La sociedad contemporánea, con su culto al trabajo y al esfuerzo, ve con desconfianza todo lo que huela a flojera, a haraganería; a hueva, pues. Sin embargo, en los terrenos del arte, estas tendencias juegan un papel fundamental, pues sin ellas resultaría difícil explicar la existencia de varias de las mejores obras literarias, plásticas o cinematográficas producidas por el hombre.
Aristóteles dice en su Poética que la diferencia entre el historiador y el dramaturgo radica en que el primero narra los hechos como fueron y el segundo, como debieron ser. Así, la madre de todas las teorías literarias liga indisociablemente el arte (al menos, el dramático) con la idea de atajo: ahí donde el estudioso debe recorrer un largo camino para recabar su información (y, hoy en día, analizarla y sustentarla en otras fuentes), el artista se desvía por el sendero más corto y simplemente inventa lo que necesita. Aunque la segunda elección de este segundo camino tiene mucho de arbitrario (como toda acción motivada por el deseo de ahorrarse un trabajo), en los paradójicos caminos de la ficción puede resultar más lógico y verosímil que el responsable recuento de certezas comprobables que de este modo ha sido esquivado.
Quizá toda obra maestra tiene una dosis de cínica haraganería. Toda obra innovadora, al menos: pues el verdadero atajo no solo es un camino más corto, sino también menos transitado que las anchas calzadas de la tradición y la academia. Me gusta pensar que Picasso, aburrido de su propia perfección como retratista académico, un día descubre que puede ahorrarse todo ese trabajo con los pigmentos y pintar sus cuadros en puros tonos de azul. Y que tiempo después, nuevamente cansado de sus hallazgos, decide resolver los problemas de la tridimensionalidad y de la perspectiva negándose a elegir un solo punto de vista desde el cual representar al sujeto, y pintándolo, en cambio, desde varios ángulos simultáneos. Años después, reúne estos y otros hallazgos cuyo origen común, probablemente, ha sido la desidia, en una de sus obras emblemáticas: el Guernica.
Y aquí me adelanto a quienes objetarán que pocas pinturas tienen tanto trabajo (tantas versiones, tantos bosquejos, tantas correcciones) como el Guernica, porque no defiendo la idea de que el artista, para serlo, deba trabajar poco (o nada, como a algunos de ellos les gustaría creer). Más bien, lo que hacen es convertir el trabajo en ocio. A veces, esto se lleva a cabo mediante la exploración de posibilidades, que no es sino una forma de vagancia en los territorios de la imaginación. Esta otra forma de haraganería, la vagancia, no gusta de los atajos, sino que, por el contrario, efectúa largos recorridos que no tienen más propósito que el propio paseo. El auténtico vago no va a ninguna parte. Un libro, una pintura, a menudo son eso: espacios en los que uno puede perder el rumbo, y el tiempo; lugares para extraviarse. No deja de ser sintomático que, con tanta frecuencia, las mejores obras se le ocurran al artista justo durante alguna caminata.
No estoy postulando una búsqueda estilística, vinculada a lo clásico, ni pretendo entronizar la brevedad y la sencillez como ideales estéticos. El aburrimiento (en este caso, hacia las líneas rectas y los espacios vacíos) igualmente pudo ser el motor de los delirantes y abigarrados edificios del muy hacendoso Gaudí. O tomemos El Quijote, que es todo menos una novela breve. En su inicio (el verdadero inicio del libro, nunca citado y muy diferente al más famoso «En un lugar de La Mancha…»), Cervantes confiesa al lector que quisiera darle su obra «monda y desnuda, sin el ornato del prólogo ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse», pues «aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo». Y, ante la obligación de ornamentar la entrada a su libro con citas de autores latinos y sonetos compuestos en honor a la obra a la usanza de la época, Cervantes, en lugar de tomarse la molestia de revisar a los clásicos, se inventa descaradamente los epígrafes que le hacen falta para cubrir el trámite y pasar a la novela… que, de hecho, ya dio su primer y sorprendente paso con esta sátira al fraudulento gremio literario.
También deslindo mi interés del terreno de lo temático: la ociosidad de los personajes de Chéjov me parece fascinante, pero lo que quiero subrayar es la importancia de la flojera como motor de la creatividad. Un oxímoron muy parecido al anterior, el del llamado «ocio creativo», se ha vuelto lugar común asociado al artista. Sin embargo, este reduce su importancia a aquellos momentos de distracción y esparcimiento necesarios para que surjan las ideas (esa vagancia de la que hablaba); la mayor utilidad de la pereza, sin embargo, se encuentra a la hora de realizar la obra, y no en los espacios aledaños. Es, pues, una forma de resolver el trabajo y, al mismo tiempo, un rasgo identificable y disfrutable en el resultado; algo capaz de ser compartido con el espectador, que tiene, por ende, un valor estético.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Borges, quien quizás habría escrito varias novelas… de no ser porque descubrió que era más fácil e interesante reseñarlas en un par de cuartillas, ahorrándose el tedioso camino de años que hubiera requerido la redacción completa de cada una de ellas. O el de Alphaville, esa extraña película de ciencia ficción dirigida en los años sesenta por Jean-Luc Godard, donde los diálogos y la narración en off hablan de viajes interestelares, mientras lo que vemos en pantalla es un Peugeot de la época recorriendo una carretera asfaltada. La operación de Godard es tan simple como evidente: de hecho, consiste en poner en evidencia todas las convenciones, todos los trucos a los que el cine realista recurre para representar al espacio, y que colocan sus presupuestos a años luz de cualquier cineasta. Hay en esto una provocación ética, y también una lección de producción para cinematografías modestas como la nuestra; pero hay, sobre todo, un hallazgo estético, que nos hace darnos cuenta de que toda esa parafernalia hollywoodense es, la mayoría de las veces, bastante simplona y aburrida.
Claro que todo esto no son más que meras especulaciones que posiblemente estén equivocadas. Tal vez Borges no haya escrito sus reseñas ficticias por pura desidia, ni a Godard le resultara tediosa la idea de filmar una superproducción futurista, y hasta resulta probable que Picasso haya declarado alguna vez que detestaba los atajos (aunque su famosa frase de «yo no busco, encuentro» hace pensar lo contrario). Para sustentar mis afirmaciones y convertir estas apreciaciones subjetivas en una teoría sólida, tendría que echarme un clavado en la extensa bibliografía de, y sobre, todos esos autores y obras. Pero, la verdad, me da mucha flojera. ~
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Dramaturgo, guionista y director de cine y de teatro, FLAVIO GONZÁLEZ MELLO (Ciudad de México, 1967) estudió en el CUEC de la UNAM y en el CCC del CNA. Algunas de sus obras teatrales son 1822, el año que fuimos imperio; Lascuráin o la brevedad del poder y El padre pródigo. En 2001 publicó el libro de cuentos El teatro de Carpa y otros documentos extraviados. En 1996 ganó el Premio Ariel por su película Domingo siete.