Todopoderoso, no es que Dios haya querido descansar el séptimo día, pues el cansancio es un efecto de la debilidad humana. Él es perfecto y, por ende, incansable. Había creado ya la luz y las sombras, el firmamento y la tierra, el sol y la luna, los mares y los ríos, las montañas y las llanuras, los bosques y las selvas, los frutos prohibidos y los permitidos, los animales y el ser humano. Su portentosa obra le tomó solo seis días, y la semana tiene siete, por lo que le sobró uno. Entonces, Dios quiso hacer algo verdaderamente admirable, como el resto de su obra, en ese día sobrante. Y creó el futbol.
Adán y Eva no podían practicarlo porque solo eran dos y para una cascarita hacen falta varios jugadores por cada equipo. Eso facilitó que probaran el fruto vedado. Quizá de todos modos lo hubieran hecho, pues está en la humana índole la curiosidad, el ansia de saber, el gusto por transgredir prohibiciones; mas acaso, si hubieran podido jugar futbol o disfrutarlo como espectadores, habrían resistido un poquito más y prolongado así su deleitosa estancia, con todos los gastos pagados, y sin trabajar, en el Edén.
El “juego del hombre”, lo llamó el inolvidable cronista Ángel Fernández cuando su práctica en ligas organizadas no era accesible a las mujeres. Pero una de las grandes conquistas del movimiento de liberación femenina fue la de tener derecho a participar en torneos futbolísticos. A esa posibilidad se aúna la creciente afición de muchas como diletantes de ese deporte. Apenas hace cuatro años los saudíes permitieron que las mujeres asistieran a un juego de Arabia Saudí contra Suecia. Un gol importante para los derechos femeninos no solo porque en cualquier esfera de la vida es exigible la igualdad de derechos y oportunidades entre los sexos sino también porque, si bien el futbol no es estrictamente indispensable para la vida, la vida es indudablemente más disfrutable con futbol que sin él. A la fecha se han celebrado varias copas mundiales femeniles.
El futbol no siempre fue lo que hoy es. El juego fue evolucionando a lo largo de muchos siglos. En el año 2500 A. C., en China, hubo un deporte de patadas a una pelota llamado tsu chu. En todo el mundo se fueron desarrollando juegos similares —y cómo no, si Dios creó el fut para que sus criaturas lo fueran descubriendo y mejorando—, del haspastum de los romanos al pasuckuakohowog de los indígenas norteamericanos. El futbol multitudinario inglés fue muy popular pero tan brusco que los reyes medievales lo prohibieron cinco veces. Solo después de 1840 se formularon las primeras reglas y el futbol empezó a adoptar su forma actual.
En nuestros días se ha convertido en un negocio fabuloso, en una industria que genera millones y millones de dólares al año, no solo ni principalmente por la venta de entradas a los partidos, sino por los contratos televisivos y los convenios de comercialización.
En los Juegos Paralímpicos de 2004, en Atenas, se celebró un campeonato de futbol de ciegos. Los jugadores invidentes siguen el sonido de una campana colocada dentro del balón. En Lhasa, en 2003, monjes budistas del monasterio Sera, en el Tíbet, integraron un equipo que desde entonces cuenta con un nutrido grupo de seguidores en la ciudad.
En 2001, en Tel Aviv, se dio el milagro de que se formaran equipos de paz mixtos, con israelíes y palestinos. Aunque no puede soslayarse que el futbol no solo inspira paz. Hace algunos lustros, un candente partido entre El Salvador y Honduras fue el detonante de una guerra entre ambos países. El nada modesto ego argentino atenuó su dramático sufrimiento tras la guerra de Las Malvinas cuando en el Mundial de México 86 su selección venció 2-1 a su homóloga inglesa, en una jornada que convirtió a Maradona en héroe nacional. El “Pelusa” anotó dos goles extraordinarios a los ingleses; el primero ilegalmente, con el puño, superando la salida del portero —el crack atribuyó el gol a “la mano de Dios”—, y el segundo driblando, con habilidad metafísica, a cuanto jugador inglés tuvo enfrente. (Hubo un futbolista aún mejor: el brasileño Pelé. Provisto de picardía, talento, creatividad e imaginación excepcionales, es el único jugador que ha sido campeón del mundo tres veces. Haberlo visto jugar fue un privilegio.)
El futbol es el deporte número uno en la mayoría de los países del mundo, tanto en cantidad de jugadores como en multitudes de aficionados. En los países donde aún no es el rey de los deportes, su popularidad crece día a día. ¿Por qué el futbol, como dijo Ángel Fernández a Marco Levario Turcott en una entrevista publicada en Etcétera, produce un enamoramiento absoluto? ¿Por qué muchos aficionados resisten una vida grisácea, un trabajo aburrido, un jefe déspota, un cónyuge insufrible, unos achaques crueles, un ánimo depresivo y tentaciones suicidas? Porque cuentan, ilusionados, las horas que faltan para el próximo partido. ¿Por qué no es un juego más sino el juego del homo sapiens, el deporte más arrebatador, más subyugante y más universal? No alcanzan los pincelazos de belleza de la gimnasia artística femenil, en la que cuerpos bellísimos logran movimientos asombrosos y sutiles de poético refinamiento. No contiene la violencia abierta del boxeo, el futbol americano o el hockey. No ofrece los milagros de velocidad, resistencia, fortaleza y agilidad del atletismo. Pero no en balde dijo Albert Camus, quien fue futbolista además de filósofo, que lo mejor que sabía sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al futbol.
El Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, colmado de espectadores sacudidos por la pasión, fue el escenario del juego Campeón de Campeones de 1965. ¿Fecha muy remota? No: como enseña Fernando Savater, “cuando se habla de cosas memorables siempre reina el presente y el transcurso del tiempo no es más que una ilusión o una perturbación atmosférica, tal como el instinto más íntimo nos señala mientras vamos envejeciendo”. Se enfrentan los acérrimos rivales: el Guadalajara, campeón del torneo de liga, y el América, que ganó el torneo de copa. Los partidos entre las Chivas rayadas del Guadalajara y los cremas —hoy Águilas— del América, por motivos enigmáticos, han provocado durante muchas décadas pasiones y exaltaciones solo comparables a las que producen el amor, los celos, el odio, la religión y la política. El Guadalajara es el equipo más popular de la República. Jamás ha alineado a un jugador extranjero y esa tradición suscita en los aficionados admiración y fervor. Su futbol era abierto, espectacular, basado en el juego de conjunto. Es, además, el equipo de una de las más bellas ciudades de la República, la Perla de Occidente, a la que la mitología popular relaciona con mujeres hermosísimas, películas de charros y serenatas al pie del balcón tras el cual espera la novia temblando de amores. En cambio, el América es un equipo que ha sustentado su fuerza en carísimos jugadores extranjeros y al que se asocia con los dueños del poderoso consorcio de Televisa. Su estilo ha sido recio, práctico, equilibrado entre el ataque y la defensa. Para un aficionado chiva y para un aficionado crema, el triunfo sobre el odiado rival es una fiesta que no se cambia por nada.
Los jugadores se baten sin dar ni pedir cuartel. Las entradas son durísimas y los roces son frecuentes. La disputa por el balón es apasionada. En esa circunstancia no es raro que tras alguna jugada ruda los adversarios se encaren, se muestren los colmillos, se acerquen mutuamente los rostros fieros, hasta hacerle sentir al otro el olor del sudor, la adrenalina, los ojos irritados o el mal aliento, ¡agh!
Tras una escaramuza ocurrida pocos minutos antes de que concluya el primer tiempo, y con el marcador 1-0 a favor del América, el árbitro expulsa, para sancionar sus bravatas, a un jugador crema y a dos chivas, entre estos el defensa Guillermo “el Tigre” Sepúlveda, todo entrega, todo amor a sus colores. Los jugadores protestan: no están de acuerdo con la decisión arbitral. Sepúlveda no se quiere salir, llega la policía para sacarlo por la fuerza de la cancha, él no se deja atrapar y corre, haciendo aullar de ardoroso entusiasmo a los seguidores del Guadalajara. Al fin lo atrapan y lo llevan rumbo al vestidor, pero al pasar frente a la banca del América se zafa de sus captores, se quita la legendaria camiseta rojiblanca, la ondea por encima de su cabeza y les grita, con la voz enronquecida, a los enemigos:
—¡Con esto tienen, cabrones!
En el segundo tiempo, el Guadalajara sale a comerse el balón, pone el alma en cada jugada, compensa con amor a la camiseta la inferioridad numérica. “El Chololo” Díaz brinda un partido memorable: defiende, corta balones, da pases magníficos y ataca. Pero quizás es injusto evocar el desempeño de un solo jugador, pues todos se entregaron sin reservas, con coraje, palabra que proviene de un vocablo latino que significa ‘corazón’. El Guadalajara gana aquel inolvidable partido, remontando el marcador: 2-1.
En los partidos auténticamente memorables, la disputa por el balón es fragorosa en cada milímetro de la cancha y los 22 futbolistas están sometidos, en cada jugada, a circunstancias únicas e irrepetibles a las que no solo deben sobreponerse sino también sacarles provecho porque, si bien influyen en su actuación, no suprimen su albedrío: se tiene la opción de acertar o fallar. Por decirlo con palabras del poeta mexicano Vicente Quirarte, es la “hora de mirar a los dioses frente a frente / y decirles que aceptas la batalla”. No basta ser mejor que el adversario: hay que demostrarlo no cuando se quiere o se puede sino cuando se debe, y transformar la propia calidad en la forma más sublime y misteriosa de la suerte: el acierto.
Los más afortunados hemos llegado con vida a la mitad de 2014, algunos ya con una buena carga de años a cuestas. Celebrémoslo porque, por lo menos hasta ahora, podemos seguir sintiendo el aire en nuestros pulmones, lo que de suyo “ya es saber, ya es amor, / ya es alegría” (Jorge Guillén); podemos seguir bebiendo en el santo grial de nuestra amada; podemos seguir degustando inspiradoras copas de vino; podemos seguir charlando afectuosamente con los amigos; podemos seguir aprendiendo o conmoviéndonos con las páginas de un libro; podemos seguir paladeando la música y el cine; podemos seguir asombrándonos de los avances de la ciencia, la tecnología y la medicina; podemos seguir admirando las inauditas llamas del crepúsculo o las de los ojos que nos fascinan; podemos seguir festinando las sonrisas o enjugando las lágrimas de nuestros hijos o de nuestros nietos, y, además, estamos gozando otra vez de la Copa Mundial de Futbol.
_________
LUIS DE LA BARREDA SOLÓRZANO, coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, fue fundador y presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, es profesor de derecho penal en esa universidad y en la UAM. Entre sus obras se encuentran Los derechos humanos: Una conquista irrenunciable; El pequeño inquisidor; ¿Qué es esta monstruosidad?; ¿Culpable? Florence Cassez, el juicio del siglo y El jurado hechizado: La pasión de María Teresa Landa.