“La salud no lo es todo, pero sin salud no tenemos nada”, decía Schopenhauer. Esto es cierto para los individuos, pero también para las sociedades. Lo que sigue es un diagnóstico sucinto de las condiciones de la salud en México y de nuestro sistema sanitario, así como una advertencia sobre los riesgos de mantener el rezago.
La mayor desventaja de México frente a otros países con los que debemos competir no solamente está en nuestro bajo nivel educativo, en la falta de verdaderas oportunidades laborales o en la inseguridad que azota a una buena parte del territorio nacional: uno de los mayores problemas tiene que ver con la salud de los mexicanos y el escaso acceso a servicios sanitarios.
Si las personas no tienen buena salud, da igual que haya muchas universidades, que crezca la oferta de empleos bien pagados o que se dejen de cometer homicidios. Sin salud, ninguna de las cosas que ofrece la vida puede ser aprovechada y disfrutada: se resiente el individuo y se resiente la sociedad en su conjunto.
Gracias a la evidencia empírica, sabemos por ejemplo que “un año de incremento en la esperanza de vida se traduce en un incremento de entre 1 y 4% del PIB. En términos de productividad, las diferencias en la salud explican aproximadamente 17% de la variación en el producto por trabajador”.1
Por el contrario, un sistema de salud precario —como el mexicano— “puede afectar el crecimiento económico de la nación al debilitar la productividad laboral, aumentar la carga de las enfermedades y reducir la participación de la familia en la actividad económica, en la asistencia escolar y en el aprendizaje. Las deficiencias en las condiciones de salud ante la ausencia de cobertura de aseguramiento también tienen impacto en la situación de pobreza mediante el gasto catastrófico en servicios de salud y la reducción en la capacidad para trabajar”.2
Así, los indicadores de México en esta materia siguen siendo realmente lamentables, en comparación con los demás países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), pese a los innegables avances de los años recientes.
Las dificultades comienzan desde el nacimiento o incluso antes. Uno de cada once niños mexicanos, por ejemplo, tiene bajo peso al nacer, frente a naciones que presentan mucho mejores datos, como Suecia o Islandia (1 de cada 25 niños) o incluso Chile, país más cercano a nosotros, con 1 de cada 17 (ver la Gráfica 1).
La mortalidad de niños mexicanos menores de un año multiplica por 10 la de Islandia, sextuplica la de Eslovenia y duplica la de países de ingresos medios como Chile, Polonia y Hungría. Incluso China, con problemas de cobertura sanitaria mucho más acentuados que los nuestros, tiene una menor tasa de mortalidad infantil.3
Por el contrario, nuestra población adulta es la segunda más obesa del mundo, solo detrás de la de Estados Unidos. Uno de cada tres mexicanos es obeso. Eso es lo que explica en parte que 1 de cada 11 mexicanos sea diabético, el triple que en países como China, Sudáfrica o Indonesia. Según las autoridades sanitarias, la diabetes es ya la primera causa de muerte en el país. Cada dos horas mueren cinco personas por complicaciones relacionadas con esa enfermedad. Y atender a la población diabética no es en modo alguno barato. Diecisiete por ciento de todo el gasto federal en salud se dedica a la atención de dicho padecimiento y sus complicaciones.
El resultado es que desde 1960 los varones mexicanos han ganado 2.8 años de vida y las mujeres 3.4. Puede parecer mucho, pero no lo es si consideramos que los hombres japoneses han ganado 7 años de vida y las mujeres 10. En promedio, en los países de la OCDE los varones han ganado 4.4 años de vida y las mujeres 5.6. México está rezagado.
Una explicación de lo anterior tiene que ver con el escaso gasto que dedicamos a la salud. México gasta únicamente 6.4% del PIB —contando el sector público y el privado—, frente a un nivel de gasto de los países de la OCDE que alcanza 9.6%. Brasil, por ejemplo, gasta 9% de su PIB en salud y Chile 8.4 por ciento (ver la Gráfica 2).
Además, a diferencia de otros países, el sector público mexicano desembolsa poco menos de la mitad de ese gasto: el resto recae en las familias, la mayoría a través del pago directo y una proporción mínima mediante los seguros de salud privados.
Otro punto muy importante tiene que ver con el gasto en medicinas: el país en su conjunto abona el equivalente a 249 dólares por persona al año; muy poco si lo comparamos con los 487 dólares anuales que en promedio gastan los países de la OCDE.
En cuanto a la infraestructura sanitaria, las diferencias son igualmente marcadas. En México tenemos 1.7 camas de hospital por cada mil habitantes, frente al promedio de los países de la OCDE de 5.1 camas. En el mismo sentido, tenemos pocos médicos —únicamente dos por cada mil habitantes, frente al promedio de 3.1 de las naciones de la OCDE— y personal de enfermería —2.5 por cada mil habitantes, contra 8.4 de la OCDE y muy lejos de los 15.3 de Islandia o 15.2 de Suiza.
La consecuencia es que un mexicano promedio consulta a un médico solamente 2.9 veces al año: 4 veces menos que un japonés, un coreano, un eslovaco o un húngaro. En parte eso explica que vivamos menos: las mujeres mexicanas tienen una mortalidad prematura tres veces superior que las islandesas, dos veces más que el promedio de los países de la OCDE y 50% más que las chilenas.4
Se podrían ofrecer más datos, pero con toda seguridad los que se acaban de presentar nos dan los elementos para comenzar a tomar medidas y suministrar un esquema de gasto en salud mucho más amplio y efectivo. La inversión pública en este rubro debería enfocarse en corregir la inequidad existente en la atención médica y ser mucho más efectiva.
Además de dramática, la realidad resulta absurda. Mientras que en la capital del país el Estado invierte 7 mil 355 pesos anuales por habitante en salud, en Chiapas solo son mil 805 pesos. En entidades como Nuevo León, Coahuila o Baja California Sur prácticamente la totalidad de los partos son atendidos por personal especializado; por el contrario, en Chiapas solo uno de cada tres partos recibe este tipo de atención.5
La mortalidad materna durante el embarazo y el parto en Guerrero multiplica por cinco a la de Nuevo León. Es decir, mientras que el primero se asemeja a un país africano de escaso desarrollo, el segundo está más cerca de cualquier nación del primer mundo. Las disparidades al interior de México son abismales.
Sin embargo, las desigualdades no solo dependen de la entidad en la que se viva. También tienen que ver con el tipo de institución sanitaria a la que se tiene acceso. Más allá de los mexicanos que no tienen ningún tipo de cobertura —aproximadamente un tercio, es decir, alrededor de 38 millones según el censo de población—, aquellos que sí tienen acceso lo hacen en condiciones muy distintas. Nuestro sistema de salud genera marcadas diferencias entre la población y reproduce (o incluso agudiza) la inequidad social.
Quienes acceden a las instituciones de salud en las que el Estado gasta más dinero —independientemente de las aportaciones de los propios beneficiarios—, son los sectores sociales con menores carencias: nos referimos a los derechohabientes del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE).6
En el caso del IMSS, únicamente 7% de sus afiliados se encuentra entre el 20% más pobre. Por el contrario, uno de cada cuatro derechohabientes pertenece al quintil más rico del país. Además, de forma abrumadora, son habitantes de las ciudades (nueve de cada diez) (ver el Cuadro).
Por lo que se refiere al ISSSTE (que cubre a los trabajadores del sector público), la desigualdad es mucho más marcada. Solamente 3.4% de sus derechohabientes pertenece al quintil más pobre, mientras que tres de cada cuatro de sus afiliados están entre el 40% de la población con mayores recursos económicos. En contraste, los derechohabientes del Seguro Popular están concentrados en los estratos de la población con menores recursos: la mitad de sus asegurados pertenecen al 30% más pobre.
Si nos limitamos al análisis del quintil poblacional más pobre, se observa que solamente 12% de sus miembros están afiliados al IMSS y únicamente 1.2% son derechohabientes del ISSSTE. En conjunto, poco menos de 14% —uno de cada siete— de los mexicanos más pobres tienen acceso a este tipo de instituciones. Más de la mitad (52%) de estas personas están afiliadas al Seguro Popular y prácticamente una cuarta parte del total carece de protección sanitaria de cualquier tipo.
El punto es que los programas que privilegian a los segmentos con más recursos son también los que tienen un mayor presupuesto público. Según datos de la Secretaria de Hacienda, en 2010 el Estado mexicano gastó a través del IMSS 165 mil 121 millones de pesos; del ISSSTE, 39 mil 511 millones; del sistema de Pemex, 10 mil 626 millones, y en el conjunto de las fuerzas armadas, casi 6 mil 500 millones de pesos. El total rebasa los 220 mil millones de pesos.7
Por el contrario, en los programas que benefician mayoritariamente a los segmentos con menores recursos, comparativamente se invirtió poco. En el mismo año, 2010, el presupuesto para el Seguro Popular fue de 50 mil 270 millones y para IMSS-Oportunidades se destinaron poco más de 7 mil millones de pesos.8
El contraste es muy evidente: mientras que destina más de 220 mil millones de pesos para la población asegurada, el Estado gastó únicamente 57 mil millones de pesos en la no asegurada (que tiene mayores carencias). Es decir, es una situación en la que el gasto social reproduce —e incluso genera— una mayor desigualdad social, en lugar de atenuarla.
Así pues, además de incrementar el gasto público en salud, hay que distribuirlo de forma más equitativa y equilibrada; es necesario formar un mayor número de médicos y personal de enfermería, construir muchos más hospitales y generar una seguridad social universal que cubra a todos los mexicanos.
Si no somos capaces de dar ese salto, todo lo demás —reformas estructurales incluidas— será en vano.
1 Felicia Knaul, “Salud y competitividad”, en Manuel Ruiz de Chávez y José Cuauhtémoc Valdés Olmedo (eds.), La salud de los mexicanos en el siglo XXI: Un futuro con responsabilidad de todos, Fundación Mexicana para la Salud, A.C., México, 2005, p. 224.
2 OCDE, Estudios de la OCDE sobre los Sistemas de Salud: México, OCDE, París, 2005, p. 17.
3 OCDE, Health at a Glance 2011: OECD Indicators, OCDE, París, 2011, pp. 36-39.
4 Ibíd., p. 27.
5 AA.VV., Indicadores sobre el derecho a la salud en México, INEGI/CNDH/OACNUDH, México, 2011.
6 Véase al respecto: John Scott, Gasto público para la equidad: Del Estado excluyente hacia un Estado de bienestar universal, México Evalúa; y Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Distribución del pago de impuestos y recepción del gasto público por deciles de hogares y personas: Resultados para el año de 2010, SHCP, México, 2012.
7 Estas cifras se refieren exclusivamente al rubro de salud.
8 SHCP, óp. cit., p. 36.
_________
MIGUEL CARBONELL es investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. JOSÉ CARBONELL es catedrático de la Facultad de Derecho de la UNAM.