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¿Estamos yo?
Este País | Germán Dehesa | 17.04.2009 | 0 Comentarios

pessoa

La fotografía me entrega una imagen enigmática por insignificante. El traje, el pelo, la corbata, el sombrero tienen ese color negro que más que apuntar a lo fúnebre, apunta a la invisibilidad, la nariz puntiaguda, ratonil, levemente encorvada; mentón huidizo e indefinido, gafas de redondos aros metálicos y orejas puntiagudas sin llegar a ser satánicas. James Joyce y Franz Kafka se pasean por su rostro, pero no se deciden a quedarse. Llamémosle Fernando Pessoa, aunque a él no le hubiera disgustado llamarse nadie y poder así ser cualquiera. Nadie duda hoy de la altura poética de Pessoa. Los que no lo han leído son los más entusiastas. Esta afirmación no pretende la ironía, sino la confirmación del cada vez más notorio hecho de que ya no hace falta leer la poesía de Pessoa para resentir su influencia. Si tú lector estás tan harto de ser tú, como yo lo estoy de ser yo; tú y yo ya estamos en el ámbito de este silencioso poeta portugués que caminaba por una Lisboa neblinosa de dictadura, que gustaba de las artes ocultas, cuya indecisa sexualidad pendulaba del ángel al efebo y que gustaba de la poesía inglesa y de la soledad. Pessoa admiraba grandemente a Walt Whitman, pero era su más contrario polo. Whitman es un recio yo norteamericano que pretende (y logra) abarcarlo todo. El yo de Pessoa es fragilísimo y exquisito cristal que adopta todas las formas que el mundo le propone.

Hoy que tú y yo estamos tan cansados de ser solamente tú y yo y tener que responder a lo que ya codificó un pasaporte, un acta de nacimiento, una firma largamente ensayada, una sexualidad estrechamente encauzada y la agobiante tarea de llevar día y noche el nombre a cuestas y tener que voltear la cabeza cuando alguien lo pronuncia y vivir un solo destino para no inquietar a nadie y para que no digan de nosotros que somos problemáticos y, por lo mismo, tener que renunciar a ser yo pero otro, a ser yo pero marinero, a ser yo pero ventisca, a ser yo pero joven o mujer. Una verdadera desgracia, porque lo sabemos tú y yo, a veces amanecemos otros, pero no juntamos fuerzas para avisar que hoy somos lo otro y no aceptamos ningún compromiso contraído por ese yo que ayer coyunturalmente fuimos.

Pero este hombre no habla en serio, dirá algún lector que ha logrado ya la esclerosis perfecta de un yo único e indivisible. Por supuesto que no hablo en serio; es claro que estoy jugando; aunque creo que mi juego es pertinente y verdadero. Todo lo que vivo es una inasible y tornadiza conjunción de la vertiginosa realidad, de los cambiantes días, de las azarosas noches y de la conciencia que también es otro vértigo. Por postración, por costumbre (que es una lujosa postración), por comodidad y por no perturbar el sereno caos del mundo jugamos a que día con día somos los mismos y nos abandonamos a la nada gratificante tarea de ser coherentes con nuestro historial y luteranamente fieles a nuestras tarjetas de presentación. Hoy, señora, tenga cuidado conmigo; resulta que hoy soy perro. ¿Se imaginan el escándalo? ¿Se imaginan la fiesta?… Para poder imaginar esto, vino al mundo el triste, el obscuro, el solitario Pessoa que también fue Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Sin duda y como tú y como yo, fue miles de seres más; pero al poeta Pessoa le fue deparado amanecer muchas mañanas de su vida con la certeza de que era poeta, pero otro poeta. La crítica literaria que se aflige mucho hasta que le encuentra un nombre a las rarezas (aquí podríamos discutir si este asunto de que el yo sea el vago disfraz de una multitud es propiamente una rareza, o lo más común del mundo) tuvo que acuñar la palabra “heterónimos” para designar a estos encontrados y magníficos poetas que se alimentaban y vivían del yo de Fernando Pessoa que, dicho sea de paso, era también altísimo poeta. Tan emocionante, tan rico, tan nuestro es este asunto de los heterónimos que José Saramago, un prosista portugués que quizá sea el mejor narrador vivo, aventura la loca y muy verosímil teoría de que no todos los heterónimos de Pessoa murieron con su muerte. Saramago mismo (que ya fue Jesucristo y que ya fue un cronista barroco) prolonga y confirma este misterioso y poético juego de las infinitas refracciones del yo. “No soy nada / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo…”. Así comienza “Tabaquería” un poema escrito por un tal Álvaro de Campos que era una elegantísima manera de ser que tenía Pessoa cuando no podía ser Pessoa.

“Tabaquería” es un gran poema en tono menor; es un poema del siglo XX, un poema que reivindica la anonimia del ser de ciudad que sueña en voz baja con querer serlo todo, aun a sabiendas de que no es casi nada. En la calle de abajo una niña come chocolates y el poeta sabe que podría salvarse si se decidiera a vivir con la total pasión con la que esa niña come chocolates. En “Tabaquería” el yo se desintegra en proyectos, ociosidades y sueños. Todo parece conducir a la aniquilación; pero enfrente del piso del poeta hay una tabaquería y alguien está saliendo de ella: es un amigo, se llama Estéves y alza la mano para saludar al poeta de la ventana. En ese guiño cotidiano e intensamente real está la salvación. Aquí he estado yo frente a mi propia tabaquería; alzo mi mano y digo ¡Hola, lector!


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