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Necrograma
Becarios De La Fundación Para Las Letras Mexicanas | Cultura | Jesús Francisco Conde de Arriaga | 08.03.2010 | 0 Comentarios

Imagen 4


Imagen 3 Jesús Francisco Conde de Arriaga*

Para Adriana Álvarez

El cadáver de Sofía medía un metro veinticinco centímetros.

En tu vestido de percal rojo recorrías las calles y tus tacones hacían más sonora esa ciudad. Dicen los que no te vieron que tus amores sacrílegos manchaban la santidad de la Basílica, que sólo las cornejas y sus solitarios nidos podían saber de tu pureza. Aquella tarde en el arroyo conociste el fervor, desde tu ventana mirabas a los que se batieron por una sonrisa dejada con descuido en las calles de la colonia Guerrero. Tus semblantes de aviesos perfiles pretextaban la certidumbre del amor, de la cama compartida. La posibilidad de descubrir algún lunar en tu pantorrilla izquierda nos hacía seguirte. En la Pulquería de Celaya te esperábamos, los más aventurados te seguían por las baldosas de San Lorenzo hasta la Plazuela de la Concepción. Ante el número 8 te parabas mientras tu coquetería concisa nos invitaba a repetir la travesía todos los días.

Y otra vez el rito. Ese día te vimos salir, vestida siempre de percal. Unas botas amarillas de piel de Rusia ornaban tus pies. Esa mañana no te seguimos, en Mixcalco esperábamos encontrarte por la tarde, cuando regresaras de la fábrica de bujías para comprar las telas que ocultarían tus formas de muchacha dulce. No regresaste. Desde aquella mañana de misa de siete, cuando me senté una banca detrás de la tuya en Santo Domingo y nos encontramos en la Puerta Falsa, no había dejado de pensarte. Estas calles y sus noches eran nuestras. De mi brazo, el sonido de tus tacones palidecía. El beso robado frente a tu casa se resistía a naufragar. Con el beso, tus tacones y el vestido de percal vagando ante mí, leí la noticia entre las páginas amarillentas del Chisme.

Presentaba fracturas múltiples en la bóveda craneana, con hundimiento y complicadas con tres heridas; la primera, en la línea media de la región frontal, transversal, como de 20 centímetros; la segunda en la región frontal derecha, oblicua y de 4 centímetros; la tercera al nivel de la apófisis zigomática derecha, como de 9 centímetros. Estas fracturas estaban complicadas con la salida de la masa encefálica y del ojo izquierdo.

Pareciera que mis ojos visten cada paso tuyo mientras sales del salón. Corrijo: se desnudan en caminos que has andado entre tus calles desoladas por azar. Y recuerdan cada beso que has probado no en mi boca o delinean esas marcas imperfectas de tu piel. Tal vez sólo es que quisieran escuchar entre otros muslos los resabios de tu vientre. Y el letargo de mi lengua —romería cantada a solas—, mis escombros de batallas, necesitan el recuerdo de tu tibia madurez.

Pareciera que delineo el callejón de tus caderas cuando sales del salón. Desdigo: es la curva que tu sombra deja en calma cuando quieta vas con prisa. Cuando queda tu reposo, la sonrisa que no escucho se dibuja y segrega los vestigios y mis ansias: lo que queda en el platón de la fruta no comida, del sabor del café amargo.

Pareciera que imagino tu suspiro palpitante en las arcas de mis horas, de la médula cansada, del cansancio y el destierro. Afirmo: el aliento liberado de cada impúdica caricia que mi oído no retiene se aferra en ese acorde que tardío se lleva en sueños. Liberadas esas formas que en tu boca se registran, cuando el nombre que pronuncias no coincide con el mío, me declaro incompetente; los temores de nombrarte sólo intentan balbucir derruidas consonantes: alejadas reconstruyen cada gota de sudor que mis labios no reclaman.

Pareciera que en tu espalda se diluyen mis palabras. Capitulo: el reclamo no vertido deconstruye en fractales tu figura de improbables ojos negros, de tu boca castigada por mi ausencia, de tu cuello bruno en calma, de tus hombros que no esperan la caricia de mis dientes, de tu espalda abierta en ríos que apenas son surcados —la cintura no sugiere una imagen sostenible, su certeza breve funda incertidumbres en papel—, de tus piernas que corintias se abandonan en la sombra, de tus pasos que entretienen estas calles desoladas. Es tu cuerpo el que miro cuando sales del salón.

Fracturas completas de la clavícula y omóplato derechos, en el húmero del mismo lado, una herida en la cara externa del codo, fractura en el cúbito y radio derechos.

Dime tú, Sofía, qué sentiste cuando el jerez y el calor húmedo de tus once veintisiete de la mañana se agolparon en tu miedo. Cuando el sol estaba sitiado en tu espalda y alguna billetera te veía con desconfianza, abandonaste la torre que tu juventud apenas atisbaba a construir.

Dime tú, Sofía, cómo es ese viento que cortó tu cara cuando caías sin una red que te esperara, cuando quitaste el pie del estribo y dejaste la brida suelta, cuando el fuste ya no controló tu caída. El viejo reloj de la torre, aquella que Tolsá despidió con balaustradas, ¿qué te dijo antes de que cayeras?, ¿qué historias susurró a tus oídos que haya escuchado de paredes antiguas? ¿Acaso Jerónimo de Balbás escondió detrás de alguna lámina de oro esa historia que encontró reposo en tus odios? Los acordes monótonos y sacros de algún badajo fueron tu marcha fúnebre. Ese día no dejaron de sonar las campanas. Tomasa, tu hermana, las escuchó muy fuerte desde la calle cerrada de la vecindad. El cielo dejó entrever una sonrisa de piedad cuando el viento sedujo tu cabello, cuando tus ojos se cerraban un instante antes de volver a hacerlo para siempre.

Dime tú, Sofía, qué mirada indiscreta no perdonarías cuando te amarraste con tus lazos baratos los calzones por debajo de la rodilla. Dime por qué escogiste el blanco para que tu sangre se depositara en tu blusa, por qué no esperaste a que sonara la primera campanada, por qué el miércoles antes de Corpus, por qué no lo hiciste un lunes, por qué en la mañana si tal vez el cielo estrellado pudo cobijar mejor tu vuelo.

Dime tú, Sofía, cómo es que se ve el concreto desde arriba, cómo es bajar en espiral sin pedir favor al mundo ni piedad al cielo.

Fracturadas la 2ª, 3ª, 4ª, 5ª, 6ª, 7ª, 8ª 9ª y 10ª costillas, con hundimiento completo del costado derecho. Fractura de los huesos iliacos en sus crestas y del arco pubis. Gran contusión en el pliegue inguinal y ruptura del tercio medio del húmero izquierdo y del extremo inferior del fémur derecho. Desprendidas las uñas de los dedos medio, anular e índice de la mano derecha y pulgar; anular y meñique de la izquierda.

El arrepentimiento se dibujó en su rostro blanco. Las yemas de sus manos mórbidas se adivinaban escoriadas por un brevísimo impulso vital de aferrarse a la cantera de la torre. En su seno derecho, un papel cuidadosamente plegado y con una letra que no correspondía a su pulso esperaba destinatario:

Yo he nacido para fastidiarme, para qué vivo yo; quiero irme a la Eternidad, si al fin lo que no sirve que no estorbe.

No por esto se culpe a nadie ni se crea que me suicido por alguno, mucho menos por M. Es muy poco hombre para que me ocupe de él: hago esto porque me da la gana, y porque éste ha sido mi pensamiento desde hace años. Lo pongo a él de pretexto para que no se tenga desconfianza de mí y me vayan a cuidar.

Si mis deseos son cumplidos, mi cadáver no tiene quien lo reclame: pueden arrojarlo a la fosa común, y eso si me hacen favor.

Durante toda la mañana, una multitud curiosa ha estado agolpada al pie de la torre de Catedral, haciendo objeto de su curiosidad un manchón de sangre que indica el lugar en que cayó Sofía. ~

*Jesús Francisco Conde de Arriaga (Guadalajara, 1983) estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la  UNAM. Ha publicado cuento y ensayo en suplementos

y revistas culturales como Confabulario, Laberinto, Tinta Seca, Molino de Letras y Siembra.

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