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Una ruleta rusa: el todo o nada presidencialista
Este País | Marco Enríquez-Ominami | 01.09.2012 | 0 Comentarios

Este ensayo recurre a la experiencia latinoamericana, sobre todo la de Chile, para esbozar una tipología de las transiciones. Destaca la crisis que, en sistemas presidencialistas, puede suponer la alternancia entre ideologías contrapuestas. No es un problema aparente, sino estructural. El autor argumenta que en la raíz del asunto está la crisis general de la democracia representativa.

©iStockphoto.com/visualgo

La transición entre la elección presidencial y la asunción del poder en México es eterna, y solo puede compararse con la paraguaya. Aun cuando sea un lugar común, un semestre en política equivale a medio siglo —el calendario gregoriano es la antítesis del político.

El problema de este periodo transitorio carece de importancia en los regímenes parlamentario y semipresidencial, mientras que es fundamental en los presidencialismos exacerbados —el caso de México y de Chile— con una monarquía borbónica, de poderes absolutos, cuya única diferencia con la española de la época del absolutismo es que se elige presidente de la República cada seis años en México y cada cuatro años en Chile.

Luego de 70 años de partido hegemónico, como califica Giovanni Sartori al régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), siguieron 12 años de un sistema pluralista moderado y excluyente, según el mismo autor italiano. Quizás el concepto excluyente es el que mejor define a la democracia electoral, tanto de Chile como de México y, si me apuran, de todo el mundo.

En esta etapa de la historia, lo que no existe es un sistema de partidos de múltiples oportunidades, como ocurrió con la democracia chilena en la época republicana (1932-1973), en que todos los partidos políticos tuvieron la oportunidad de ser partícipes del reparto burocrático del poder, según la proporción de su votación, como lo definiera Max Weber. Sin embargo, no hay que idealizar este modelo, pues excluyó a los comunistas en el periodo de 1948 a 1958.

En el siglo XXI se propende, sea cual sea el sistema electoral —mayoritario, mayoritario a dos vueltas, mixto o proporcional—, a favorecer el predominio de duopolios y tripolios sobre la representación de las multiplicidad de tendencias existentes en la sociedad. Hay un símil entre la economía monopólica y el sistema de partidos políticos: las fusiones y carteles reducen la oferta electoral de tal manera que, al final, el ciudadano común solo puede seleccionar entre Coca-Cola y Pepsi, entre Mejoral y Aspirina, es decir, la oferta está restringida a productos parecidos.

En México, la ley electoral establece tal cantidad de dificultades a la presentación de candidaturas independientes que el ciudadano tiene que elegir entre tres grandes partidos, el Partido Acción Nacional (PAN), el PRI y el Partido de la Revolución Democrática (PRD). En Chile, la elección se baraja entre dos combinaciones, Concertación por la Democracia y Coalición por el Cambio, producto del sistema binominal existente en Chile —desde el comienzo de la transición democrática hasta ahora.

En las elecciones presidenciales mexicanas se juega el todo o nada y, como antiguamente en Chile, hay una sola vuelta en la cual se elige al candidato que haya obtenido la mayoría de los votos. Se da en ocasiones un empate práctico que sirve para plantear el tema del fraude electoral, que es parte consustancial de nuestros sistemas políticos.

El tema del empate es muy común en las elecciones presidenciales indirectas —como en Estados Unidos; el caso de Bush es un ejemplo clásico. En Chile, durante la República Parlamentaria (1891-1925), se dieron varios empates. Fueron emblemáticos los de los candidatos Federico Errázuriz Echaurren y Vicente Reyes, y de Arturo Alessandri Palma y Luis Barros Borgoño. Estos empates se prolongaron hacia el sistema de elección directa del presidente de la República, cuyo caso más mentado fue el del candidato de derecha Gustavo Ross Santa María y Pedro Aguirre Cerda.

En un clivaje entre derechas e izquierdas, estos cuasiempates electorales adquieren características de verdaderas crisis políticas. En México, en las elecciones de 2006, se dio un caso de empate electoral entre Andrés Manuel López Obrador y el actual mandatario, Felipe Calderón —un aparente clivaje entre izquierda y derecha—, que corresponde a un caso de crisis política prolongada en el tiempo que se dificultó, aún más, por el largo periodo de transición de medio año, que constituye el tema medular de este artículo.

En el caso chileno, la historia consigna tres grandes crisis en el periodo de dos meses que va de la elección presidencial a la transmisión del mando. La primera, en 1920, con el empate entre el candidato presidencial populista y de las capas medias, Arturo Alessandri Palma, y Luis Barros Borgoño: la derecha no aceptó el resultado en un primer momento, pero aterrada ante la reacción popular y sin el apoyo de las fuerzas armadas, promovió un tribunal de honor que favoreció a Alessandri.

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La segunda, en 1938, cuando separaban cuatro mil votos al candidato del Frente Popular del derechista Gustavo Ross Santa María, quien se negó a aceptar el resultado de la elección sosteniendo que, en Chile, se vivía un escenario revolucionario. Nuevamente, las fuerzas le negaron el apoyo que pidió y, ante esta realidad adversa, se vio obligado a aceptar el resultado —el Frente Popular, por su carácter centrista, no ponía en peligro el sistema político, como en realidad ocurrió.

La tercera, de septiembre a noviembre de 1970, fue la más significativa de las tres: al ganar Salvador Allende, la derecha temía que se instalara un régimen revolucionario que pusiera fin a la hegemonía burguesa. En Chile, cuando ninguno de los candidatos a la presidencia lograba la mayoría (50%) de los votos, el Congreso pleno (200 parlamentarios) debía decidir entre las dos primeras mayorías. La derecha intentó convencer a la Democracia Cristiana —partido de centro— que votara por Jorge Alessandri, candidato de la derecha que, de triunfar, renunciaría, abriendo así la posibilidad de una nueva elección que, seguramente, ganaría un candidato democratacristiano. Como esta maniobra fracasó, la ultraderecha tomó el camino de asesinar al comandante en jefe del Ejército, a fin de provocar una conmoción pública que impidiera a Allende asumir el poder. Esta crisis fue promovida y financiada por la ITT, una multinacional norteamericana.

Hay una contradicción radical entre la democracia electoral y la democracia participativa que no solo se expresa en Chile y en México, sino que ha adquirido un carácter global: como nunca antes, los movimientos sociales están apartados de los procedimientos formales de la democracia representativa, sea bajo sistemas de Gobierno parlamentario, presidencial o semipresidencial. No hay un correlato entre la potencialidad del movimiento social y la resolución electoral de los conflictos. Algunos casos recientes: las protestas de los “indignados”, que comenzaron en España hace un año y tuvieron un resultado completamente contradictorio —Rajoy salió elegido y se radicalizó la crisis hasta la posibilidad del quiebre del sistema financiero de ese país—; los movimientos estudiantiles chilenos, que están muy lejos de tener un correlato político que signifique el fin de la fanfarria del duopolio conservador.

En México, sorpresivamente, apareció en una universidad particular, la Iberoamericana, un movimiento estudiantil denominado “#YoSoy132” que denunció, en un comienzo, el monopolio de los medios de comunicación de masas y que posteriormente se extendió a una crítica del sistema mediático mexicano en su conjunto y, por qué no, a una justa crítica de la limitada democracia dirigida por el pan de Vicente Fox y Felipe Calderón, entre otros.

Creo que el clivaje principal, no solo de la sociedad mexicana sino también del resto de América Latina, ya no se da entre derechas, izquierdas y centros, ni siquiera entre liberales y conservadores, sino entre la continuidad y el cambio —este último promovido por los distintos movimientos sociales. El sistema de partidos políticos de masas, propio de comienzos del siglo XX, está agotado. Por consiguiente, cualquier alternativa que signifique la continuación de las formas actuales de hacer política solo prolongará la agonía, tanto en Chile como en México. En ambos países hay un claro desprestigio de la política y un inaceptable divorcio entre políticos y ciudadanía, que mira a los primeros como castas de mafiosos y manipuladores del poder.

El gran cineasta Alfred Hitchcock sostenía que no hay nada más aterrador que una película de terror sin final. Algo de esto podría ocurrir si esta crisis de la calidad de la política se perpetuara en el tiempo, manteniendo el divorcio entre la democracia representativa, los métodos electorales, las normas de convivencia partidaria, ya caduca, y la oposición creciente de la ciudadanía que, al poco andar, se convierte en indiferencia o en una posición antipolítica que podría conducir a la instalación de gobiernos dictatoriales o populistas, o lo que es peor, a la permanencia de un statu quo mediocre.

Los desaciertos del duopolio chileno nos han conducido a un récord de rechazo ciudadano, no solo a los partidos políticos, que apenas alcanzan el 10% de aprobación, sino también a instituciones como el Ejecutivo, el Parlamento, el Poder Judicial e, incluso, la Iglesia católica. Una crisis de representación, credibilidad, legitimidad, gobernabilidad no puede sino anunciar el fin de un régimen político y la necesidad de pensar una nueva sociedad donde los ciudadanos sean los protagonistas.

Este fenómeno, que podríamos denominar “el invierno de la política”, no es privativo de Chile. Ocurre en todas las democracias occidentales, en mayor o menor medida.

Del primer debate presidencial en México lo único que rescató la prensa fue la modelo de Playboy que repartía los turnos de participación de los candidatos. Tal banalización del quehacer político no puede sino desacreditar a la democracia.

Para lograr el cambio necesario en los procesos políticos de América Latina, me atrevería a proponer las siguientes reformas políticas:
1. Terminar con la monarquía presidencial y reemplazarla por un sistema semiparlamentario. Este cambio, pienso, es tan necesario en México como en Chile.
2. Facilitar la expresión política de los independientes y los movimientos ciudadanos. Creo que si la sociedad y las organizaciones civiles no logran una expresión política, el cambio se hará muy difícil.
3. Incorporar metodologías propias de la democracia directa: plebiscitos, iniciativa popular de ley, revocatorias.
4. Reglamentar y controlar a los partidos políticos en materia de financiamiento, democracia interna y padrón de militantes.

Ante el agotamiento de los partidos políticos de masas —sean estos democratacristianos, socialdemócratas, latinoamericanistas, surgidos de movimientos sindicales o de una revolución social, como el PRI—, pienso que es preciso construir un nuevo tipo de partidos, de estructura federativa, cuyas directivas puedan ser revocadas por la militancia cuando así lo estime pertinente, que se inscriban en los movimientos de la sociedad civil, que respeten su autonomía y que puedan poner fin tanto al centralismo democrático, el cual no es más que un mero totalitarismo, como al asambleísmo estéril.

©iStockphoto.com/visualgo

Creo que la esencia del problema de la transición entre las elecciones y la asunción del mando del presidente de la República no reside solamente en la eternidad de los seis meses que separan los dos acontecimientos democráticos. En el fondo, el problema de la transición tiene una envergadura mayor cuando se da en un contexto de crisis terminal, tanto del sistema de gobierno monárquico-presidencialista —que en el caso de México se expresó en 70 años de partido hegemónico (PRI) y 12 de años de gestión derechista (PAN), que está conduciendo al Estado mexicano a situaciones límite— como de las instituciones, ante problemas como la corrupción y la falta de control del narcotráfico.

Nada más complejo que los periodos de transición. El cómo los partidos políticos y la sociedad civil y sus movimientos y organizaciones enfrenten el desafío que plantea el agotamiento de formas obsoletas de hacer política, permitirá la reconciliación de la ciudadanía con la clase política a fin construir conjuntamente una democracia de calidad.

El neoliberalismo, en su expresión más radical, ha convertido a la política en el sirviente de la banca. Pareciera que el gobernante tuviera un rol fiduciario, cedido por el poder financiero para un periodo determinado. En el fondo, en las actuales democracias parlamentarias europeas, quienes toman las verdaderas decisiones son los miembros de la “troika”. El primer ministro tiene cada día márgenes más estrechos de decisión, y los procesos electorales son una broma pues el ciudadano tiene muy pocas posibilidades de rechazar el mandato de esa “Santísima Trinidad”. Si lo hace, está condenado al infierno de la dracma o la peseta. En América Latina hemos logrado, hasta ahora, liberarnos de la dictadura de las troikas, gracias a las materias primas, compradas por los chinos a precios elevados, pero por otra parte carecemos de un desarrollo independiente de la monoproducción —en el caso chileno, del cobre; en otros países, del petróleo y la agricultura. Además, sufrimos la lepra de la desigualdad y la pobreza dura para las grandes mayorías.

La transición eterna se justificaba cuando la democracia era el reparto de cargos entre las fracciones y grupos personalistas del partido hegemónico, pues el cambio ocurría al interior del PRI, en el caso mexicano, sin necesidad de intervención de la ciudadanía. En una democracia que se dice pluralista, la eterna transición solo acarrea problemas e, incluso, crisis de difícil salida que se podrían evitar si la transición fuera corta, como en la mayoría de los casos de América Latina, donde no excede los dos meses.

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MARCO ENRÍQUEZ-OMINAMI estudió Filosofía en la Universidad de Chile y realizó un taller para directores de cine en la Alta Escuela Femis-París. Desde 1998 trabaja como director ejecutivo de la productora Rivas y Rivas. Ha coordinado y trabajado en áreas de marketing político en diversas campañas. Fue diputado, y en 2009 candidato a la presidencia de su país.

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