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Literatura y poder
Cuaderno De Notas | Cultura | Este País | Gregorio Ortega Molina | 03.07.2012 | 0 Comentarios

Una constante del ser humano, en su condición de mortal, es el poder: tenerlo o estar contra quienes lo ejercen; buscarlo, en la falsa idea de la trascendencia, de la supuesta eternidad amarrada a la obra pública, que lo mismo puede ser barrida por fenómenos naturales, guerras e incluso la memoria. Allí están las ruinas de algunos imperios, de otros ni rastro queda.
La Biblia —por encima de cualquier otro texto literario— es el estudio más completo sobre el poder: entre los hombres y entre Dios y sus criaturas. Por donde le busquemos, incluso el Nuevo Testamento no es sino una reflexión acerca de los administradores de la fe y los poderes terrenales por ellos acumulados, para confundir a los feligreses y vivir del óbolo destinado a la sinagoga o al templo.

El libro de Los Reyes, Jueces, Levítico, Job, Eclesiastés o el de la Sabiduría, todos estudian al poder y a los poderosos. ¡Vamos!, incluso el Génesis, pues cuando la serpiente tienta a Eva con el “seréis como dioses”, no es sino una invitación a compartir el señuelo de poder conferido por la promesa de eternidad.

Pero dejemos la Biblia de lado. El ser humano ha construido relatos terribles y aleccionadores acerca del poder y la manera en que enloquecen hombres y mujeres con tal de obtenerlo o, al menos, ser protegidos por su aura. La odisea es el paradigma. Toda novela que refiere el tema parte de lo creado por Homero.

Sobre lo anterior Simone Weil apuntó:

La necesidad de un poder es algo tangible, palpable, puesto que el orden es indispensable para la existencia; pero la atribución del poder es arbitraria porque los hombres son semejantes o prácticamente semejantes. Lo es, pero sin embargo no debe aparecer como arbitraria, puesto que en ese momento el poder deja ya de serlo[…]. El prestigio, es decir, la ilusión, se sitúa así en el centro mismo del poder. Para ser estable, un poder tiene que aparecer como algo absoluto, intangible. Si Príamo y Héctor hubieran devuelto a Helena a los griegos, habrían podido inspirarles en mayor medida aún el deseo de saquear una ciudad aparentemente tan mal preparada para defenderse, corriendo así el riesgo de un levantamiento general en Troya. Y no porque la devolución de Helena hubiera indignado a los troyanos, sino porque les habría llevado a pensar que los hombres a quienes obedecían no eran tan poderosos como pensaban.

Después, por gusto estético y literario, por vocación y estudio, salto hasta los siglos XIX y XX y lo que corre del actual. En los ochocientos la palma se la llevan Alejandro Dumas con El conde de Montecristo y La reina Margot, en Francia; y en Rusia sería absurdo no considerar Los endemoniados, Los hermanos Karamazov y Crimen y castigo de Fiodor Dostoievski, así como Guerra y paz de León Tolstoi.

En esas novelas se describen las pulsiones humanas por el poder, su capacidad de seducción y la muy remota actitud de servirse de él para servir, en lugar de para beneficio propio. También refieren al lector al castigo divino y la siempre latente posibilidad de que los personajes, tanto como los lectores, sean avasallados por ese poder que no gusta de ser exhibido.
Durante el siglo XX abundaron las novelas acerca del poder y sus consecuencias, sobre todo las que surgen como admonición para que el Gulag y el universo concentracionario nazi no se repitan, las que enaltecen las revoluciones de América Latina y África y las que denigran a los colaboracionistas.

Todavía están ausentes, incluso en lo que va del siglo, las que refieran al corrimiento del poder, perdido por el Estado a manos de los mercados de valores. El poder económico sobre el poder político.

En América Latina la narrativa del poder y sus efectos es abundante, en respuesta a las dictaduras, rebeliones y revoluciones, a esperanzas frustradas y claudicaciones, a engaños e injerencias de Estados Unidos para abortar todo lo que atente —de acuerdo a sus cánones— contra sus intereses.

La novela de la Revolución mexicana tiene exponentes insuperables en Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán. Después están las narraciones ejemplares de Bruno Traven, Rosa blanca y La rebelión de los colgados; Carlos Fuentes, Fernando del Paso, Héctor Aguilar Camín, quien con Morir en el golfo y La Guerra de Galio incursiona en la revisión del pasado inmediato y del presente, como lo hacen las obras de otro autor en Los círculos del poder, El llanto del lobo y Crimen de Estado, más la abundante literatura que aspira a exhibir lo que hoy se padece en este país.

Miguel Ángel Asturias, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier —tengo preferencia por Recurso del método— Julio Cortázar, Ernesto Sabato, Tomás Eloy Martínez, Leonardo Padura y Daniel Sada, por mencionar algunos autores cuyas novelas trascienden ya, porque se recomiendan de padres a hijos y a nietos, como ocurrirá con la narración europea que regresa al debate de la relación del hombre con el poder.

Javier Marías, en la trilogía Tu rostro mañana y en Los enamoramientos despliega su imaginación sobre todo aquello que atañe al ser humano porque lo hiere y lastima desde el poder, desde las instituciones que debieran de protegerlo para que florezca la inteligencia.

Escribe Marías:

[…] Durante muchos siglos solo fueron castigados los [crímenes] cometidos por vasallos y pobres y desheredados, y quedaron impunes —salvo excepciones— los de los poderosos y ricos, por hablar en términos vagos y superficiales. Pero había un simulacro de justicia, y al menos de puertas afuera, al menos en la teoría, se fingía perseguirlos todos y en ocasiones se intentaba, y se sentía como «pendiente» lo que aún no estaba aclarado, y ahora en cambio no es así: de demasiadas cosas se sabe que no se pueden aclarar, y quizá tampoco se quiere, o se considera que no valen la pena el esfuerzo ni los días ni el riesgo.

Además, para comprender el presente y apostar al futuro, de entre otros españoles me quedo con Luis Goytisolo y su Recuento y Antonio Muñoz Molina y La noche de los tiempos.

Me avasallan Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi y todas las novelas de Leonardo Sciascia, especialmente El contexto. Pero, ¿dónde colocar toda esa novela negra que describe el uso y abuso del poder? ¿Es la trilogía Millennium una narración estrictamente negra, o es el mosaico de lo ocurrido a los suecos con el abuso del poder?

No es el más conspicuo de esta nueva manera de describir los horrores del abuso del poder. Están Henning Mankell, John Connolly, Philip Kerr, por citar a los más destacados de esa nueva manera de ver al mundo, iniciada quizá por Mario Puzo, o antes Raymond Chandler. Incursionar en ese mundo de horror y pesadilla es dar un paseo por la cotidianidad que hoy prefieren los gobiernos para rendir a sus vasallos.

Anota Philip Kerr:

Evito utilizar palabras como crimen, asesinato y homicidio por razones obvias. Las palabras pueden significar cosas distintas. El lenguaje disfraza el pensamiento, hasta el punto de que en ocasiones no es posible determinar la acción mental que lo ha inspirado. Así que me referiré a esos actos como ejecuciones. Es cierto que no cuentan con la sanción oficial de la ley según el esquema del contrato social, pero la palabra «ejecución» permite evitar cualquier matiz peyorativo respecto de lo que es, después de todo, la obra de mi vida.

Hoy los diferendos suelen resolverse como en la época de Sansón, de Judith y Holofernes, o Jezabel, como cuando Paris, en la calentura total decide llevarse a Helena, o Isabel de Castilla despojar a los judíos, o los Tudor aplastar a los York y los Lancaster. Nada cambia sino los procedimientos y las leyes que protegen al Estado, al gobierno, y legitiman la violencia.
“[…] Quién borrará las palabras que fueron dichas y escritas y alentaron el crimen y lo volvieron no solo respetable y heroico, sino también necesario, fríamente legítimo; quién abrirá la puerta en la que ya nadie golpea solicitando refugio”.

La respuesta está en las novelas. ~

——————————
Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos del poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.

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