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Política educativa: el imperativo moral
Este País | Carlos Ornelas | 01.05.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/©VLADGRIN

Con el siguiente texto, el profesor Ornelas participó en el Foro de Consulta Nacional para la Revisión del Modelo Educativo, el 10 de abril pasado en la ciudad de Durango. En él, destaca la importancia de impulsar la transformación del sistema educativo mexicano mediante un proyecto de largo aliento.

Introducción

 

A pesar de que soy escéptico del valor que tienen estos foros y de que estoy convencido de que su fin principal es legitimar las reformas que promueve el Gobierno de Enrique Peña Nieto, acepté participar por dos motivos. Primero, porque pienso que, en efecto, las reformas que este Gobierno emprendió para la educación nacional requieren de mayor legitimidad y soporte social. Segundo, porque ese apoyo no es incondicional ni ciego, es crítico y propositivo. La premisa en la que baso mi aserción es que la educación, en especial la básica, está en una crisis terrible de eficacia. Era necesaria la acción gubernamental para frenar esta crisis y, posteriormente, superar sus consecuencias. Este Gobierno emprendió reformas legales, acompañado por los grandes partidos de la oposición. Hoy lo que se requiere es pasar de la institucionalización a la acción.

Al leer el documento base que preparó la Secretaría de Educación Pública (SEP) para estos foros, el tema dos, “¿Qué es hoy lo básico e indispensable?”, me provocó. Pero no me circunscribo a los subtemas que marca la convocatoria. Primero, porque no encontré la palabra subtema en ninguno de mis diccionarios y, segundo, porque así tengo la oportunidad de abonar un tramo a la edutopía democrática y equitativa que comencé a erigir en mi libro Educación, colonización y rebeldía: La herencia del pacto Calderón-Gordillo (Siglo XXI, México, 2012).

Me cuesta trabajo pensar en el deber ser. Por profesión y vocación, durante décadas me he dedicado a examinar el ser y el hacer de la educación nacional y de otras latitudes. Sin embargo, como alguna vez lo expresó Pablo Latapí, la política educativa demanda dosis de pensamiento utópico, aunque la utopía —agrego yo— siempre se topa con la realidad tozuda. Así que para comenzar ofreceré una respuesta rápida a la interrogante del documento base: lo básico e indispensable en el quehacer de la educación nacional es un imperativo moral; un imperativo categórico, como diría Immanuel Kant.

No voy a disertar sobre la filosofía de Kant; baste decir que tomo prestadas nociones fundamentales de ese pensador para abogar por el establecimiento de una conducta moral, un deber ser y un deber hacer que se funden en la razón, no en la fe ni en la corrupción; que se apoyen en el convencimiento de que esos imperativos categóricos solo sean condicionados por el hecho de que somos humanos; las leyes y las instituciones son su marco para la acción.

Enfrento la idea bastante difundida de que la política es mundana y un asunto colectivo, en tanto que la moral es una trama de aceptación personal, es particular y pertinente para normar la conducta de los individuos. Argumento que no me convence: la política sin moral corrompe las instituciones y la vida pública. Es cierto que para políticos cínicos la moral es el árbol que da moras (Gonzalo N. Santos dixit) y por lo tanto no encuentran una razón para practicarla. A pesar de esos inconvenientes, ventilaré mi postura y abogaré por el imperativo moral que debe gobernar el comportamiento de los actores del sistema educativo mexicano. Por cuestiones de tiempo, el lenguaje es telegráfico. Primero haré la crítica y luego la proposición.

 

El cometido de la burocracia

 

Comencemos por el imperativo de la burocracia: la alta, la media y la baja, la central y la de los estados. Conforme a las leyes, el funcionariado es el responsable principal de la conducción del sistema educativo y de sus partes. Tal vez haya servidores públicos que posean las características del burócrata profesional que definía Max Weber: conocimiento de su campo, compromiso con su labor, vocación de servicio y otros atributos como puntualidad, trato correcto al ciudadano y, por encima de todo, respeto a la ley y lealtad a la institución a la que sirven. Empero, pienso que son pocos y se pierden en un organismo burocrático complicado, corrupto, mediocre y aferrado a mantener el statu quo. Los buenos funcionarios solo aparecen en escena en épocas de mudanzas institucionales; por lo regular son invisibles.

En el caso de la administración de la educación básica, la mayoría de los miembros de la baja burocracia y una buena porción de la media obtuvieron sus puestos no por su competencia técnica o méritos profesionales, sino por arreglos políticos entre las autoridades y los líderes del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Eduación (SNTE). Mi percepción de este fenómeno, que he tratado de substanciar en libros y ensayos, es que el gobierno de la educación básica está colonizado por los fieles del Sindicato. Ellos obedecen más a las consignas de sus dirigentes que a las autoridades educativas. Por eso, el fin principal de las reformas legales en la educación, como lo han expresado el presidente Enrique Peña Nieto, y el secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet, es retomar la rectoría de la educación.

El imperativo categórico, la obligación moral del mandatario y de la alta jerarquía burocrática, en consecuencia, es descolonizar el gobierno de la educación. Las leyes secundarias proveen de instrumentos para hacerlo. Sin embargo, el mérito, que es el principio que está en el espíritu de la ley, no va a sustituir al conjunto de relaciones patrimonialistas y clientelares que se sembraron y fructificaron en el sistema educativo. El SNTE es un sindicato “de Estado” desde su nacimiento. El magisterio ha cumplido tanto con encargos dignos y de beneficio social como con vergonzosas encomiendas electorales. La ley ofrece el instrumento, pero será por medio de la acción política como se impondrá el mérito sobre el compadrazgo.

 

La actuación de los gobernadores

 

Si la colonización tomó décadas en perfeccionarse, la descolonización bien puede tomar lustros y, como todo proceso independentista, creará conflictos y confusión, pues los conquistadores no renunciarán a sus privilegios por voluntad propia. Pero si no se da la mutación en los mandos (de directores de escuela, supervisores, jefes de sector y demás miembros de la burocracia media, en particular en los estados), las reformas no fructificarán. Los concursos por los puestos directivos son el comienzo de la disolución de las relaciones patrimonialistas.

Al hablar de los estados nos acercamos al eslabón débil. Los gobernadores no tienen ningún incentivo para apoyar las reformas del presidente Peña Nieto. Nadie los convocó a participar en el Pacto por México, ni los consultaron sobre las reformas que se impulsarían a partir del 1 de diciembre de 2012; acaso se les consideraba como parte del problema y no de la solución. Es más, con la reforma a la Ley de Coordinación Fiscal; el Censo de Escuelas, Maestros y Alumnos de la Educación Básica y Especial, así como la recentralización del pago de la nómina, el Gobierno central les arrebata recursos y facultades. Pero dado el dispendio comprobado por la Auditoría Superior de la Federación, se pudiera decir que los gobernadores dieron al traste con los débiles —y subrayo débiles— intentos federalistas que impulsó el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, de 1992. La corrupción, la colonización y el dispendio los colocaron como indignos de confianza.

Sin embargo, ellos juraron respetar y hacer valer la Constitución y las leyes. El imperativo moral que debe conducirlos es apoyar y poner su parte en la reforma, arriesgar capital político, perder “amigos” en el Sindicato —que lo son por interés— y apostar por el cambio. Hasta hoy el apoyo de los gobernadores ha sido discursivo y parco.

 

El eje importante: el imperativo 

del magisterio

 

José Vasconcelos centró su estrategia de construcción de la educación para las masas en su idea del docente como misionero. Expresó —como antes lo hicieron muchos otros filósofos— que el eje de la educación es el maestro; los estudiantes son los sujetos encomendados a su cuidado. Sin embargo, en los últimos tiempos los maestros han estado en el ojo del huracán; la prensa y los medios los han colocado como los culpables de los males de la educación. “País de reprobados”, “Maestros burros” y “Holgazanes y vividores” son algunos encabezados de notas de descrédito a los docentes.

Cierto, hay elementos para sostener que algo anda muy mal en ese universo. Pero el mundo no se pinta de blanco y negro. Estoy convencido de que hacen muy bien su tarea cientos de miles de buenos maestros, dedicados, cumplidos, con vocación para la enseñanza y comprometidos con los niños. En el otro extremo están aquellos que quiebran a la profesión ya que, en el mejor de los casos, ven su labor como un empleo; ingresaron al servicio porque no había otra opción, quizás heredaron o compraron la plaza; no les interesa su desarrollo profesional y siempre buscan evadir el trabajo frente al grupo.

Entre esos polos hay tonalidades de todos los colores. Aunque corro el riesgo de generalizar, es aquí donde hay más extravíos. Dadas las embestidas de la prensa, los ataques interesados de ciertos grupos y la jaula de hierro burocrática en que los encierra el Sindicato, la mayoría de los docentes no encuentra el asidero ético a su magisterio. Andan de capa caída, su autoestima es menguante y no descubren el derrotero de su labor. Pero desean trabajar y que sus estudiantes prosperen en la escuela y en la vida. Y ese es el imperativo moral de los maestros; esa sería la divisa: que los alumnos asimilen lo que se supone deben aprender. Y que ese sea el corazón de la ética laboral docente.

 

La tarea de los padres de familia

 

Hay otro elemento que perturba al sistema educativo: el abandono de la sociedad. La mayoría de los padres ya no se preocupa por la educación de sus vástagos. Buena parte de aquellas inquietudes de las madres por que sus hijos fueran buenos alumnos y “tuvieran buena conducta” en las escuelas se desvanecieron con los cambios sociales y la transición a la democracia. Hoy es incorrección política hablar de los deberes de los alumnos. Parece que hay una mampara que nos ponemos en el cerebro para evitar advertir incidencias obvias: bastantes alumnos son indisciplinados, insultan a los maestros, faltan con frecuencia, yerran en las tareas y, si el docente les exige que cumplan, es este quien enfrenta sanciones. Hemos santificado el derecho de los niños y de sus padres.

No soy partidario de la escuela disciplinaria y rígida; ya se acabaron los tiempos en que todo mundo sabía cuál era su lugar, donde el padre en la casa y el maestro en la escuela eran todopoderosos; esa cultura ya feneció, y fue para bien. Pero nos hemos ido al otro extremo. Ahora, si un maestro le exige a los niños que cumplan sus obligaciones, no faltará el padre o el defensor de los derechos humanos que diga “ese maestro los obliga”, como si el deber fuera un crimen.

El imperativo categórico de la sociedad —y en especial de los padres de familia— es participar en la construcción de un régimen escolar democrático, donde se conjuguen valores morales y disciplina. Cuando se hace referencia a la ética, docentes y personas conservadoras evocan algo así como los valores perdidos. Los progresistas hablan del juicio crítico como la alternativa valoral (sí, ya sé que es una palabra que no está en los diccionarios y se oye feo, pero así lo escriben). Pero olvidan que el pensamiento crítico requiere de disciplina y coherencia moral.

Asistir a la escuela es un trabajo: demanda esfuerzo, planeación, desgaste físico para cultivar la mente y el espíritu; unos dicen que eso es formar el carácter. De acuerdo, pero la escuela no lo puede hacer todo. El imperativo categórico de los padres es inculcar en sus hijos una cultura donde el mérito y el esfuerzo sean los elementos constitutivos del carácter moral. Apapacharlos, fomentar en ellos la cultura del compromiso pusilánime y protegerlos contra el aprendizaje es condenarlos a un futuro de zozobra.

 

El hoyo negro: la política sindical

 

Entremos ahora en un terreno fangoso: el Sindicato y sus corrientes. Si bien el corporativismo fue una herramienta del régimen de la Revolución mexicana para organizar a la nación y darle viabilidad al Estado, también lo es que aprisionó a la sociedad en compartimientos y frenó el surgimiento de la democracia por un largo tiempo. Aunque sigue vigente, hoy el corporativismo es anacrónico. Los sindicatos corporativos lastiman la democracia y son rémoras para el desarrollo social e individual de sus miembros. Además, la corrupción es parte de su ADN, está en la médula de su acción política.

Y no solo son corruptas las corrientes herederas de los cacicazgos de Jesús Robles Martínez, Carlos Jonguitud Barrios y Elba Esther Gordillo; también padecen este mal las de los maestros disidentes agrupados en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y en otras organizaciones menores. Estas facciones ya no tienen nada que ver con aquellos maestros que se levantaron contra la imposición y la antidemocracia de los líderes corporativos. Hoy, la CNTE es una cofradía más agresiva y violenta que aboga no por la democracia sindical sino por mantener privilegios; incluso, raya en actitudes criminales al secuestrar a ciudadanos cuando cierran una carretera o cercan edificios públicos.

Claro, el imperativo moral sería que los dirigentes de esas corrientes hicieran votos de fe democrática y desmantelaran los mecanismos de control que tienen sobre los trabajadores, que desterraran de sus hábitos las relaciones clientelares con el fin de dedicarse a fundar sindicatos libres. Pero es mucho pedir. Eso no es utópico, es una tontería.

En consecuencia, apelo al imperativo moral de los gobernantes, del presidente en primerísimo lugar. Ese imperativo es categórico. Hay que demoler al SNTE sin atentar contra los derechos laborales de los trabajadores de la educación. Es incongruente promover reformas trascendentes y al mismo tiempo seguir danzando con el corporativismo. Si el Gobierno no desbarata al SNTE, estará sembrando la semilla para que en el plazo medio fracasen las reformas que impulsa.

 

En primera persona

 

En conclusión: con todo y que las reformas ponen el énfasis en el control, implican una restauración del poder central y dan al traste con el federalismo —que muchos gobernadores depreciaron con sus excesos—, considero que era necesario mover a la educación nacional. Es un avance acabar con la herencia y compraventa de plazas, pero insuficiente. Mi visión es que hay que profundizar en los cambios, concebir al centralismo como un proceso transitorio y seguir abonando para que las enmiendas legales sean la base para una auténtica reforma educativa.

Si con el Censo ya se descubrieron “aviadores” y comisionados en exceso —y hasta muertos que siguen cobrando—, hay que exigir a la SEP que actúe en consecuencia, que aplique la ley. Pienso que como académico debo apoyar al Gobierno en su afán reformista, pero al mismo tiempo reclamarle y vigilar que cumpla.

La realidad es terca, pero la política, inyectada con una dosis de utopía, puede transformarla. Imagino que mi imperativo moral es seguir creciendo la edutopía democrática y equitativa para la educación nacional.

 

1 El autor agradece las críticas y sugerencias de Emma Isela Lozano Chavarría e Ismael Vidales. Y, lo que ya se está convirtiendo en costumbre, a Dina Beltrán López por las sugerencias de estilo.

_________

CARLOS ORNELAS es profesor de Educación y Comunicación en la UAM-Xochimilco.

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