Si con la escritura —que facilitó el registro de una parte de la experiencia sensible, intelectual y emocional— nació la civilización, ¿qué podemos esperar de las herramientas digitales, que multiplican exponencialmente nuestra capacidad de recoger y recobrar información? Una nueva era, en opinión del autor.
Una larga tradición de pensamiento filosófico, con Aristóteles a la vanguardia, ha asegurado siempre que el rasgo que distingue a los seres humanos del resto de los seres vivos es su peculiar inteligencia. Pero hablar de inteligencia en términos generales es una presunción antropocéntrica y una práctica sin sentido para la ciencia contemporánea. Si queremos brindar verdadero valor a esta concepción, es necesario formularnos algunas preguntas de especial interés: ¿Qué significa esta particular capacidad o cómo se manifiesta en nuestras vidas? ¿Los seres humanos somos los únicos animales que disfrutamos de esta capacidad o algunas disciplinas, como la etología, pueden demostrar la existencia de inteligencia en otros animales? ¿La inteligencia humana es esencialmente diferente por el papel de las prácticas culturales en su construcción o, más bien, es igual o más limitada que la de otras especies?
Por inteligencia humana podemos entender tres facultades estrechamente vinculadas entre sí, pero muy diferentes por su manifestación. En primer lugar, podemos hablar de inteligencia simbólica, entendida como la capacidad mental de crear y usar símbolos de representación, así como lenguajes articulados y significativos para transmitir información. En segundo lugar, podemos hablar de inteligencia racional, entendida como la capacidad mental de elaborar juicios lógicos y de resolver problemas concretos, abstrayendo datos empíricos, analizándolos, formalizándolos y transformándolos en conocimientos estables que son potencialmente transmisibles mediante instrumentos lingüísticos. Finalmente, podemos hablar de inteligencia emocional, concibiéndola como la capacidad mental de controlar y gestionar nuestras emociones, nuestros sentimientos y las relaciones que mantenemos con otros seres vivos.
Esta primera clasificación nos muestra que es importante diferenciar la inteligencia humana de la inteligencia animal por una cuestión fundamental: la inteligencia humana se manifiesta en la creación de lenguajes que permiten la transmisión de información a través del tiempo mediante prácticas culturales. Como han demostrado muchos estudios científicos, el ser humano es un animal que, desde el punto de vista de su anatomía y su fisiología, no cuenta con sentidos tan agudos ni con defensas tan potentes como otros animales. El sentido de la vista del ser humano es deficitario respecto a la capacidad de un águila, su sentido del olfato o de audición son deficitarios respecto a los de un perro, etcétera.1 A pesar de esto, los seres humanos han demostrado una inteligencia inusitada para transmitir información de una generación a otra por medios culturales. El manejo de esta información, su conservación y su perfeccionamiento son parámetros importantes para entender el tipo de inteligencia de nuestra especie, así como las causas de nuestra adaptación y subsistencia a lo largo de la historia.
Las distintas manifestaciones de la inteligencia humana están estrechamente vinculadas con la conciencia. Esta peculiar e íntima relación la podemos analizar mediante tres ejemplos prácticos. Primeramente, es fácil percatarnos de que cualquier tipo de discurso reflexivo es expresado mediante algún lenguaje o sistema de representación. Ya sea que nos refiramos a una descripción, a una interpretación o a la explicación de algún fenómeno, la forma en la que opera el raciocinio humano es a través de símbolos significantes. Esta característica la comparten el arte, las ciencias y las técnicas, teniendo cada una distintos tipos de lenguajes. En segundo lugar, cuando describimos un problema matemático para plantearlo a un interlocutor, solamente reconocemos la presencia de una elevada inteligencia racional si este es capaz de describir y explicar los procesos necesarios para resolver el problema y verificarlo. De este modo, actualmente somos capaces de hablar de grados de inteligencia racional, pudiendo elaborar pruebas en las que se mide con cierta efectividad la capacidad lógico-deductiva de una persona.2 Por otra parte, cuando hablamos de inteligencia emocional, solamente atribuimos esta capacidad a individuos que son plenamente conscientes en la gestión de sus sentimientos y emociones. En este sentido, también existen pruebas que pueden medir en una escala gradual la capacidad empática de una persona hacia otras personas o hacia otros seres vivos.3 En ambos casos, la utilización de dichas pruebas es relevante por una razón: mediante estas técnicas se intenta descartar las respuestas fortuitas y no conscientes, permitiendo medir con una precisión bastante aceptable las respuestas conscientes de los individuos.
A lo dicho hasta ahora habría que oponer un problema de fondo: la conciencia, al igual que la inteligencia o la memoria, es una capacidad psicobiológica que depende de complejos procesos cerebrales. En este sentido, cabría preguntarnos: ¿cómo podemos definir la conciencia o intentar conocerla sin remitirnos a la memoria? Del mismo modo, cabría cuestionarnos: ¿la memoria es solamente una capacidad biológica o, más bien, es una capacidad sociocultural e histórica vinculada a la transmisión de información relevante para nuestra conservación como especie?
La inteligencia, la memoria y la conciencia han sido consideradas por la tradición filosófica como facultades diferentes, pero complementarias. Pensemos, por ejemplo, en el concepto contemporáneo de las ciencias, entendidas como procesos protocolarios de experimentación controlada en los que se acumulan datos relevantes que pueden ser comparados entre sí por diferentes individuos mediante distintos procedimientos, siendo transmisibles mediante recursos lingüísticos. La conciencia humana se manifiesta en estas actividades como una facultad individual y social que requiere el desarrollo de la capacidad de recordar, de comparar, de encontrar semejanzas y diferencias en los acontecimientos registrados o registrables. Sin memoria no podría existir la conciencia, aunque sin conciencia puede existir cierto tipo de memoria biológica como sucede, por ejemplo, con el automatismo de nuestras pulsiones orgánicas o con la información que se hereda genéticamente.
Nuestro conocimiento actual del funcionamiento del cerebro humano nos hace creer que es muy probable que la estrecha relación entre la memoria, la conciencia y el desarrollo exponencial de la inteligencia humana se haya forjado en tiempos remotos y oscuros.4 Aun así, podemos situar con cierta precisión su origen en las primeras actividades de registro de experiencias vitales: en la creación de ritos sagrados para recordar a los muertos; en los primeros intentos de expresar mediante figuras simples los acontecimientos cotidianos de las pinturas rupestres; a través de una serie de normas o recomendaciones para el cuidado de la vida, etcétera.
El desarrollo de la historia de la humanidad, desde sus albores hasta nuestros días, sugiere que el acrecentamiento de nuestra inteligencia está íntimamente relacionado con el desarrollo de las técnicas del recuerdo. Al ser animales desprotegidos biológicamente, hemos sido capaces de conquistar pequeños y paulatinos avances en nuestra capacidad de registrar datos, de compararlos y de transmitirlos a las generaciones futuras, siendo las ciencias, las técnicas y las artes los principales motores de esas transformaciones, pues nos han dotado de instrumentos para nuestra supervivencia. No obstante, esos cambios se han acumulado y perfeccionado lenta y progresivamente, muchas veces avanzando en algunos aspectos y retrocediendo en otros. Un ejemplo claro de este fenómeno puede verse si comparamos el estado de la geometría euclidiana en la Grecia clásica con el estado general de las matemáticas en la Europa medieval. La historia del mundo, hasta hace algunos siglos, ha ejemplificado la prevalencia de ciertas técnicas de recuerdo en detrimento de muchas otras.
La gran revolución en nuestra manera de acrecentar la memoria y la conciencia tuvo lugar cuando se inventaron los lenguajes escritos. Actualmente sabemos que este proceso fue largo y dificultoso. Sabemos también que la creación de la escritura fue un proceso jerarquizado en el que prevalecieron normas socioculturales de exclusión. Considerada en sus orígenes como una práctica mágica, divina y esotérica, la conservación de la memoria histórica a través de la escritura jamás estuvo tan democratizada como en nuestros tiempos. La actividad de registrar datos mediante textos escritos que podían sobrevivir al paso del tiempo estuvo reservada durante gran parte de la historia a unos cuantos elegidos que, en teoría, debían conservar la pureza y el sentido de la memoria escrita.
En la historiografía moderna, la escritura es considerada el fundamento de las civilizaciones históricas, pues se reconoce que la presencia o ausencia de escritura es la referencia más importante para distinguir las culturas prehistóricas de las culturas históricas. Para los defensores de este criterio, la escritura es la labor humana elemental en tanto que mediante ella los pueblos adquieren conciencia de sí mismos, desarrollando un conjunto de representaciones significativas transmisibles a las generaciones posteriores. En el fondo, se trata de algo más que eso: se trata de la transmisión de información relevante que ha permitido a muchas generaciones afrontar los peligros y las indigencias de la condición humana a través del tiempo.
A pesar del gran avance que ha significado el nacimiento de la escritura en la historia de la especie humana, los registros recogidos mediante esa técnica han sido siempre escasos y muy limitados. Podemos decir, de hecho, que en la mayoría de las ocasiones contemplaban solamente una pequeña cantidad de datos elegidos arbitrariamente, esto es, de acuerdo a criterios considerados importantes por el escritor o creador de recuerdos. Por eso mismo, en la labor histórica moderna se ha reconocido la importancia de interpretar todo tipo de registros arqueológicos con la finalidad de brindar una concepción justificada y verosímil de los acontecimientos pasados, sin recurrir exclusivamente a la exégesis y la hermenéutica de textos antiguos.
Nuestra inteligencia como especie siempre había estado condicionada por las capacidades tecnológicas de conservar o interpretar los eventos pasados mediante recursos bastante limitados como la escritura. En la era digital este paradigma está cambiando aceleradamente, pues se está llevando a cabo, silenciosamente, una nueva revolución historiográfica por las tecnologías digitales que permiten la creación y conservación de registros empíricos a una escala siempre creciente. Esto significa que hoy somos un mundo en el que se registran datos a tal escala que las siguientes generaciones contarán con información bastante detallada acerca de nuestra situación, nuestros problemas y nuestras preocupaciones.
Aunque muchos de los objetos que están permitiendo esta revolución no pueden considerarse invenciones de nuestro tiempo, pues sus prototipos fueron diseñados en siglos anteriores, la característica más importante del mundo actual es la masificación de estas herramientas en la vida cotidiana debido a la universalización de las tecnologías digitales. Con el nacimiento y el crecimiento exponencial de internet, esos objetos se han convertido en potentes instrumentos de registro, pues permiten la gestión masiva y la permanencia in eterno de los datos que forman parte de la red. Los objetos que de manera más importante están provocando la masificación de la memoria digital son los nuevos smartphones, pues son herramientas complejas para el intercambio y registro de datos. Gracias a su uso, el individuo participa, inconscientemente, en una forma de registro detallado del mundo presente, ya sea a través de videos, fotografías, blogs, noticias, ensayos y publicaciones científicas, o a través de la transmisión y el almacenamiento de sensaciones subjetivas como emociones, sentimientos u opiniones. Esta tecnología tiende a evolucionar, promovida por el desarrollo de herramientas que permiten una interacción más natural entre el objeto y el cuerpo humano, como los Google Glass. En esta empresa se empieza a hablar de la posibilidad de concebir a la persona humana como un algoritmo informático. Nuestra forma de entender la memoria, la conciencia y la inteligencia cambiará drásticamente porque la propia condición humana será modificada por el uso cotidiano de las creaciones tecnológicas.5
De la misma forma que actualmente hablamos de una era prehistórica y de una era histórica refiriéndonos al criterio de la escritura, en un futuro se hablará de una era predigital y de una era digital, considerando la masificación de internet como un punto de inflexión en la historia. Este cambio cultural definirá en gran medida el futuro que construiremos como humanidad. Por una parte, nos daremos cuenta de que la nueva edad histórica nos permite formas de comunicación con un enorme potencial tecnológico. En la sociedad de la información y del conocimiento de la que ha hablado en las últimas décadas Manuel Castells, la tecnología se convertirá en el más importante motor de la historia.
Actualmente, la especie humana está experimentando una suerte de revolución cognitiva mediante el perfeccionamiento de la inteligencia relacional y de la capacidad de búsqueda y discriminación de los datos contenidos en la red. La inteligencia no será vista nunca más como mera memoria y conciencia, porque cada vez utilizaremos con mayor frecuencia nuestras herramientas tecnológicas para recordar. El recuerdo tendrá para nosotros un valor predominantemente instrumental. La información a la que podamos acceder desde internet tendrá verdadero valor en la medida que sirva para ayudarnos a resolver problemas concretos. Este cambio global también provocará varios cambios lingüísticos. Algunos elementos de estas transformaciones son evidentes ya en los análisis que se han elaborado sobre la forma de comunicación entre los jóvenes a través de Twitter, Facebook, Instagram, etcétera.6
Es necesario reflexionar sobre la implicación de las transformaciones tecnológicas en la configuración de la condición humana. El ser humano ha demostrado ser un animal plástico y poiético, esto es, un animal que se adapta a la realidad y que adapta la realidad a sus necesidades. Aunque parece manifiesto que Mnemósine —personificación de la memoria en la mitología clásica— sufrirá una metamorfosis en la era digital, debemos trabajar para que el desarrollo de nuestra inteligencia no ocurra exclusivamente a nivel simbólico y racional, sino también a nivel emocional. De otro modo, puede ser que el potente instrumento natural con el que contamos para sobrevivir se convierta en un arma que dispara contra nosotros, convirtiéndonos en máquinas o autómatas, esto es, en meros instrumentos de nuestros instrumentos.
1 Mayor información en: Mascalzoni y Regolin, “Animal visual perception”, en Wiley Interdisciplinary Reviews: Cognitive Science, vol. 2, 2011, pp. 106-116. Disponible en: <http://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1002/wcs.97/abstract>.
2 Gottfredson y Saklofske, “Intelligence: Foundation and Issues in Assessment”, en Canadian Psychology, vol. 50, n. 3, 2009, pp. 183 y ss. Recurso disponible en: <http://www.udel.edu/educ/gottfredson/reprints/2009intelligencefoundations.pdf>.
3 Mayer et al, “Emotional Intelligence: Theory, Findings, and Implications”, en Psychological Inquiry, vol. 15, n. 3, 2004, pp. 197-215.
4 Un interesante texto sobre este tema en Maffei, Lamberto, “Cervello e cultura”, en Il mondo del cervello, Laterza, pp. 67-82.
5 Keen, Andrew, “L’ época dell’ intelligenza in rete”, en Vertigine digitale, 2012, pp. 59-62
6 Para profundizar en el tema, se recomienda la lectura de Castells, Manuel, Redes de indignación y esperanza: los movimientos sociales en la era de Internet, Alianza, Madrid, 2012.
Consulte la bibliografía de este texto en la versión electrónica <www.archivo.estepais.com>.
__________
DIEGO ALFREDO PÉREZ RIVAS es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es investigador invitado en la Università degli Studi di Torino con un proyecto apoyado por el Conacyt.