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Sobre la faena humana
Cultura | El Espejo De Las Ideas | Este País | Eduardo Garza Cuéllar | 01.02.2014 | 0 Comentarios

Solo cuando el hombre haya superado a la

muerte y lo imprevisible no exista, morirá la

Fiesta de los Toros y se perderá en el reino

de la utopía, y el dios mitológico encarnado

en el toro de lidia derramará vanamente su

sangre en la alcantarilla de un lúgubre

matadero de reses.

Jacques Cousteau

Cuando alguien, hace pocos años, propuso a una revista de desarrollo humano un artículo sobre toros, el corrector de estilo no pudo terminar su tarea: fue dejando en las hojas crecientes señales de su indignación hasta que, a la mitad del texto, dio por terminada su labor y adjuntó una nota en la que expresaba a los editores una condena, severa y apasionada, a la fiesta brava.

Más allá de la polémica abierta en torno al toreo, de cada vez más manifestaciones y propaganda política en contra, la fascinación que los toros han ejercido sobre el hombre a través de los siglos, así como la indeleble huella que dejan en la cultura y en el arte, invitan a trascender (al menos a poner entre paréntesis) el juicio apriorístico para intentar su comprensión como fenómeno humano. Cualquier fenómeno cultural que haya dejado huella en la historia merece ser comprendido antes de ser juzgado. La intención de este escrito es contribuir a dicho esfuerzo, previo al juicio moral y distinto de una interpretación de carácter técnico o histórico, para la que hay muchos realmente dotados.

Esta propuesta parte más bien de mi experiencia de la fiesta brava, así como de la intuición que surge de ella: que el toreo dice al hombre mucho de su propia condición existencial, que, como arte representativo, nos permite reconocernos en él y que en ello radica una de las claves que explican esta afición ancestral, aparentemente carente de sentido e incorregible.

En términos generales, el arte representativo nos permite acceder al misterio y al drama personal de otros, a la intimidad ajena, que en principio es infranqueable; nos permite hacer nuestras otras historias, vivir vidas que inicialmente no son la propia, pero que terminan siéndolo.

En un sentido más específico, la tragedia constituye la escenificación de la muerte y, junto con ella, la de todos los temores que nos son posibles. Nos permite acceder a la dimensión oscura de la vida no de manera virtual, sino vivencial y representativa. Junto con ello nos facilita tanto aprender de las pérdidas que no hemos experimentado individualmente, como prepararnos para las afrentas de nuestra existencia futura.

Esta vivencia —maravillosa, interesantísima— de empatía ocurre, desde la tragedia griega, a condición de haber catarsis, es decir, solo cuando la lucha entre el cosmos y el caos se representa sin reservas, cuando no hay atajos, cuando no se accede a la tentación literaria de la moraleja ni a la del final feliz. La tragedia nos da acceso al dolor universal y a su aprendizaje en la medida que permite a la muerte expresarse con libertad e intensidad y cuando, a pesar de ello y por ello, la vida emerge desde su propia negación y sus cenizas. En este sentido los dramaturgos provocan, desde la representación de la muerte, una paradójica lección de vida y una celebración de la misma.

La propuesta que aquí presento consiste precisamente, como he anunciado, en interpretar la fiesta brava como una representación artística más de la experiencia humana, específicamente en el inevitable bastión trágico de la misma que fascinara, entre muchos otros, al bueno de Unamuno.

Mercedes Fernández

Al igual que en el teatro, la vida y la muerte se debaten en cada faena, aunque, a diferencia de lo que ocurre en aquel, los toros ponen realmente en juego la vida; al dramatismo de la representación se suma el de la verdad.

Por otro lado, la lidia de reses bravas no pone tanto el acento en la caracterización de personajes, sino en la trama interna que se libra en cada historia personal que se asume con autenticidad. El buen matador torea desde su irrepetible identidad y desde su personalísima historia: se representa a sí mismo.

Para el maestro Carlos Septién se trataba del más teológico de los espectáculos. El toro, fuerte, horizontal y bravo, normalmente negro, representa la muerte, es destrucción y caos, bestialidad pura; mientras que el torero, esbelto, erguido hacia el cielo, encarna vida y espíritu. Uno constituye la sombra, el otro viste de luces. Y el arte taurino, como el de la existencia, surge de la polaridad no exenta de tensión y de conflicto entre ambos.

En un mundo valorado por la aceleración y la prisa, el toreo es testigo de otra lógica, quizá de otro tiempo o —más aún— de un tiempo sin tiempo: el mejor pase es el más templado, aquel que detiene el reloj, la antítesis de la Fórmula 1, el que retrasa el transcurrir para representar el acontecer humano.

Al igual que la historia, emerge de la danza de lo real y lo posible, del control y el caos, del tiempo y el sintiempo: es la fiesta de la vida que se reconoce reflejada en sus límites, ante la posibilidad de perderse. ¿Será por ello que el toreo es una de las pocas expresiones públicas en la que miles de personas, por momentos, comparten un silencio profundo, casi reverencial? ¿Se debe a ello que quien experimenta con profundidad la fiesta no vaya a la plaza a divertirse, sino, más bien, a convertirse?

En el centro de lo taurino está la dialéctica muerte-vida, ese sentido del sacrificio que la moral posmoderna desprecia e ignora: todo ser vivo se alimenta necesariamente de la muerte de otro. Hay que morir para vivir, pero no todos lo saben o prefieren sacarlo de su horizonte visual. Quien come con los ojos abiertos descubre en su vida un carácter sagrado que lo invita al compromiso con la existencia misma: se siente llamado a construir una vida más digna que aquella de la que se ha nutrido. ¿Será por eso que a la moral contemporánea —evasora de los precios y las consecuencias de sus opciones—, hija del pensamiento mágico (que solo considera existente lo que está en su campo visual) le irrite a tal grado esta fiesta? ¿Tiene que ver su lentitud ritual con la reacción emocional que genera en una sociedad ignorante de su destino y marcada por la aceleración?

Nacido en lo limítrofe, el toreo se hace también en la frontera de lo femenino y lo masculino. La masculinidad, esencialmente recta, ocurre en cada embestida, pero la bravura no se confronta con más fuerza: se lidia con la sutil elegancia de la curva, con intuición y con arte: femeninamente. Solo en el momento de la verdad, al coronarse la faena, una recta acaba con la vida del toro, enfrentando al matador con su propia muerte.

El arte taurino pertenece, a la vez, al reino de las llamadas artes del tiempo, como la música y la literatura, y a las del espacio, como la arquitectura y la pintura. El conocimiento de los tiempos y de los terrenos, de la musicalidad y de la plástica, constituye la clave de la maestría taurina. El toreo habla de nuestra condición espacio-temporal, al tiempo que, como la vida, constituye un arte irrepetible. Cada toro reta de manera distinta la comprensión del torero y lo hace de forma diferente en cada momento de la lidia: admite la preparación, pero no el ensayo; exige maestría, pero reta permanentemente a la intuición creadora. Se requiere un ojo educado para captar al Goya que se dibuja y desdibuja en una faena ante nuestros ojos.

No hay faena idéntica, como no hay vida repetible: los tercios de una corrida transcurren como los tiempos de una sinfonía efímera: nos sugieren la entrega a un presente que no debe precipitarse ni puede almacenarse, pero que cuando ocurre —lo sabe quien lo ha vivido— se vuelve paradójicamente indeleble, pariente de lo eterno.

No hay cartel, plaza ni encierro que garanticen esta experiencia, como tampoco hay acontecimiento que garantice el desarrollo humano. Una mala tarde, sin catarsis, nos deja con la desazón indescriptible de una tragedia malograda. Una buena, justifica muchas malas.  ~

________

EDUARDO GARZA CUÉLLAR es licenciado en Comunicación y maestro en Desarrollo Humano por la Universidad Iberoamericana, y posgraduado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha escrito los libros Comunicación en los valores y Serpientes y escaleras, entre otros. Se desempeña como Director General y Consultor del despacho Síntesis.

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