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Cultura | Erotismos | Andrés de Luna | 29.10.2009 | 0 Comentarios

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Compartir un transporte público para realizar un trayecto puede convertirse en el inicio de una aventura lúbrica. Los aviones, en las épocas anteriores a las prohibiciones de toda índole de hoy, eran parte del imaginario sexual. Algunos soñaban que era el colmo de la emoción tener un coito a varios miles de pies de altura o en el sanitario de la aeronave. El ejemplo clásico estaba dado por la larga introducción, tal cual, con la que inicia la novela Emmanuelle, de Emmanuelle Arsan.

El personaje protagónico aborda un avión rumbo a Bangkok y de inmediato ve asediada su intimidad; la mujer aprovecha la semioscuridad y la frazada con la que se cubre para comenzar una intempestiva masturbación: “Durante unos segundos, Emmanuelle esperó a que cediera el clamor de su cuerpo. Trataba de demorar el fin. Pero no pudo más y, sofocando un gemido, infundió al dedo mayor el impulso lento y minucioso que conduce al orgasmo. Casi inmediatamente, la mano del hombre se posó sobre la suya”. El final de dicho acto está dado por una ola seminal que mancha “[…] los brazos, el desnudo vientre, el pecho, el rostro, la boca, los cabellos…”.

En infinidad de filmes se han visto escenas de parejas que de forma clandestina tenían sexo en los baños de la nave. Ahora ese tipo de encuentros íntimos se ha vuelto imposible por la vigilancia excesiva; además se antoja incómodo y un tanto peligroso por esos pisos pringados de orina, así como por las filas que forman los numerosos pasajeros para entrar a descargar sus esfínteres. Claro está que las caricias, los besos apasionados y algunas intermitencias de placer son posibles en el viaje aéreo.

También es obvio que los jets privados tienen el privilegio de la sexualidad abierta. ¿Cuántos magnates han gustado de los ires y venires de una sabrosa cópula en las alturas? La mayoría forma parte del mundo de los negocios o del espectáculo, quienes llevan acompañantes para cumplir con ese tipo de caprichos. Por otro lado, la realidad es que en los vuelos comerciales todo transcurre bajo severa vigilancia, aunque a veces se les escapen payasos como ese pastor boliviano Josmar.

En los barcos, el eros ronda con el vaivén acompasado de las olas. Uno de los traslados que es significativo, por la cantidad de jóvenes que lo realizan, es el del puerto italiano de Brindisi a Patras, en Grecia. Cientos de muchachos con mochilas al hombro colman la cubierta del transbordador. Entonces las horas pueden correr con lentitud o acelerarse de acuerdo a la suerte de los pasajeros.

Circulan todo tipo de relaciones, desde las efímeras de unas cuantas horas, hasta las que llegan al fin de la estación veraniega. La permisividad es una constante. Grupos de jóvenes rondan los espacios del barco. El buque tiene pocos lujos y los rincones abundan. Las parejas se forman casi de inmediato para luego desvanecerse. Además, la noche es la apertura de los deseos que se han comunicado durante el día. Los cansados se tiran en las bancas, un tanto incómodas, del barco. Si por alguna razón alguien despierta en la noche, en medio de ese dormitorio colectivo, se encuentra con los clásicos gemidos que tratan de ahogarse; aunque también están los exaltados, ellos prefieren hacer cosas sin hipocresías y dejan claro que están en plena cópula.

En cubierta las cosas son más intensas. Los aficionados a la mariguana están a la caza de sitios alejados de los puestos de vigilancia; confían en la brisa marina, en los vientos y en todo aquello que disipe los olores de la cannabis. Otros, los más listos, prefieren acomodarse con sus parejas incidentales en algunas zonas de la cubierta. Hubo tiempos en que el condón se obviaba, luego apareció de manera ocasional, para luego requerirse de forma obligada. Un momento curioso fue el que suscitaron un par de turistas australianas.

Guapas las dos, una rubia y la otra castaña, de pronto crearon una suerte de tendedero portátil en sus asientos. Colocaron sus calzoncitos y tangas recién lavadas a lo largo y ancho de esas butacas. El espectáculo era interesante porque daba idea de gustos, preferencias y toda clase de imaginaciones. El transbordador era territorio libre. La vigilancia admitía las tolerancias y los jóvenes aprovechaban para otorgarse el honor de los placeres. De todos los transportes el preferido del eros es el tren. Una fotografía de Jeanloup Sieff alertaba sobre el asunto: una mujer está de pie en el pasillo de un vagón. El tren acaba de llegar a una estación porque la ventanilla permite ver que está detenido y se observa un fragmento de ciudad. Ella trae un sombrero, contempla de reojo a alguien que está fuera de cuadro. La imagen adquiere un tono de abierta provocación al observar que la dama está semidesnuda y que realiza un gesto ambiguo que no deja adivinar si está a punto de subirse los calzones o de bajárselos. En la muñeca se ven unas pulseras.

La foto es de 1976 y se llama En un tren sobrecalentado. En los trenes era posible encontrar un sinnúmero de imágenes que alertaban la lujuria. Durante un trayecto de Berlín a Praga, de pronto y pasada la medianoche, era posible escuchar las risas juguetonas de unas hermosas jóvenes checas. Cinco o seis, de seguro estudiantes, estaban despiertas y con el ánimo vivo, y salían de sus cabinas para exhibirse en calzones multicolores.

Más allá del ánimo voyeur, lo que imperaba en esos momentos era la punzadura de eros ante lo incidental del hecho. Todo pasaba en esos trenes en los cuales de pronto alguien se cambiaba al amanecer al resguardo de su propia desnudez, o los amantes —ante la imposibilidad de esperar a que arribara el tren a su destino— entregaban sus pasiones al instante en las literas superiores. ¿Qué decir de los encuentros furtivos en los viajes de más de diez o doce horas?

El polaco Marek Hlasko escribió “El túnel”, un relato que habla de las reacciones de un hombre y una mujer que están inmersos en la oscuridad y sus cuerpos vibran; él coloca la mano en una rodilla del personaje femenino. Ella lo deja avanzar y luego todo se consuma para que al salir a la luz las cosas sigan como antes: dos desconocidos que apenas si se dirigen un adiós. En Él (1952), Luis Buñuel permitía que la pareja formada por Arturo de Córdova y Delia Garcés realizara el ayuntamiento carnal de su noche de bodas en el camastro de un tren. Todo ello al paso de un túnel durante su viaje a Guanajuato. Por otro lado, Alfred Hitchcock era un apasionado de los trenes, los encontraba adecuados para todo tipo de vínculos afectivos y amatorios.

Una de las imágenes que más alertaron la imaginación del “Mago del suspenso” fue la que vio a través de una de las ventanillas de un vagón: estaba por concluir la Segunda Guerra Mundial, una pareja se abrazaba y se besaba con ardor.

El tren estaba detenido y ellos seguían en sus escarceos amorosos. En ésas estaban cuando el tipo comenzó a orinar sin soltar a la mujer; por un lado dejó escapar su micción. Hitchcock creía que ese instante era privilegiado porque el efecto erótico vencía las resistencias y los pudores ante un hecho escatológico. En el filme turco Yol (1982), que Yilmaz Güney dirigió desde la cárcel porque estaba prisionero por publicar un poema que molestó al gobierno fascista de su país, hay un episodio de enorme dramatismo.

Un hombre que acaba de salir de la prisión se encuentra con su esposa. Suben al ferrocarril y de pronto, luego de los años de ausencia, deciden tener un coito en los sanitarios del vagón. La atmósfera conspira contra la sexualidad. El ambiente del tren es sucio y miserable, sólo el deseo de la pareja supera esas condiciones adversas.

De pronto, alguien que se ha dado cuenta de la situación denuncia a los esposos. Un grupo llega a la puerta del baño y con golpes violentos trata de que los fornicarios salgan de inmediato. Al final ellos salen derrotados y son víctimas de la intransigencia de otros ciudadanos tan comunes y tan corrientes como ellos.

Era un vistazo a los destrozos que produce un régimen totalitario. En tanto que Los trenes rigurosamente vigilados (1966), del checo Jiri Menzel, es la crónica de la pérdida de la virginidad de un joven que labora como uno de los ayudantes del guardagujas de una estación rural. Un momento magnífico del filme sucede cuando el adolescente decoraba el cuerpo de una joven regordeta con un sello de goma. Erotismo que llegaba a esa ingenuidad que le otorga los vaivenes de lo verdadero.

El trayecto auténtico está dado por la posibilidad de que aparezcan los signos del eros. De seguro, buscar esos instantes es perder el tiempo, porque lo casual llega con más inmediatez, las escenas se suceden y sorprenden porque irrumpen en medio del letargo de los minutos y de las horas. Por ello, el viaje en avión, en barco o en tren condensa un imaginario que se despliega hasta convertirse en algo voluptuoso. ~

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Un filósofo en Venecia
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