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Cultura impresa I
Cultura | Este País | Ocios Y Letras | Miguel Ángel Castro | 01.05.2013 | 0 Comentarios

Para comprender las significaciones
que los lectores han dado a los textos
de que se apoderaron, es necesario proteger, conservar y comprender los objetos escritos que los han transmitido.
Roger Chartier

La cultura impresa comprende no solamente los testimonios escritos de la cultura universal que fueron producidos por la imprenta sino incluso los anteriores a su invención, porque se hermana irremediable y convenientemente con la cultura escrita. Por ello abarca todo lo que atañe a la escritura y la lectura, al rollo, al manuscrito, al códex o códice, al libro, a la prensa, a las bibliotecas y a las librerías. Se entreveran en nuestros días conceptos y materias relacionadas con el conocimiento y estudio de tales productos de la inteligencia humana: la bibliografía, la bibliología, la biblioteconomía, la bibliotecología, la historia de la imprenta, de la tipografía y de la edición, la historia de la literatura, de la prensa y del periodismo, la historia de la historiografía, de la educación, de la lectura, de la litografía, del papel y la tinta, más lo que se acumule en el amplio y abierto campo de la historia cultural.

En los últimos años ha resurgido el interés en México por la historia de los impresos gracias a la influencia de los enfoques más o menos novedosos que proponen los trabajos de historiadores como Robert Darnton, Henri-Jean Martin, Lucien Febvre, Jean François Botrel y Roger Chartier, así como del impulso que ha tenido la historia cultural. Con el ímpetu se olvida de pronto que muchos personajes dedicados a la bibliografía y disciplinas afines, movidos por el amor a la letra impresa, se dedicaron a estudiar, interpretar y valorar la producción intelectual de nuestro país desde antes de su independencia y de manera notable en el siglo XIX y aun en el XX. A mi modo de ver, se trata de una recuperación y fortalecimiento de la tradición que reconoce a Juan José de Eguiara y Eguren como el autor de la primera bibliografía: la Biblioteca mexicana, publicada en latín en 1755 con el propósito de demostrar que había en la Nueva España inteligencia suficiente para dar a la luz obras de importancia. A esta obra, destinada a vindicar a la patria —inconclusa por cierto, pues Eguiara murió antes de terminarla—, siguió el empeño de José Mariano Beristáin y Souza y su Biblioteca hispanoamericana y septentrional, que apareció entre 1817 y 1821, y la cual, en opinión de Agustín Millares Carlo, es el “único diccionario que poseemos de la producción intelectual mexicana durante las tres centurias coloniales”. No es posible enumerar a todos los que han contribuido a levantar los inventarios de la producción impresa mexicana; baste mencionar a los más destacados que han logrado reunir las referencias a los títulos publicados entre 1539 y 1821: Joaquín García Icazbalceta, Vicente de P. Andrade, Nicolás Léon y el chileno José Toribio Medina.

Recordemos que por iniciativa del obispo fray Juan de Zumárraga y el virrey Antonio de Mendoza se estableció la primera imprenta en 1539 en la Ciudad de México a cargo de Juan Pablos, originario de Brescia (Lombardía, Italia), enviado por Juan Cromberger, impresor de Sevilla, con tal propósito. Mucho se ha discutido sobre la primera obra impresa pues disputan el nombramiento la Escala espiritual para llegar al cielo de San Juan Clímaco y la Breve y más compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana impresa por mandato de fray Juan de Zumárraga en 1539. Continuaron el oficio y dieron a la luz pulcras e importantes obras durante el siglo XVI Antonio de Espinosa, Pedro Ocharte, su hijo Melchor, Pedro y Jerónimo Balli, Antonio Ricardo, Diego López Dávalos, Bernardo Calderón y Cornelio Adriano César. En el siglo XVII destacaron Diego López Dávalos y Enrico Martínez. Importa mencionar que durante ese siglo y el siguiente las viudas de los impresores tuvieron un papel determinante en el manejo del arte y los negocios de sus esposos —en muchos casos, lucrativas empresas familiares. Los impresores se convertían con frecuencia en libreros como el clan de los Ribera Calderón comandado por las viudas Paula y María Benavides, José de Jáuregui y su viuda María Fernández de Jáuregui, Luis Mariano de Ibarra, Bernardo del Hogal y Felipe Zúñiga y Ontiveros con sus familias, entre otros.

En el siglo XVI se publicaron gramáticas, vocabularios, doctrinas y obras filosóficas de carácter religioso de autores consagrados y españoles (muchas en latín y no pocas en náhuatl o “mexicano”). La cuenta reconocida es de ciento ochenta títulos. La política cultural de estos impresos se propone apoyar la evangelización. Entre las excepciones está Francisco Cervantes de Salazar y su México en 1554.

Todavía en el siglo XVII predomina la producción de carácter religioso: sermones, cartillas, doctrinas, manuales de confesión, hagiografías, devocionarios, crónicas, etc. Sin embargo, se publican textos de carácter filosófico-teológico, algunos científicos y literarios (en latín, español y náhuatl) —destacan las ediciones de las obras de Carlos de Sigüenza y Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz. La cifra de títulos anda alrededor de mil ochocientos treinta (las cifras se han modificado con base en nuevos hallazgos: Luis González asentaba en 1985, para el siglo XVI, ciento setenta y nueve títulos; para el XVII, mil doscientos veintiocho, y para el XVIII, tres mil cuatrocientos ochenta y uno), que atienden algunas otras necesidades de los lectores más allá de su comportamiento moral y espiritual. Se monta una imprenta en Puebla en 1642. No ceden terreno las publicaciones católicas en el XVIII, sin embargo aparecen las Gacetas y una serie de obras de carácter científico entre las que llaman la atención las Gacetas de literatura de Antonio Alzate, el Mercurio volante de José Ignacio Bartolache y las obras de Antonio León y Gama. El lector presenta nuevas demandas de lectura y así lo muestran los más de siete mil títulos que salen de las imprentas más un número semejante (difícil de establecer todavía) que llega del viejo continente. La imprenta se extendió a Oaxaca (en 1720), Guadalajara y Veracruz (en 1794). Durante el periodo colonial existían mandatos del Santo Oficio que obligaban a los impresores y libreros a presentar inventarios y memorias de los libros que tenían para expurgarlos, aprobar su contenido y autorizar su distribución. Estos documentos nos permiten saber cuáles eran los títulos que llegaban de Europa, los que se imprimían en los talleres novohispanos y los que vendían en sus librerías, así como tener noticia de los que eran censurados. Constituyen una valiosa fuente para formarse una idea de la circulación de las obras y para aproximarse a las prácticas de lectura. Los libros se coleccionaban sobre todo en las bibliotecas conventuales, no obstante algunos adinerados y comerciantes llegaron a formar bibliotecas importantes.

Aparecieron, entre el XVII y el XVIII, en Nueva España las publicaciones que difunden las noticias de Europa y que, siguiendo el modelo de aquel continente, se denominaron Gacetas. Según García Icazbalceta la primera vio la luz en 1671 y fue impresa por la viuda de Bernardo Calderón; en 1687 comenzó a imprimirlas María de Ribera, heredera de la anterior, “con imprenta nueva de Amberes Plantiniana”. Contenían relaciones sueltas, compuestas de noticias de Europa mezcladas con relatos de prodigios, y duraron por lo menos hasta 1721. Al año siguiente apareció la Gaceta de México de Ignacio Castorena y Ursúa, retomada en 1728 por Francisco Sahagún. Manuel Antonio Valdés la editó de 1784 a 1810, año en que fue sustituida por la Gazeta del gobierno de México, a la que sigue la prácticamente ininterrumpida publicación de Diarios del gobierno hasta el Diario Oficial de nuestros días.

Para servir a los ciudadanos —que no querían saber más de la corte europea, de la invasión francesa a la península, y ya no se conformaban con la información de los bandos y las listas de donaciones— publicaron el Diario de México, entre 1805 y 1817, Carlos María de Bustamante y Jacobo de Villaurrutia. Los poetas de la Arcadia y otros ilustrados encontraron en este primer cotidiano espacio para sus cuadros de costumbres y juegos de estilo e inteligencia. Los periódicos insurgentes demostraron entonces el poder de la impresión de denuncias y planes: El Despertador Americano, El Correo Americano del Sur, El Ilustrador Nacional, por ejemplo. Pronto dio frutos la prensa crítica de José Joaquín Fernández de Lizardi que insistía sobre la urgencia de educar al pueblo.

En efecto, consumada la Independencia, el poder de la letra impresa sedujo a los nuevos ciudadanos. Lucas Alamán trajo de Europa en 1822 la imprenta para editar El Sol y al año siguiente llega la que servirá para publicar a su opositor La Águila. “En el siglo de las luchas —advierte Luis González—, el comercio de libros y periódicos se desata aunque la compra de impresos no es lo más sobresaliente de aquel siglo enamorado de las libertades, incluso de la de comercio. Sin mayores censuras entra al país toda clase de libros, especialmente los de esparcimiento y sobre todo novelas. Predominan los impresos en español, pero crece con el siglo la compra de literatura francesa”. El terreno para los estudios de los impresos a finales del siglo XIX era propicio y muy optimista: “Los hombres estudiosos —advertía Jesús Galindo y Villa— se preocupan por unificar las clasificaciones, adelantándose a la idea de construir sobre bases firmes la bibliografía universal internacional; proyecto que abarque el conjunto de la producción científica literaria de todos los tiempos y todos los países, comprendiendo el inventario de los artículos contenidos en las revistas. A tal objeto tienden principalmente los trabajos del Instituto Internacional de Bibliografía, establecido en Bruselas, y los de la Sociedad Real de Londres”.

Lo cierto es que la multiplicación de obras impresas y de todos los involucrados en su producción, circulación y apropiación ha impedido cumplir con tal propósito. Imposible, por ejemplo, mencionar en este resumen los nombres de aquellos hombres que dieron lustre al arte de imprimir, a los periodistas empeñados en fortalecer la opinión pública, a los historiadores apasionados por conjurar los males del pasado y a los escritores y poetas entregados a su oficio para heredarnos novelas, cuentos, crónicas y poemas, pues llenaría las cuartillas asignadas a este ensayo. Mucho se ha avanzado en el conocimiento de la cultura impresa de los siglos XIX y XX, sin embargo todavía no poseemos los inventarios completos del patrimonio cultural de esas centurias. Los impresos atendieron los diversos intereses de una sociedad que se desarrolló en medio de crisis políticas y económicas constantes, con todo y el paréntesis de la paz porfírica, entre las dos revoluciones que recordamos en el 2010. ~
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MIGUEL ÁNGEL CASTRO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Fue director de la Fundéu México y coordinador del servicio de consultas de Español Inmediato en la Academia Mexicana de la Lengua. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la máxima casa de estudios y ha publicado libros como Tipos y caracteres: La prensa mexicana de 1822 a 1855 y La Biblioteca Nacional de México: Testimonios y documentos para su historia. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo; recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.

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