De acuerdo con el historiador francés Claude Dumas, uno de los perseguidores más notables de Justo Sierra, este se consagró como una de las notabilidades del mundo intelectual mexicano, en 1887, cuando ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua y ocupó la silla número VIII, en la que se habían sentado antes Joaquín Cardoso (1875-1880) y Ramón Isaac Alcaraz (1882-1886). El escritor de 39 años participaba en los proyectos de poetas y narradores inquietos atraídos por el talento de Manuel Gutiérrez Nájera que animaban por aquellos años revistas como La juventud literaria, y consolidaba su trayectoria, pues la corporación dedicada al estudio del español lo acercaba a una generación mayor de historiadores y literatos: Joaquín García Icazbalceta, Casimiro del Collado, Francisco Pimentel, José María Bárcena, Rafael Ángel de la Peña, Manuel Peredo, Francisco del Paso y Troncoso, José María Vigil y Alfredo Chavero. En 1910, a la muerte de Ignacio Mariscal, quedó a la cabeza de la institución. Dejó el cargo dos años más tarde, cuando salió a Europa.
Joaquín D. Casasús lo sucedió en la dirección de la Academia y, cuando Justo Sierra murió, pronunció un “Elogio” durante la sesión solemne que le fue dedicada a finales del fatídico año en el anfiteatro de la Universidad Nacional de México. El texto de su consuegro, recogido en el tomo IX de las Memorias de la Academia, exalta la trayectoria del poeta un poco más que la del historiador y político. Casasús destaca una epístola que dirigió al obispo de Veracruz y miembro numerario de la Academia, Joaquín Arcadio Pagaza; un poema inacabado o un fragmento que es “un viaje sideral hecho en ese bajel fantasma donde navegan, como él dice, los incontables náufragos de la ambición de gloria”; y el poema «El beato Calasanz», que le parece al académico un trabajo de mayor aliento. José Luis Martínez reunió la poesía de Sierra y en 1948 la publicó en el primer tomo de sus Obras completas editadas por la UNAM, al cual se sumó el estudio que otro director de la Academia, Agustín Yáñez, le dedicó con el título de Don Justo Sierra, su vida, sus ideas y su obra. Llama la atención que los académicos coinciden, de un modo u otro, en la apreciación de la obra del “Maestro de América”, que dibuja un arco en cuya apertura se encuentran la poesía y el cuento, en el centro los trabajos históricos y las reflexiones filosóficas, y al final labor del educador: “Si el poeta ha dejado un nombre sin ejemplo en nuestro parnaso —afirma Casasús—, si el orador ha quedado definitivamente ungido por una fama imperecedera que los años al transcurrir no podrán borrar, si el historiador es digno de la gratitud de todo un pueblo, el maestro, el educador, el que redujo a reglas hábilmente formuladas las bases de la instrucción popular, es acreedor a la apoteosis y a la manifestación, toda amor y ternura de que fue objeto su cadáver cuando fue recibido en el caliente seno de la Patria”.
Luis G. Urbina fue secretario de Justo Sierra y su lealtad lo llevó a ofrecer su carne periodística a la maledicencia de cierta crítica política cuando se creó el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, y Sierra fue designado para hacerse cargo de sus funciones. Confesaba el poeta su admiración y veneración, convencido de los méritos intelectuales y morales de su maestro para hacerse cargo de la educación del “alma de la Patria”, y así cumplía con el mandamiento de honrar al padre. El afecto y trato de ese hijo putativo nos legó una de las imágenes más fieles y vivas del personaje: “Grande, robusto, atlético, con carnes mal contenidas dentro de la ajustada ropa; en los brazos y piernas, los músculos visiblemente protestaban de su estrecho encierro; cuerpo sin ángulos, todo él formado de curvas que entraban o salían con armónica desenvoltura; y por coronamiento, una soberbia testa de dimensiones extraordinarias, amplificada, sobria de líneas, escultural, de escasos cabellos emblanquecidos, a los lados de las sienes… El rostro era olímpico: amplia, serena frente, de larga bóveda, como una cúpula del Renacimiento; frente cargada de meditaciones… Visto de improviso, este hércules obeso me intimidaba un tanto; la estatura casi descomunal entre nosotros, las proporciones inusitadas, el desarrollo estupendo, la sangre, la vida y la salud que se desbordaban en aquel organismo…”. Sin embargo, la mirada, la voz y los modales de aquel hombre más las luces que irradiaban sus pensamientos convencían al fiel discípulo de que ese era un poeta, el poeta, porque después de conocerlo no pudo jamás sustraerse al imán de aquel espíritu.
Interesa recordar el periplo y las faenas que hace un siglo cerraron el ciclo vital de Justo Sierra como un sencillo homenaje a su labor cultural en este país que, como se sabe, culminó con la inauguración de la Universidad en el marco de las celebraciones del Centenario de la Independencia. El 30 de abril salía del país para ocupar el cargo de ministro de México en España, conferido por el gobierno del presidente Madero, lo acompañaba su familia y habían acudido a despedirlo sus amigos y discípulos. La larga lista de personalidades que le desearon feliz viaje apareció en el diario El Imparcial al día siguiente. Los Sierra abordaron en Veracruz al barco alemán El Corcovado, que echó anclas en La Habana el 5 de mayo, al día siguiente zarpó y arribó al puerto de Vigo entre el 18 y el 19 de mayo. El escritor llegó muy enfermo a París en los primeros días de julio, tras breves escalas que la nave hizo en La Coruña, Santander y Le Havre. Refiere Agustín Yáñez que en la Ciudad Luz cumplió “deberes de amistad” con Porfirio Díaz, José Ives Limantour y Ramón Corral. Aquellas conversaciones eran la síntesis de una emoción que a pesar de su extravío ya había echado raíces profundas en una sociedad que se había esforzado durante un siglo por tener identidad. “Ni las incidencias desagradables de la componenda infructuosa en que don Justo fue sacrificado al pedírsele la renuncia el año anterior, ni el ser diplomático del nuevo régimen, afectan en el ánimo del maestro su sentimiento hacia esos viejos amigos; antes lo extreman la derrota y el ostracismo que padecen. Eludiendo el antepresente, don Porfirio evoca recuerdos de la intervención francesa, con empeño manifiesto de no tocar otros temas”.
La deteriorada salud de Sierra lo obligó a retrasar su llegada a Madrid, donde lo aguardaba Amado Nervo, como encargado de negocios de México en aquella ciudad. Esta pausa le permitió viajar el 19 de agosto al santuario de Lourdes donde experimentó un hondo sentimiento religioso que quedó plasmado en una carta dirigida a su hija María de Jesús. La carta de Lourdes ha sido considerada como una tardía conversión espiritual del personaje, como la aceptación de la filosofía que había desconocido por su filiación positivista. Yáñez advierte que Sierra nunca fue descreído, que en otros escritos suyos muy anteriores pueden hallarse expresiones como las que contiene la carta. Conmueve escuchar la voz del patriarca: “un gran Cristo a besar, lo besamos [en Notre Dame]; mira lo que soy de poco higiénico y de capaz de poner todas las uñas de punta a mi yerno; yo, en España, en Italia y aquí, he puesto los labios donde los pone el pueblo. Ve a ver: se me figura que la piedad desinfecta. –Aquí —me decía el guía, delante de una placa votiva del Coliseo—, aquí han besado cien millones de personas. ¡Hazme favor si era posible resistir la tentación! Toda mi sangre plebeya se me subía a la garganta y me la anudaba de emoción: me parece que besar donde la democracia besa, es poner los labios donde los puso mi madre. ¡Cómo no!”. No se trata de un católico formal sino de un hombre religioso que concede valor a los objetos cuando sirven para conservar la memoria o el recuerdo de un amor, de un dolor o de una persona querida, de esa forma acompaña a su hija a comprar rosarios y medallas.
En los primeros días de septiembre la familia Sierra se traslada a Madrid y ocupa la casa de Telésforo García, domicilio en el que murió Emilio Castelar. La designación de Justo Sierra como Ministro plenipotenciario y Enviado extraordinario para presidir la embajada especial de México en el centenario de la Constitución de Cádiz, con la compañía de Salvador Díaz Mirón y Juan B. Delgado, no alcanzó a llevarse a cabo porque tras una visita al Escorial el 11 de septiembre, el escritor experimentó un decaimiento que le impidió salir de la casa al día siguiente. Narra su hijo que don Justo se fue a acostar para descansar y leer la Historia de España de Altamira. En la lluviosa madrugada del 13 se durmió para siempre.