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Pelota de trapo
Este País | Fernando Cortés | 01.07.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/kanate

La experiencia de jugar al futbol soccer (para diferenciarlo del americano) solía iniciarse muy temprano en la infancia, alrededor de los seis años de edad, con las cascaritas (que en Chile se llamaban “pichangas”) que se jugaban en la calle, en sitios eriazos planos apropiados para la práctica de este deporte o en parques y, en el mejor de los casos, si uno vivía cerca, en una cancha de futbol abierta al uso del público (un terreno relativamente plano, con piso de tierra, pero con porterías). Sin embargo, lo habitual era juntarse en una calle escasamente transitada; la acción se interrumpía cuando aparecía un vehículo. Además, había que estar atentos a la policía, pues estaba prohibida la práctica de este deporte en la calle.

En mis años mozos las cascaritas se jugaban con pelotas fabricadas por nosotros mismos. Juntábamos trapos y los metíamos a presión en una media de nailon, o usábamos un ovillo de estambre (en chileno: ovillo de lana); estas eran las mejores pelotas pues hasta botaban. Cada vez que desaparecía una media o un ovillo de estambre en nuestras casas, nosotros éramos los principales sospechosos. Al practicarse el futbol en la calle, era importante que la pelota no botara demasiado y que al patearla no saliera muy lejos, habida cuenta de que en esa época los vidrios de las casas eran realmente quebradizos. Por estas razones, los balones de futbol y las pelotas de hule no eran apropiadas; sin embargo, sí se empleaban cuando se jugaba en los parques o en espacios abiertos. En la calle las porterías se marcaban con piedras o botes; en situación de extrema escasez, solía usarse alguna de nuestras prendas de vestir, lo que provocaba el espanto de nuestros padres cuando se daban cuenta, amén de que jugábamos con nuestros zapatos de uso cotidiano.

A la hora y en el lugar convenidos, acudíamos a la cita los que nos habíamos comprometido. Una vez que estábamos en el sitio del encuentro, se procedía a formar los equipos. Para ello se nombraba a los que a juicio de todos los presentes eran los dos mejores jugadores, que serían los capitanes de los dos equipos. En seguida cada capitán seleccionaba alternativamente a los jugadores de sus correspondientes cuadros; empezaba la selección quien había ganado el volado. Normalmente la selección era de los mejores a los peores jugadores, a juicio de los capitanes, de modo que las escuadras quedaban relativamente parejas en cuanto a la calidad futbolística de sus integrantes. Cuando el total de jugadores era impar, se jugaba con un número disparejo que favorecía al equipo del capitán que había seleccionado en segundo lugar; de esta manera se buscaba distribuir equitativamente las capacidades futbolísticas entre uno y otro equipo. El juego se pactaba a un número determinado de goles y, a veces, por lo demás con bastante frecuencia, sin importar el marcador, se acordaba aplicar la regla del que mete el último gol gana, tomando en consideración que ya era muy tarde y que había que irse a casa.2

Durante el juego mismo no eran pocas las discusiones acerca de si un disparo a portería había sido gol o no. Recuérdese la precariedad de la portería y la inexistencia de un travesaño. Por otra parte, se respetaban reglas de juego parecidas a las que se usan en los partidos oficiales, pero no había un árbitro. Por ejemplo, no tenía sentido el fuera de lugar, ni tampoco el balón fuera de los límites laterales de la cancha, pero sí la infracción. Para que fuese tal, debían concurrir el reclamo del agredido y el refrendo del agresor. En caso de que no hubiera concurrencia, se tomaba una decisión en conjunto. No recuerdo ninguna ocasión en la que no se hubiera resuelto de buena manera una discrepancia respecto a una infracción.

La práctica del futbol a esas edades es un importante apoyo a los procesos iniciales de socialización del niño. Llegar al lugar en que se jugará la cascarita a la hora convenida implica los valores de cumplir un compromiso y ser puntual. En la forma de selección de los jugadores hay un reconocimiento explícito de que no todos somos iguales: algunos poseen más habilidad que otros para el juego. A pesar de ello, la forma de selección implicaba que se buscaba satisfacer el valor de la equidad: la distribución de las habilidades tendía a igualar a ambos equipos. El criterio de equidad imperaba para integrar al juego a algún jugador que llegara tarde: se agregaba al equipo que iba perdiendo, pero si el número de participantes era impar, se incluía en el equipo que tenía menos jugadores. La incorporación de los rezagados y la formación de equipos no balanceados de jugadores es una muestra clara de cómo opera el valor de inclusión o el equivalente de “a nadie se excluye”. Una vez que empieza el juego se aplica una serie de reglas pactadas de antemano que no se ponen a discusión, lo cual ayuda a comprender el valor que tiene el respeto a las reglas. Es claro que si en una cascarita no hay reglas, no se podría jugar futbol y probablemente el tiempo se agotaría en discutir.

Hay dos instancias que privilegian al grupo por sobre los individuos. Una es que el juego no lo gana o lo pierde un jugador sino el equipo: no es un gané (o perdí) sino un ganamos (o perdimos). El funcionamiento del equipo debe ser solidario y sus miembros deben cooperar para vencer al rival; si es necesario, los delanteros deben “bajar” a defender y, si hay oportunidad, los defensas deben convertirse en delanteros; si alguien tiene opción de gol pero hay una alternativa con mayor probabilidad de lograrlo, hay que preferir esta última, pero si se pierde la oportunidad de convertir, suele haber un reclamo de los compañeros (sanción social); cuando son reiteradas, las faltas de este tipo llevan a calificar al jugador como personalista y su habilidad para jugar al futbol queda en entredicho. Por otra parte, la forma de dirimir las infracciones implica, por un lado, convocar la regla (el agredido) y reconocer esta que no fue respetada (el agresor); cuando no ocurre así y persiste la duda, la decisión queda en manos de todo el grupo que participa, lo que quiere decir que se reconoce una instancia válida de solución de diferencias (un juez, un tribunal, una corte).

Es probable que todos los deportes que se juegan en equipo ayuden de la misma forma en las primeras etapas de socialización de los niños. Sin embargo, creo que pocos se pueden practicar con tan poco. En todo caso, lo que sí es claro es que las cascaritas sirven para reforzar o inculcar valores necesarios para la vida en sociedad: compromiso, puntualidad, equidad, sentido de inclusión (o aversión a la exclusión), respeto a las reglas —que es antecedente del respeto a las leyes—, solidaridad, reconocimiento de la falta cometida, cooperación y la importancia del equipo sobre el individuo, sin menoscabo del respeto a la persona. Habría que agregar que cuando la mezcla social es relativamente heterogénea también se aprende a respetar al diferente: no necesariamente el niño con mayor estatus socioeconómico es el mejor jugador.

__________

FERNANDO CORTÉS es profesor emérito de Flacso y académico del Programa Universitario de Estudios del Desarrollo (PUED) de la UNAM.

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