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La gestión de la influencia en las democracias
Este País | Guillermo Máynez Gil y Roberto Velázquez | 01.06.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/©erhui1979

La democracia puramente electoral comienza a ser una discusión del pasado. Ahora se trata de limpiar los procesos políticos de prácticas de corrupción que impiden que la voluntad de los ciudadanos se refleje en las decisiones de gobierno, lo cual implica discutir los límites entre la esfera pública y la esfera privada.

De manera comprensible, durante décadas el debate sobre las transiciones a la democracia —sobre todo en América Latina, pero no solamente— se centró en la construcción y consolidación de sistemas electorales confiables que minimizaran la manipulación ilegal de las campañas y la incertidumbre poselectoral. A pesar de retrocesos como el de Venezuela, es innegable que en este campo ha habido avances muy notables con respecto a la situación que prevaleció durante la Guerra Fría. Hoy en día los ciudadanos de América Latina suelen acudir con regularidad a las urnas y los cambios de gobierno ocurren de manera pacífica. Episodios recientes como las destituciones confusas de jefes de gobierno en Honduras o Paraguay o las maniobras para asegurar la reelección indefinida en Nicaragua han sido más la excepción que la norma.

Sin embargo, puede afirmarse que muchas de estas democracias están cerca de lo que Guillermo O’Donnell llamó “democracias delegativas”, en las que el electorado se limita a votar, para después dejar en manos de las élites políticas la conducción de los asuntos públicos con una participación social mínima, o en las que el proceso electoral se traduce en un esquema de participación social corporativa y clientelar. En este tipo de régimen, la influencia de los actores sociales depende por completo del acceso personal a las redes del poder, usualmente con corrupción de por medio. En realidad, en esos sistemas no es necesario lo que aquí llamamos “gestión de la influencia”, puesto que las redes se activan de manera automática cuando existe la posibilidad de distribuir beneficios políticos y económicos a aliados del régimen.

Por el contrario, la gestión de la influencia, sobre todo si se va profesionalizando, juega un papel determinante en la evolución del sistema político hacia una verdadera poliarquía, término que acuñó el recientemente fallecido Robert Dahl para denominar un sistema en el que el poder está distribuido entre diversos actores de tal manera que se hace imprescindible la negociación entre ellos y sus representados para tomar decisiones de política pública.

Por gestión de la influencia se entiende la articulación y presentación ante los poderes públicos de los argumentos y posiciones de determinado grupo social, basados en información comprobable y que usualmente proponen una determinada medida de política pública, la rechazan o buscan modificarla. La gestión de la influencia es un componente fundamental de una democracia funcional y verdaderamente representativa, siempre que se cumplan dos condiciones irrenunciables:

1.La prohibición y castigo efectivo de toda forma de corrupción en la relación entre los entes privados y los poderes públicos, y

2.La transparencia sobre la identidad de los grupos representados, los representantes, las medidas de política pública que se pretende afectar, la información que para ello se utiliza y la naturaleza de dichas relaciones.

Dadas estas condiciones, la gestión de la influencia se convierte en el pilar de una democracia viva y dinámica, en la que los distintos grupos que integran las complejas sociedades contemporáneas pueden tener efectivamente voz e injerencia legítima en la conformación del marco legal y normativo que rige la convivencia social: el intercambio permanente y público de propuestas y argumentos incrementa las posibilidades de que las decisiones gubernamentales se tomen de la manera más sólida posible y de que quienes las tomen (y quienes influyen en el proceso) se hagan responsables de las mismas.

La gestión de la influencia en las sociedades contemporáneas enfrenta por lo menos tres retos principales:

1. La complejidad de los sistemas legales y normativos. La enorme cantidad y diversidad de reglas para la operación de empresas y organizaciones; la interrelación de reglas locales, nacionales, regionales e internacionales; la dinámica entre reglas privadas y públicas (por ejemplo, políticas internas de empresas globales vs. marcos legales nacionales) y la proliferación de fuentes de información hacen indispensable la existencia de empresas especializadas en la consultoría de asuntos públicos que —igual que los despachos de asesoría fiscal y contable o los de consultoría en productividad, en sus respectivas materias— apoyen a las empresas y organizaciones en la identificación y correcta gestión de su influencia legítima y democrática en los temas de política pública que les afectan.

2. La desigualdad social. Especialmente en regiones como América Latina, pero en general en todos los países, la desigualdad significa también acceso inequitativo a la información y a la influencia, lo que a su vez refuerza el ciclo negativo. Si bien los poderes públicos tienen una responsabilidad principal en la reducción de esta brecha, también las organizaciones privadas deberían colaborar en la ampliación de las vías para que todos los grupos sociales puedan hacer escuchar su voz en la arena pública. Las empresas de consultoría en la gestión de la influencia no son ajenas a esta responsabilidad; el reto consiste en encontrar formas de generar alianzas sociales que hagan rentable la representación de todas las voces, sin menoscabo de los espacios para las organizaciones no gubernamentales y filantrópicas.

3. La dispersión comunicacional. Internet y las redes sociales suponen a la vez una oportunidad y un reto mayúsculos: ¿cómo articular y dar forma a la multitud de expresiones que día a día, por millones, encuentran un nicho en las redes sociales? La buena noticia es que existen esas vías; la mala es que los grupos sociales pueden desagregarse en individuos dispersos que, en el mejor de los casos, forman coaliciones ad hoc y efímeras. La decadencia de los partidos políticos, las iglesias y las asociaciones comunitarias es causa y efecto de estas redes comunicacionales. Pero están y seguirán estando presentes, y el reto para la vida pública es cómo traducir esas inquietudes y demandas en plataformas coherentes de propuestas públicas que se puedan insertar funcionalmente en el tramado institucional.

Las empresas especializadas en la consultoría sobre asuntos públicos son un aliado fundamental, tanto para el sector público como para el privado y la sociedad civil, en la medida en que ayudan a transparentar y a mejorar la calidad de la información que circula en el sistema político; impulsan la productividad y la competitividad al promover una regulación económica que favorezca la inversión, la producción y el comercio con estándares ambientales y sociales de alto nivel, y se erigen en traductores efectivos entre el lenguaje de la iniciativa privada y el del sector gubernamental.

Ahora bien, ¿cómo se debe regular la gestión de la influencia? No existe un modelo único que satisfaga por completo las inquietudes sobre la disparidad en el acceso a la información o a los poderes públicos. Algunos sistemas, como el norteamericano, son muy prolijos en el nivel de detalle que incluyen en su regulación; por ejemplo, la definición que esta da sobre a quién debe considerarse cabildero (lobbyist): “Todo individuo empleado o contratado por un cliente para realizar actividades de cabildeo (contactos, preparación de encuentros, investigaciones) a cambio de una compensación, y que dedique 20% de su tiempo a dichas acciones”.
¿Quién certifica y cómo que una determinada persona dedica 20% de su tiempo a esas actividades? Parece de sentido común que lo serán aquellas personas que públicamente ofrezcan sus servicios para tales actividades, pero no se ofrece ningún criterio que explique por qué 20% y no otro porcentaje. Otra pieza similar especifica: “Las organizaciones que utilizan cabilderos deben registrarse si sus gastos exceden los 11 mil 500 dólares trimestrales”. Ambas regulaciones parecen arbitrarias y dejan la puerta abierta a simulaciones.

Otras medidas parecen ser muy restrictivas pero en realidad son inocuas. Colombia, por ejemplo, prohíbe el ingreso de los encargados del cabildeo a las plenarias.
¿Cómo se sabe con precisión quiénes, entre las personas que acceden a dichas sesiones, son cabilderos, y cómo impide o restringe esa norma que la actividad se lleve a cabo? Ciertamente, el cabildeo en el pleno suele ser una medida de última hora, con pocas probabilidades de éxito y alto riesgo de exposición pública.

El Reino Unido tiene una regulación que se centra en aquello que los parlamentarios pueden o no hacer y aceptar. Estas medidas incluyen la obligación de presentar cada año una declaración financiera que incluya todas sus fuentes de ingresos y el tope porcentual de estos que puede provenir de contratos privados, presentaciones o discursos, así como el monto de los obsequios que pueden recibir (300 libras esterlinas).

No parece, sin embargo, que ninguna de estas normas sea realmente eficaz para impedir los efectos perniciosos del tráfico de influencias. La razón de esto es que hay dos problemas de fondo, íntimamente relacionados.

El primero es la propia definición de cabildeo o lobby. Existen incontables versiones, cada una con sus méritos y limitaciones, y eternas discusiones bizantinas tanto en el medio como fuera de él. Una cosa parece clara: hay mil y un formas de influir en el proceso de toma de decisiones sobre legislación y política pública. Ningún periodista o editor se concibe a sí mismo como cabildero, y sin embargo son uno de los principales actores que influyen en dichas decisiones. Puede haber motivos perfectamente legítimos o no para ello, pero el hecho es que pretenden influir y con frecuencia lo logran.

Lo mismo puede decirse de las organizaciones sociales. Aunque no contraten a un despacho de cabildeo, ejercen de muchas maneras su influencia, por ejemplo mediante la presentación de documentos, la realización de foros o la organización de marchas y manifestaciones. Sindicatos, organizaciones campesinas, grupos gremiales, asociaciones religiosas y muchas otras realizan de manera cotidiana tareas destinadas explícitamente a influir en la toma de decisiones de los asuntos públicos.

Aquí aparece el segundo elemento: en una democracia, todos los ciudadanos, y en muchos casos los extranjeros residentes, tienen consagrado en la Constitución su derecho de petición, audiencia, libre manifestación de las ideas y libre ejercicio de los oficios y profesiones. Pagar a alguien para que ayude a realizar de una manera más profesional y mejor informada lo que uno tiene de todas formas derecho de hacer no parece ilegítimo ni es sujeto obvio de regulaciones especiales.

Sin embargo, el problema es real y debe ser atendido, pues de otra forma se corre el riesgo de perpetuar y reforzar las condiciones de inequidad que inevitablemente, en mayor o menor proporción, afectan a toda sociedad. La regulación británica, con su ancestral sentido común, parece apuntar en la dirección correcta: lo primero que debe regularse y vigilarse es la actuación de los representantes populares y funcionarios públicos. Se trata de un universo identificable y acotado que tiene grandes responsabilidades y, por lo mismo, debe atenerse a normas especiales que vigilen su integridad. La propia idea, relativamente reciente en muchos casos, de que los representantes populares reciban un salario y ciertos privilegios, pretende precisamente liberarlos de forma temporal de la necesidad de obtener ingresos por actividades distintas a la pública, y por ello debe prohibirse o limitarse, y en su caso castigarse, la adquisición de bienes materiales provenientes de la esfera privada.

El segundo grupo que debe ser regulado es el de aquellas personas y organizaciones que se dediquen de manera profesional a la representación de terceros ante los poderes públicos. Ciertamente, el “cabildeo” mal entendido como intercambio de favores y de posiciones de poder y beneficio económico privado, y que se traduce en simple tráfico de influencias, es pernicioso para la economía y para la calidad de la democracia, pero es importante insistir en que, por el contrario, una regulación a la vez ágil y estricta de los servicios de consultoría en esta rama puede propiciar un ambiente rico en el intercambio de información abierta y útil para una toma de decisiones razonada y que, en efecto, maximice el rendimiento social de las políticas públicas. Los nuevos medios de comunicación, fundamentalmente las redes sociales, pueden jugar un papel de contraloría social informal (a pesar de que la gran cantidad y dispersión de la información produzca expresiones pobres o mal intencionadas, un precio que vale la pena pagar a cambio de la apertura) que debe complementar, nunca sustituir, la compleja red de regulación gubernamental que inevitablemente existe en las sociedades contemporáneas, pero que se puede hacer más racional y eficiente de lo que usualmente es.

A las empresas serias, profesionales, de asuntos públicos y gestión profesional de la influencia les conviene participar en un proceso incluyente que formule una regulación justa y moderna de su sector, haciendo énfasis en la transparencia y la equidad de acceso al sistema. Tanto la empresa privada como el sector público y la sociedad civil tienen mucho que ganar, y la renta social proveniente de minimizar y castigar la corrupción y las connivencias oscuras es mayor a sus efectos económicos.

Hay finalmente un tercer grupo, mucho más amplio y difuso, que de manera legítima representa sus propios intereses o los de grupos más o menos amplios de la población, que en muchos casos lo hace de manera no lucrativa e inmediata, pero que sí obtiene beneficios derivados de dicha actividad.

También en este caso, la solución más acertada parece ser la transparencia, es decir, la difusión pública de información sobre tales beneficios potenciales, la identidad de quienes defienden cada tipo de interés y sus fuentes de financiamiento corrientes. Las leyes de todo país que se pretende democrático especifican cuáles son las conductas consideradas inaceptables, o sea delincuenciales, y por lo tanto todas aquellas actividades o intereses no incluidos en dicha categoría son legítimas, por cuestionables o impopulares que puedan ser. La sociedad entera gana al conocer cuáles son esas actividades o intereses y cómo es que se financian, por lo que la información al respecto debiera ser pública. Así:

•Los servidores públicos, de todos los poderes y niveles de gobierno, deben tener prohibida la obtención de ingresos, en dinero o especie, por actividades distintas a su actividad pública, salvo tareas de corte académico. En caso de ejercer de manera legal una profesión o poseer un negocio o acciones en una empresa, los montos obtenidos de esa fuente y su origen deben ser públicos. Los servidores deben abstenerse de intervenir en asuntos públicos en los que dicha actividad implique una relación o beneficio.

•Los gestores profesionales de la influencia deben registrarse públicamente como tales y hacer del conocimiento público la identidad de quienes los contratan, la finalidad del proyecto, la información que se utiliza para la consecución de resultados y los montos que perciben por su trabajo.

•Las organizaciones gremiales, sindicales, profesionales e incluso las organizaciones no gubernamentales, filantrópicas y de la “sociedad civil” deben también hacer públicas sus fuentes de financiamiento y los objetivos que persiguen.

Si partimos de que los intereses y actividades no tipificados por las leyes como ilegales son, por consiguiente, legítimos, entonces no debe haber excusa para esconderlos. La esencia de la democracia no es la ausencia del conflicto social, sino su procesamiento por medios pacíficos, públicos y explícitos. Si acaso, la secrecía debe reservarse a ciertos asuntos muy restringidos que puedan afectar adversamente la seguridad nacional o pública y que deben estar especificados en la Constitución y las leyes pertinentes. Todo lo demás, en una democracia, debe ventilarse de cara al público.

El ejemplo lo han puesto los grupos que abiertamente han luchado por los derechos de los homosexuales o la legalización de ciertas drogas, situaciones antiguamente inconfesables pero que se han abierto un espacio público a partir del valor, la sinceridad y la búsqueda constante de sociedades más abiertas y tolerantes. Los intereses legítimos no tienen por qué negociarse en la oscuridad: no hay beneficio público alguno en ello. Todos tenemos derecho a defender aquello que consideramos valioso o benéfico, así sea para un grupo minoritario de la sociedad: hacerlo de manera transparente rinde cuantiosos beneficios sociales y eleva notablemente la calidad de la discusión pública y la educación permanente de la sociedad sobre los innumerables y complejos temas que le atañen. 

1Efrén Elías Galaviz, “El cabildeo legislativo y su regulación”, UNAM-Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 2006, <http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=2316>.

2Íd.

3José Iván Posada Duque, “La Cámara regula el cabildeo en plenarias”, en El Colombiano, Colombia, 2014, <http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/L/la_camara_regula_el_cabildeo_en_plenarias/la_camara_regula_el_cabildeo_en_plenarias.asp>.

4Efrén Elías Galaviz, óp. cit. y Diego Ángeles Sistac, “Lobbying: Más de 200 años de historia sobre el cabildeo”, ADN Político, 2012, <http://www.adnpolitico.com/congreso/2012/11/03/analisis-la-historia-del-cabildeo-y-regulacion>.

__________

GUILLERMO MÁYNEZ GIL es director senior de Asuntos Públicos en Llorente y Cuenca México, despacho de consultoría de comunicación.

ROBERTO VELÁZQUEZ es consultor junior en el mismo despacho.

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