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El Spirit de Saint Louis
Cultura | Mirador | Elvira García | 29.10.2009 | 0 Comentarios

Si tomo mis alas por la mañana, puedo ir a lo más profundo del mar.

Charles Lindbergh
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Empolvada, escondida entre papeles antiguos apareció esta foto. Con aroma a pasado, la solitaria y sepia foto invita a imaginar. Todo me intriga cuando la miro. Me intriga y motiva a construir historias acerca de los dos personajes que aparecen en ella, dos seres sin los cuales yo no estaría en este mundo. Ella es Lucía. Él, su padre, de nombre José. La niña tenía diez años de edad; él casi cincuenta. Miran a la cámara sin imaginar lo que un lustro después les depararía el destino. En ese momento lo importante era fotografiarse juntos, jugar a eternizarse, a no dejar que el destino se atravesara. En esta placa se imprimió, indeleble, el instante feliz de acompañarse y soñar. Soñar que, como el solitario piloto Charles Augustus Lindbergh, cruzaban el océano Atlántico montados en ese aeroplano que él contribuyó a diseñar y a construir. Que, como Lindbergh, pilotaban la gran ave de madera que el 21 de mayo de 1927 llegó a París, en un tiempo de 33 horas y 32 minutos.

En la foto, José mira a la cámara con el aplomo de un piloto, y el atuendo le ayuda. Sobre sus piernas carga a esa hija suya que siete años atrás perdió a la madre cuando un auto velozmente se llevó su vida. A él lo delata la mirada; aún hay incertidumbre por su pequeña. Ella, ajena a las cuitas de su padre, asume el control de un volante que es más grande que sus manos. En su mirada hay candor. El candor de quien no sabe que cinco años después del día de esta foto será huérfana también de padre. ¿En qué piensan los dos mientras el fotógrafo se prepara para captar la impronta? Acaso en ese breve espacio de tranquilidad que los motivó para salir a dar un paseo, en una mañana de domingo del año 1933.

Caminaban por las calles del centro de la Ciudad de México cuando se encontraron con el escenario que un fotógrafo anónimo y ambulante montó sobre una banqueta. Tal escenario consistía en un enorme cartón que exhibía una copia fotográfica de la nave con la cual se consumó aquel acontecimiento histórico para la aeronáutica mundial del siglo XX. La hazaña, realizada en 1927 por Lindbergh a bordo del Spirit of Saint Louis, era todavía en 1933 un hecho que permanecía en boca de muchos. El asombro, esa emoción que puede leerse en los ojos de los niños, estaba en la mirada de la gente que se acercaba a aquella enorme escenografía montada en la calle. El escenario de cartón era una réplica exacta del aeroplano que tripuló el norteamericano de origen sueco a sus apenas veinticinco años de edad.

En la foto se lee la matrícula del aeroplano, N-X-211, así como el modelo de esa gran ave de madera: el RYAN, fabricado en San Diego, California; también destacan las iniciales NYP, como recuerdo de la primera ruta y destino que siguió el armatoste alado: Nueva York-París. Es posible que el autor de la fotografía o el constructor de la escenografía quisiese imprimirle más sentido de realidad a la reproducción de ese aeroplano; tal vez por eso decidió que el Spirit of Saint Louis quedase suspendido en el aire, volando justo encima de un puerto europeo en el que abundan buques de cuyas chimeneas sale un hollín que enturbia el cielo.

Si la escena es o no precisa históricamente, poco importa. Lo trascendente es lo otro: la construcción de un escenario como espacio para soñar. Soñar por un instante que estamos en los zapatos de Lindbergh y que, sentados en la silla de mimbre que soportó su cuerpo durante casi día y medio de vuelo, trasponemos el profundo azul Atlántico; que, tripulando ese pájaro alado recubierto de tela, desde el cielo aprendemos que somos un grano de sal en un inmensurable universo.

Cientos de mexicanos que jamás tendrían dinero para viajar en avión ni descubrirían cómo es bello el mar desde el techo del mundo, se fascinaban ante aquel escenario de cartón y formaban cola para que el fotógrafo hiciera realidad lo inalcanzable. Pero, hay que observar bien la foto: merecer las alturas del Spirit of Saint Louis, llegar a su cabina y aparecer conduciéndolo sólo era posible por medio de un truco; un ingenuo truco que consistía, imagino, en fotografiar primero a los tripulantes “en tierra”, sentados sobre una silla provista de un volante; enseguida, revelar pacientemente la placa y, una vez casi seca la foto, superponerla en la escenografía. El artista de la lente, sin embargo, erró en los últimos detalles, los delicados.

Si así no hubiese sido, no andaría yo —setenta y seis años después— metiéndome en el sagrado terreno de su delicioso trabajo: el mal corte de la foto sobrepuesta al escenario de cartón me saca del ensueño y me devuelve de golpe a la realidad para preguntar: ¿será que el fotógrafo quiso que su truco fuese evidente? Y otra cosa más: ¿realmente adiviné su truco, o su método fue otro? Nunca encontraré las respuestas. Esta fotografía permaneció extraviada por más de sesenta años. Ni José ni Lucía viajaron jamás por avión en sus breves y solitarias vidas: ambos abandonarían este mundo habiendo cruzado los cincuenta años de edad, sin descubrir si las nubes eran de algodón o de azúcar. ~

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