Todavía se sentía ese fuerte aroma de lo prohibido en el rock en México; era el 12 de noviembre de 2000 y yo estaba ansioso, a las afueras del Foro Sol, con mi boleto para asistir a la segunda fecha del II Festival Iberoamericano de Cultura Musical. Se escuchaban el ritmo y los acordes de reggae de la banda argentina Los Pericos, y junto con mi mejor amigo de la preparatoria, Jorge, eché a correr: estaba sonando “Párate y mira”, pieza que casi representaba un himno en nuestras noches semanales de reventones caseros.
Después de años de que el rock estuviera confinado a foros alternativos o a conciertos masivos en espacios autónomos, como Ciudad Universitaria —a los que también solía asistir con frecuencia—, éste finalmente conquistaba un espacio para conciertos: la empresa más fuerte del espectáculo por fin había invertido en ello. Sin embargo, no dejábamos de sentirnos en el territorio de la rebeldía: el día anterior, miles de fans habían arrancado el plástico que protegía el césped y lo habían lanzado al aire, descalabrando a 35 personas e hiriendo a una integrante de Dover, banda que no había gustado a los asistentes; la cantante del grupo había respondido de una manera que desbordó la furia de los presentes: «Mariquetas, estoy segura que si los tuviera enfrente no tendrían los cojones para partirme la cara. Les voy a meter el puño por el culo».1
Gocé ese festival como ninguno otro antes: entre las 26 bandas invitadas, 13 tocaban ese día y, a diferencia de los masivos de CU, en este caso se apostaba por ciertas propuestas poco conocidas en el país, limitadas al territorio de los melómanos. Yo, que pensaba que jamás vería en vivo a una banda desconocida en México como Divididos, de Argentina, cuyo álbum La era de la boludez me parecía —y me sigue pareciendo— uno de los mejores del rock en español, me vi escuchando con enorme emoción algunos de mis temas favoritos del trío.
Eso, más el aspecto emblemático de Los Pericos, se unió a otras propuestas que escuchamos ese día como Resorte y Sekta Core, favoritas del slam preparatoriano; Desorden Público con su extraordinaria pieza “La danza de los esqueletos”, y La Gusana Ciega, una de las pocas bandas de rock alt-pop que respetábamos en nuestra juventud rockero-metalera.
Por esas épocas apenas comenzaba mis andares periodísticos, y me sentía soñado cuando veía que subía al escenario algún conocido; me invadía una emoción hasta ese momento desconocida.
Sostener la utopía
El 9 de mayo de 2004 la historia fue otra: llegué corriendo al Festival, pero no precisamente por alcanzar a mi grupo favorito, sino por la urgencia del trabajo. Aquel evento tan disfrutable para el público resultaba ser uno de los momentos más estresantes para las secciones de espectáculos de los diarios, y yo debía escribir crónicas, entrevistas y varios textos, en tiempo real.
La emoción de ver a conocidos sobre el escenario se había borrado ligeramente pues, en mayor o menor medida, conocía prácticamente a todos: había sido el entrevistador anónimo —pues las bandas difícilmente recuerdan un nombre entre decenas de periodistas que los entrevistan— de una buena parte de los participantes.
No había tiempo para emocionarse: tenía que dictar notas para la página en internet, comenzar a escribir para la edición impresa del día siguiente y estar atento para pescar a cuanto rockero se cruzara en el camino, además de aquellos que daban rueda de prensa conforme bajaban del escenario.
La emoción aquí era la de poder domar a un monstruo: el Vive Latino ya no era el festival con 13 bandas por día en dos escenarios, a los que se iba sin perderse un acto; ahora se trataba de que cada quien armara su festival, pues en un solo día, y tres escenarios, había 37 bandas. El reto era narrar el evento de manera casi omnipresente; algunas piezas como “El son del dolor” de La Cuca o “Señor Cobranza” de Bersuit Vergarabat y los múltiples éxitos de Maldita Vecindad despertaban la fiera rockera que yo había sido años atrás, pero no por ello descuidaba mi responsabilidad laboral.
Ahí noté que detrás de ese mundo de “rebeldía irreverente” había un enorme conglomerado de trabajadores formales: periodistas, staff, organizadores, todos edificando y manteniendo esa aparente utopía rebelde.
Los pies en el suelo
El más reciente Vive Latino es el que ha dejado una huella más honda en mí: el punto climático del evento fue cuando subí, el pasado 10 de abril, una escalinata hacia el escenario, saludé al público que casi colmaba la Carpa Roja y presenté a mi banda —La Internacional Sonora Balkanera—, que recibió una ovación.
En esta ocasión, el festival no dejó de zumbar en mi mente durante los seis meses anteriores, por una u otra cosa; la emoción durante la semana previa a la presentación era casi incontenible, y ese día llegué con más calma, pero a las 11 de la mañana, horas antes de lo que jamás había llegado. Una vez ahí, tuvimos la fortuna de poder probar las líneas de audio, y tener alrededor de una hora para relajarnos, antes de subir al escenario.
El concierto de 25 minutos resultó ser para nosotros uno de los más llenos de energía por parte del público, y una vez abajo del escenario, iniciamos un tour de medios que se prolongó por cerca de dos horas, dimos entrevistas a diestra y siniestra, primero en el canal oficial del festival, luego en la rueda de prensa y en todas las radiodifusoras y televisoras que instalan un pequeño espacio en el backstage, por el cual pasamos todos los músicos. Todo eso le da un impacto y una proyección al concierto que no se podría conseguir de otra forma.
Finalmente, abandonamos el camerino para darle lugar a otras bandas que tocarían a lo largo del día, pero pudimos permanecer en el backstage, sobre todo en la carpa llamada Hospitality, una de las más codiciadas: comida de cortesía, todo el alcohol que uno quiera beber y, lo que más atrae, la crema y nata del rock que se detiene a tomar unos tragos, platicar, conocerse. No debe extrañar que algunas de las colaboraciones musicales más interesantes de los últimos años hayan surgido de ahí.
Después de haber pasado por emocionarme y adorar a quienes tocaban en el festival, hasta mirarlos sin sorpresa, como un objeto de trabajo, ahora, al compartir escenario con algunos de ellos, el respeto y la admiración vuelve, pero desde otra perspectiva: no se vincula con la fama, sino con la manera en que cada uno enfrenta al público, enciende la mecha de miles de personas y regresa al backstage a sabiendas de que sus pies todavía requieren de la tierra para caminar: ser aclamado sobre el estrado no hace que uno sea superior a quienes lo vitorean. ~
1 Periódico Reforma, 12 de noviembre de 2000, en “Un inicio agresivo”, de Juan Carlos García.
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Escritor, sociólogo y dj, Bruno Bartra ejerce desde 2000 el periodismo en medios como Nuestro Rock, Sónika, Replicante y Reforma. Es fundador y miembro de la agrupación de balkan beat La Internacional Sonora Balkanera.