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La democracia de las mezquitas
Escala Obligada | Este País | Mario Guillermo Huacuja | 01.10.2013 | 0 Comentarios

Siria y Egipto son ejemplos de sociedades del mundo árabe que se debaten entre las tradiciones fundamentalistas y las aspiraciones democráticas. El siguiente artículo es un breve recorrido por la historia reciente de esa contradicción.

©iStockphoto.com/mick1980

En 2010, cuando algunos agoreros esperaban la tercera gran revolución en México (después de la de Independencia en 1810 y la Revolución mexicana en 1910), se inició el fuego que incendió los corazones musulmanes del mundo entero. Ese año nació la llamada Primavera Árabe, un movimiento contra las dictaduras de los califas que se comparó al botepronto con las revoluciones democráticas que barrieron a los regímenes comunistas del este de Europa después de la caída del Muro de Berlín.

La revuelta se inició en Túnez, tuvo resonancias proféticas en la mayoría de los países árabes y, en una marejada teñida de sangre, derrocó a los Gobiernos sempiternos de Libia y Egipto. En Siria, donde el equilibrio de la balanza ha favorecido alternativamente a las dos principales fuerzas en pugna, se convirtió en una guerra civil de proporciones impredecibles.

Lo sucedido en Egipto ha sido una lección de civilidad a la inversa. En ese país, cuna de los faraones que gobernaban las riberas del Nilo gracias a su encarnación de los poderes celestiales, la democracia ha sido un ideal imposible de alcanzar. Después del poder absolutista de sus dinastías, que se extendió por más de 30 siglos, el país fue campo fértil para la barbarie del colonialismo y las invasiones extranjeras. Por su territorio pasaron los ejércitos persas, romanos, napoleónicos y británicos, y su independencia estuvo coronada siempre por el triunfo de las dictaduras militares.

En el siglo pasado, después de décadas de vivir bajo el imperialismo británico, los militares egipcios se rebelaron con el general Gamal Abdel Nasser al frente, cuyas tropas se cubrieron de gloria y patriotismo al derrotar a los ejércitos de la alianza Inglaterra-Francia-Israel. Pero después de eso sobrevino el caos. El sucesor de Nasser, un hombre afable y pragmático llamado Anwar al-Sadat, murió asesinado por un fanático. Los generales, dignos herederos del poder inabarcable de los faraones, se enfrascaron en luchas soterradas, hasta que un piloto de aviones educado en la Unión Soviética, Hosni Mubarak, llegó para poner orden entre los caciques.

Mubarak fue una mezcla de la tradición autoritaria y la modernidad pero, sobre todo, fue un ejemplo de cómo amasar grandes fortunas al amparo del poder. No era un radical, ni mucho menos. No fustigaba a los judíos en sus discursos. Su palabra era tan moderada que muchos fundamentalistas trataron de matarlo. Es más, en la guerra contra Saddam Hussein, se puso del lado de los norteamericanos.

Mubarak duró en el poder tres décadas, y al calor de la Primavera Árabe tuvo que abandonar su célebre y lujoso palacio de Heliópolis. Millones de jóvenes, acicateados por la prohibición de Twitter y el uso de las redes sociales, descubrieron que podían convocarse de manera muy sencilla, organizar marchas con sus celulares, dispersarse con un tweet a la llegada del Ejército, copiar a los jóvenes que inventaban el nuevo mundo desde sus celulares. La revolución había llegado por internet.

En julio de 2011, después de varios meses de inestabilidad y jaloneos, la ciudadanía acudió a las urnas para elegir presidente. En una contienda muy cerrada, el ganador fue Mohamed Morsi, un ingeniero salido de las universidades de California que declaraba que creía en la democracia como sistema incluyente de gobierno y contaba con las simpatías de los mandatarios del mundo occidental, empezando por Barack Obama.

El único detalle, que los analistas tomaban con cierta reserva, era que el partido que apoyaba a Morsi —llamado la Hermandad Musulmana— es una agrupación doctrinaria cuyos estatutos señalan que para gobernar no hay más camino que las enseñanzas del Corán.

Y así fue porque, en un año de gestión, Morsi tuvo la mala estrella de gobernar solamente para los suyos, acaparando todos los cargos y dejando fuera las demandas de la oposición, ya fuesen los militares que contendieron en las elecciones o las minorías coptas, que siempre han estado al margen de la política.

El despotismo se montó en las espaldas del triunfo democrático de Morsi. Siendo el primer presidente civil de la historia de Egipto, gobernó como sus antecesores. Despidió de sus cargos no solamente a funcionarios públicos, sino también a periodistas y editores laicos. Redactó una nueva constitución con escritores islámicos y buscó la obediencia de sus gobernados por decreto presidencial. Mientras tanto, la nueva administración malgastó el presupuesto, frenó la inversión, disminuyó los recursos básicos para el sector social, premió a los funcionarios entrantes con prebendas ilícitas y alentó la corrupción. Los resultados no se hicieron esperar: la importación de alimentos básicos no alcanzó y el pan empezó a escasear; los cortes de energía fueron cada vez más frecuentes; el desempleo se disparó y la migración del campo a la ciudad aumentó. No todo fue su culpa, pero al año de gestión el presidente Morsi fue depuesto por un golpe de Estado.

©iStockphoto.com/mick1980

Y entonces sobrevino la guerra, un enfrentamiento sin mediaciones entre los seguidores del presidente Morsi y los altos mandos del Ejército, que tuvo como telón de fondo las antiguas rivalidades entre las dos grandes sectas que dividen al Islam, los sunitas y chiitas. El Ejército dio un golpe de Estado, según sus propios argumentos para restablecer la democracia. Los Hermanos Musulmanes, por su parte, iniciaron una movilización enorme, también para restablecer la democracia. Los mandatarios del mundo occidental, temerosos y confundidos, prefirieron no hablar de golpe de Estado. La disyuntiva no era halagüeña. Si apoyaban a los Hermanos Musulmanes, estarían apoyando a una organización que esgrime los conceptos más antidemocráticos del Islam, sobre todo en lo que toca a la participación de las mujeres en la vida pública. Y si apoyaban al Ejército, estarían del lado de la tradición castrense, las soluciones de fuerza en lugar de los acuerdos y los vestigios del régimen de Mubarak. Había que esperar.

Y esa espera ha arrojado centenas de muertos, baños de sangre en las plazas principales de El Cairo, un enfrentamiento sordo que divide familias y un cúmulo de atentados terroristas. En Egipto, después de un amanecer alborozado que parecía la puerta de transición hacia una práctica democrática de las funciones del Estado, ha caído la noche de la intolerancia. Aunque todos los bandos se dicen defensores de la democracia, no hay a cuál apostarle.

Y en Siria la situación no puede ser peor. La Primavera Árabe desató un movimiento que buscó desde sus orígenes la salida de Bachar al-Asad, un califato de viejo cuño que se gestó en los años de bonanza petrolera, y que representa la continuidad de una dinastía tiránica con ciertos baños de educación europea. Bachar es el benjamín de una familia que sentó sus reales en Damasco; estudió en Londres, se casó con una belleza árabe educada en las escuelas anglicanas de Inglaterra, viste trajes muy elegantes en lugar de los turbantes y las togas clásicas, y su presencia fue vista como una atisbo de civilidad en una región tapizada por los conflictos étnicos y las balas.

Pero las apariencias se derrumbaron pronto. Durante su mandato, se supo que su Gobierno estuvo involucrado en el atentado terrorista que le costó la vida al ex primer ministro libanés Rafic Hariri; en el campo privilegió la depredación y el agotamiento de tierras otorgadas a latifundistas afines a su Gobierno, y en Damasco su fama de atrabiliario se extendió por los barrios más pobres de la ciudad. Por eso, montados en el oleaje libertario de la Primavera Árabe, los jóvenes llamaron a la rebelión en las redes sociales, los exiliados del campo aprendieron tácticas de la guerrilla urbana y pronto se formó una constelación rebelde que puso en jaque al Gobierno.

En abril de 2012, ante la perspectiva de una guerra civil de largo plazo, las Naciones Unidas intervinieron para tratar de detener algo que se avizoraba como una carnicería. El enviado oficial, el exsecretario de la Asamblea General, Kofi Annan, utilizó sus enormes recursos como negociador para sentar a la mesa a las partes en conflicto, pero Estados Unidos se valió de su influencia para desbarrancar las negociaciones y apostarlo todo al apoyo a las fuerzas rebeldes y el derrocamiento de Al-Asad.

Como de costumbre, la Casa Blanca se involucró apoyando a uno de los grupos internos, sin medir las consecuencias a futuro y, sobre todo, sin calibrar con más precisión el comportamiento de sus aliados en condiciones cambiantes. Por eso, muchas veces, los antiguos aliados se han transformado en sus enemigos acérrimos. Ese fue el caso de Saddam Hussein, su aliado en la guerra contra el ayatolá Jomeini de Irán, y el de Osama Bin Laden, su antiguo baluarte en Afganistán contra la invasión de la Unión Soviética.

Ahora, nuevamente, Estados Unidos hace apuestas de alto riesgo. El 24 de agosto pasado tuvo lugar un ataque a la población de Siria con armas químicas, y la Casa Blanca se aprestó a documentar el hecho de que el ataque salió de los Ejércitos del Gobierno sirio. El mundo entero condenó la medida. Las armas químicas fueron prohibidas desde 1993 en un protocolo de las Naciones Unidas, y las democracias occidentales urgieron a tomar medidas de inmediato. Muchos analistas trajeron a la memoria el atentado con gas sarín que se realizó en el metro de Tokio en 1995 por un grupo de fanáticos religiosos, donde varios pasajeros perdieron la vida de una manera ominosa. El gas sarín, una de las armas químicas más utilizadas, provoca graves quemaduras en los bronquios y los pulmones, y la muerte por asfixia que sobreviene es lenta y dolorosa.

Al igual que en la guerra de Irak, donde el pretexto para estallarla fue la supuesta existencia de armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein, los prolegómenos del ataque han sido muy reducidos: los blancos serían únicamente objetivos militares, de preferencia aquellos donde se produjeron las armas químicas. De esta forma, si el ataque se realizara, el mundo lo vería como un escarmiento al tirano por su falta de respeto a los acuerdos internacionales. Y sí, el gas sarín es espantoso, pero los efectos de las armas llamadas convencionales también lo son.

Egipto y Siria son los rescoldos trágicos de la Primavera Árabe. En ambos países, la aspiración popular más visible ha sido la democracia, pero los sujetos capaces de luchar por su causa están muy lejos de ser demócratas. En Egipto, en un proceso electoral limpio, triunfó una organización religiosa excluyente de otras opciones, y el presidente electo legítimamente fue derrocado por un golpe militar a la vieja usanza, que reinstaló un Gobierno castrense similar al del último dictador de la serie, Hosni Mubarak.

Y en Siria, el uso de armas químicas ha desnudado al Gobierno del tirano Al-Asad, pero algunas fuentes sostienen que los rebeldes también han utilizado armas químicas. ¿A quién apoyar? Lo cierto es que el mundo árabe tiene una dificultad congénita para que los rivales políticos puedan llegar a acuerdos. Esa tradición arcaica, fanática y guerrera es el lado opuesto de la democracia. 

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MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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