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Las co­sas, bien y en su si­tio
Cultura | Galaxia Gutenberg | Eduardo Langagne | 23.01.2011 | 0 Comentarios

Diego José,
Las cosas están en su sitio,
cecultah , Pachuca, 2010.

Este volumen, de tí­tu­lo afor­tu­na­do y su­ge­ren­te, reú­ne tres li­bros pu­bli­ca­dos por Die­go Jo­sé a par­tir del año 2000, ya en la pri­me­ra dé­ca­da del si­glo xxi; el da­to cro­no­ló­gi­co per­mi­te si­tuar la obra poé­ti­ca del au­tor en nues­tra ac­tua­li­dad y re­sul­ta su­ma­men­te re­pre­sen­ta­ti­vo de la de­mos­tra­da ca­li­dad de la poe­sía me­xi­ca­na. El poe­ta na­ció en 1973, y en esa acep­ta­ción que asu­mi­mos de ma­ne­ra un tan­to alea­to­ria y de­si­gual pa­ra de­no­mi­nar las ge­ne­ra­cio­nes en Mé­xi­co por dé­ca­das a par­tir de la se­gun­da mi­tad del si­glo xx, Die­go Jo­sé per­te­ne­ce a los poe­tas de los se­ten­ta. Las co­sas es­tán en su si­tio es pues, en su pro­pia ru­ta de na­ve­ga­ción crea­ti­va, aca­so un de­sem­bar­co de tar­de tem­pra­na, un li­bro que re­su­me una pri­me­ra eta­pa de su crea­ción poé­ti­ca.

En Las co­sas es­tán en su si­tio, la hon­du­ra y la al­tu­ra de es­ta poe­sía con­vi­ve con el lec­tor de una ma­ne­ra se­re­na y múl­ti­ple. No obs­tan­te la al­tu­ra de sus enun­cia­dos y la hon­du­ra de su in­tros­pec­ción, su con­jun­to de sig­ni­fi­ca­dos, trans­­pa­­ren­­tes y pro­vo­ca­do­res, se apre­­cian des­de la pri­me­ra lec­tu­ra y se aú­nan al siem­pre pla­cen­te­ro ha­llaz­go de los sig­ni­fi­ca­dos ocul­tos que des­cu­bren las sub­se­cuen­tes. Si bien la pri­me­ra lec­tu­ra es con­vin­cen­te y co­mu­ni­ca­ti­va, los poe­mas pre­sen­tan una po­si­bi­li­dad adi­cio­nal que exi­ge al má­xi­mo la des­tre­za del lec­tor ha­bi­tual de poe­sía. Die­go Jo­sé lo­gra que la in­ten­si­dad de su mo­men­to crea­ti­vo pue­da re­po­sar se­re­na­men­te en la he­chu­ra del poe­ma an­tes de al­can­zar al lec­tor que com­par­ti­rá con ple­ni­tud su di­men­sión se­mán­ti­ca.

¿Có­mo se lo­gra el pa­so de la in­ten­si­dad crea­ti­va a la im­pron­ta de la tin­ta o el gra­fi­to en el pa­pel? ¿Có­mo pa­sa el ner­vio­so y ful­gu­ran­te sen­tir que pro­du­ce un sen­ti­mien­to poé­ti­co al con­se­cuen­te mo­men­to de la dac­ti­lo­gra­fía? ¿Có­mo se con­si­gue de­jar un poe­ma en su for­ma más ní­ti­da? Pue­do juz­gar que la res­pues­ta la ofre­ce el ofi­cio, la des­tre­za del poe­ta por tra­du­cir lo de aden­tro, su ha­bi­li­dad pa­ra apro­xi­mar­se lo más cer­ca­na­men­te po­si­ble a lo que se quie­re de­cir. Ofi­cio bien con­ce­bi­do, bien fun­da­do, ejer­ci­do en ple­ni­tud por el poe­ta, que po­ne las co­sas en su lu­gar. Y así, las co­sas es­tán en su si­tio.

Die­go Jo­sé, tam­bién na­rra­dor y en­sa­yis­ta, evi­den­cia sus bien asi­mi­la­das in­fluen­cias li­te­ra­rias a tra­vés de re­fe­ren­cias epi­gra­fís­ti­cas de dis­tin­tas tra­di­cio­nes. Nos da cuen­ta de su cer­ca­nía con el No­bel de 1923 Wi­lliam Bu­tler Yeats, ese no­ta­ble poe­ta ir­lan­dés, mís­ti­co, que pa­só del pro­tes­tan­tis­mo al bu­dis­mo. Nos ha­ce no­tar su pro­xi­mi­dad a la lec­tu­ra de Oc­ta­vio Paz, a su an­ti­ci­pa­ción ana­lí­ti­ca de los tiem­pos que vi­vi­mos. El ca­mi­no re­fe­ren­cial del au­tor de Las co­sas es­tán en su si­tio con­ti­núa en la trans­pa­ren­cia de Ana Aj­má­to­va y ape­la a la pro­fun­di­dad de Ja­la­lud­din Ru­mi. Es de­cir, a tra­vés de los epí­gra­fes hay tam­bién una ru­ta de lec­tu­ra pa­ra es­te con­jun­to de tres li­bros reu­ni­dos en el vo­lu­men. Una tría­da que com­pi­la una dé­ca­da. En­tre otros au­to­res de su co­mu­nión, aña­de ci­tas de Jo­sé Án­gel Va­len­te, de Gia­co­mo Leo­par­di, y ha­ce pre­sen­te el pre­cla­ro es­pa­ñol de Ru­bén Da­río, o el arre­ba­to fun­da­men­tal del me­ta­fó­ri­co ti­gre Eduar­do Li­zal­de. Hay, pues, en la elec­ción de los acá­pi­tes un ar­te poé­ti­ca sub­tex­tual.

A pro­pó­si­to de sub­tex­tos, Ja­la­lud­din Ru­mi, re­co­no­ci­do co­mo el más gran­de poe­ta mís­ti­co del Is­lam, el rui­se­ñor de la vi­da con­tem­pla­ti­va, au­tor del lla­ma­do Co­rán Per­sa, nos ha con­ta­do de un gru­po de hom­bres que nun­ca ha­bía vis­to un ele­fan­te. Un buen día el pa­qui­der­mo que­dó en­ce­rra­do en un es­ta­blo, a don­de se di­ri­gie­ron al­gu­nos cu­rio­sos que al en­te­rar­se de su exis­ten­cia de­ci­die­ron co­no­cer­lo an­tes que los de­más. Era de no­che y no ha­bía luz en el lu­gar; en esa com­ple­ta os­cu­ri­dad em­pe­za­ron a pal­par al ani­mal. Al to­car­le la trom­pa, uno de los hom­bres se ima­gi­nó al ele­fan­te co­mo una man­gue­ra; otro le to­có la ore­ja y pen­só en un aba­ni­co; otro más, al to­car­le una pa­ta, cre­yó que era una co­lum­na; el úl­ti­mo le to­có el lo­mo y pen­só que pal­pa­ba un tro­no. To­dos se ha­bían to­pa­do con el ele­fan­te pe­ro nin­gu­no su­po de­fi­nir­lo.

Es­ta his­to­ria me ha­ce re­cor­dar que Jo­sé Go­ros­ti­za, au­tor de uno de los más gran­des poe­mas en nues­tro idio­ma, Muer­te sin fin, ase­gu­ra: “No sé lo que la poe­sía es”. Don An­to­nio Ma­cha­do, des­pués de un re­fle­xi­vo ca­mi­no de me­di­ta­ción y aná­li­sis, ma­ni­fies­ta que la poe­sía es “al­go de lo que ha­cen los poe­tas”. Los lec­to­res en ge­ne­ral, en mu­chos mo­men­tos, te­ne­mos al­go de aque­llos hom­bres que to­ca­ban al ele­fan­te sin po­der ver­lo com­ple­to fren­te a ellos. Si la poe­sía es­tá en to­das par­tes, el poe­ta quie­re pro­vo­car en el lec­tor una per­cep­ción de ella.

Des­de el pri­me­ro de sus tí­tu­los, Can­tos pa­ra es­par­cir la se­mi­lla, en la poe­sía de Die­go Jo­sé se ad­vier­te una pro­pues­ta cla­ra del ca­mi­no que de­sea tran­si­tar. Los del pri­mer li­bro son can­tos, es de­cir: poe­mas que can­tan y es­tán des­ti­na­dos a di­se­mi­nar la se­mi­lla de su amo­ro­sa pro­pues­ta poé­ti­ca, su­til, de­li­ca­da­men­te eró­ti­ca. El se­gun­do de los li­bros, Vol­ve­rás al odio, es­tá pre­ce­di­do por las pa­la­bras de Eduar­do Li­zal­de que sen­ten­cia: “Gran­de y do­ra­do, ami­gos, es el odio”. Se tra­ta de un ajus­te con­si­go mis­mo, una in­tros­pec­ción que le ayu­da­rá a al­can­zar esa lí­ri­ca se­re­na, que aun en la des­di­cha tie­ne vo­ces de alien­to. El poe­ta pro­fun­di­za en sus pro­pias aguas, se hun­de en su per­so­nal océa­no y sa­le a flo­te ca­bal­men­te pa­ra en­con­trar­se con­si­go en la ple­ni­tud de la se­re­ni­dad. Los ofi­cios de la trans­pa­ren­cia, el ter­ce­ro de los li­bros, tie­ne un ní­ti­do de­sa­rro­llo poé­ti­co; no es fre­cuen­te en­con­trar una poe­sía con es­ta fuer­za ex­pre­si­va, con es­ta se­cuen­cia, con tal cla­ri­dad en su plan­tea­mien­to y jus­te­za en su fac­tu­ra. La poe­sía de Die­go Jo­sé se dis­fru­ta des­de va­ria­dos pun­tos de vis­ta. Un lec­tor que se acer­que por pri­me­ra vez en­con­tra­rá a un de­po­si­ta­rio afor­tu­na­do de nues­tra tra­di­ción lí­ri­ca, con una pre­sen­cia dis­tin­ti­va en nues­tra poe­sía. El poe­ta do­mi­na un se­llo pro­pio que en­tu­sias­ma por la in­ten­sa vi­bra­ción poé­ti­ca que per­ma­ne­ce aun des­pués de su lec­tu­ra.

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