), ostensiblemente relacionada con el control del mercado de ese producto, y el empoderamiento del Outfit de Chicago —en el marco de la prohibición que la Ley Volstead de 1919 impuso al comercio de bebidas alcohólicas en Estados Unidos—, organización que con más de cuatro décadas de longevidad fue uno de los sindicatos del crimen más exitosos de la historia y posiblemente el más famoso.

El sustantivo cártel es utilizado en casos como éstos para referirse a un acuerdo entre proveedores que busca restringir la producción y elevar el precio. Es bien conocido que en los años veinte el Outfit se valía de acuerdos entre proveedores para repartir territorio, así como de violencia para hacer cumplir los acuerdos, incluyendo secuestro, bombas y asesinatos. Al concluir la prohibición, el Outfit dejó el negocio del alcohol y se dedicó a otras actividades ilegales, de las que aparentemente el juego y la extorsión eran las más importantes, aunque también incluían el arreglo de elecciones y el lavado de dinero, más ya no el comercio de alcohol. Su negocio en realidad no era el comercio de alcohol, sino la organización de actividades ilegales.

El caso chino fue distinto políticamente, pues el proveedor era una potencia extranjera que cultivaba adictos y utilizaba su poder político y militar para mantener a una cantidad elevada de personas en la adicción. Sin embargo, los proveedores de opio a China también utilizaron la violencia para mantener el control del mercado.

En México, hay evidencia casual que indica que también los proveedores son firmas independientes entre sí, de diversos tamaños, pero que realizan acuerdos sobre territorios para elevar sus ganancias.

En general, la producción de sustancias adictivas legales o ilegales no tiene economías de escala importantes con relación al tamaño del mercado. En una historia folclórica, el Oráculo de Omaha, Warren Buffet, llamó al director de una de las grandes tabacaleras, de la cual fue inversionista: “Te cuesta un centavo producir, vendes en un dólar, le vendes a adictos… excelente lealtad a la marca”. En efecto, el costo de producción de un cigarrillo de tabaco es muy bajo con relación al precio que los consumidores están dispuestos a pagar; además, las diferencias de costos entre proveedores son mínimas. No sólo eso, sino que los costos de producción difieren muy poco entre calidades y marcas, de manera que las utilidades provienen de una importante diferenciación mercadotécnica en factores que tienen poco que ver con la capacidad adictiva del producto. Es decir, los ricos pagan por marcas caras pero reciben esencialmente la misma capacidad adictiva de quien paga mucho menos. Lo mismo ocurre con otras drogas pues las sustancias que generan la adicción son homogéneas.

A raíz de que los gobiernos han asumido posiciones para limitar el uso del tabaco y han obtenido dinero de parte de las tabacaleras para financiar otras actividades, ha surgido la preocupación de que dichos arreglos hacen inmunes a las tabacaleras de las acciones antimonopólicas. En efecto, una forma de generar el efectivo que demandan los gobiernos es fortalecer la fijación de precios. Por ello, aunque en ocasiones se afirma que la legalización de las drogas llevaría a una declinación de las utilidades de la industria, el resultado no está garantizado. Otras sustancias adictivas permanecen bajo regímenes estrictos de regulación que imponen altas barreras a la entrada de proveedores, de manera que las bajas economías de escala no generan competencia. Esto es particularmente cierto en el caso de los narcóticos. De legalizarse una gama más amplia de narcóticos, probablemente veríamos una industria similar a la del tabaco, altamente regulada, sujeta a impuestos elevados y con conductas oligopólicas difíciles de combatir por las elevadas barreras que la regulación establece para la entrada de nuevos proveedores.

Para concluir, podemos señalar que las adicciones tienen una profunda raíz en la biología humana, por lo cual han sido parte de las culturas y las prohibiciones han sido indefectiblemente imposibles de aplicar. Por otro lado, hay riesgos mayores de destrucción de vida por adicciones excesivamente destructivas. A nivel de mercado, las prohibiciones parecen invitar al crimen organizado a aprovechar las grandes posibilidades de cartelización que genera la mezcla de regulación estatal con la demanda de consumo altamente inflexible, como es la de las sustancias adictivas.
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GABRIEL MARTÍNEZ es Secretario General de la Conferencia Interamericana de Seguridad Social (CISS).

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