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Brasil: la prueba del nueve
Este País | Maria Alzira Brum | 01.07.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/kanate

En menos de un año, Brasil pasó de modelo exitoso a objeto de todo tipo de denuncias y críticas en los medios de comunicación. A medida que se acercaba el Mundial, la imagen de prosperidad y optimismo del país fue sustituida por la de un casi desastre. Si antes difundía políticas públicas ejemplares, la prensa ahora habla de violencia, miseria, corrupción, descontento y manifestaciones contra el Mundial. En las redes sociales abundan las noticias que describen a Brasil casi como un país bárbaro, gobernado por gente capaz tanto de mandar “matar a los niños y perros de la calle para limpiar el paisaje para los turistas e hinchas” como de engañar por años a la opinión pública.

Mientras unos reproducen, en general sin pensar, esas noticias, otros estarán confundidos y preguntando: ¿al final, qué pasa en Brasil y con Brasil?

La política y el futbol, temas que provocan pasiones tan desbordadas que el dicho aconseja no discutirlos en la mesa, forman el nudo de la situación. A tres meses de las elecciones presidenciales, los institutos de pesquisa apuntan la tendencia a la reelección de la presidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT). En este contexto, la realización del Mundial, visto como obra del Gobierno, es el principal blanco de la oposición.

En la oposición están desde fuerzas de la derecha de rasgos fascistas y herederas de las ideas que sostuvieron a la dictadura militar entre los años 1964 y 1985, hasta lo que se podría llamar fuerzas de extrema izquierda —esto es, grosso modo, las agrupaciones de influencia trotskista, activistas y colectivos surgidos en torno a la cultura digital—, pasando por los neoliberales de distintos matices. El candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), Aécio Neves, de centro-derecha, pero cada vez más apoyado en los sectores de la ultraderecha, está en segundo lugar en las encuestas y parece ser el único que tiene posibilidades concretas de llegar a la segunda vuelta.

La oposición como un todo contesta los gastos públicos en el Mundial. La de derecha porque defiende ampliar la privatización; la de izquierda porque cree que los recursos se deberían invertir en otras áreas y que el Gobierno ha seguido la cartilla del capital.

Demasiado estatista para unos, demasiado liberal para otros, la fórmula de los gobiernos de Lula (2003-2010) y Rousseff (de 2011 a la fecha), combinando crecimiento económico con fuertes inversiones privadas y amplias políticas sociales, benefició a millones y obtuvo un éxito sin precedentes en el combate efectivo a la pobreza.

Esto no lo dicen solo el Gobierno, el PT y los partidos de la colisión que lo apoyan. Lo dicen, por ejemplo, los datos del Índice de Desarrollo Humano (IDH),1 usado por la ONU para evaluar las condiciones de vida de la población a partir de tres indicadores: expectativa de vida, acceso al conocimiento y patrón de vida digno. Según estos indicadores, en 1991, de los más de 5 mil municipios brasileños, ninguno poseía un IDH muy alto o siquiera alto. En 2000 solo uno lo tenía muy alto. En 2010, siete años después de que Luiz Inácio Lula da Silva asumió la presidencia, nada menos que mil 904 municipios tenían IDH entre muy alto y alto, y el número de los que poseían IDH medianos había crecido incluso en mayor proporción. En este periodo, Brasil ha pasado de ser un país con un IDH bajo a uno con un IDH alto.

En el nudo de política y futbol conviven dos imágenes contradictorias de Brasil: el país de la alegría, la samba, el carnaval y, por supuesto, el futbol, y el país miserable y violento en que, por fuerza de la naturaleza o de la historia, todo intento civilizatorio tiende al fracaso.

Esta última imagen, forjada desde la perspectiva colonial y racista, se difundió a partir del siglo XX desde la literatura, el periodismo y la política al conjunto de la producción cultural. En ella, Brasil y los brasileños, entendidos generalmente como “mestizos”, aparecen como los “otros”, los no civilizados, los bárbaros. Al adoptar esa perspectiva, los autores se alejan de “los brasileños” que describen-retratan, identificándose —conscientemente o no— con la élite supuestamente civilizada, es decir, blanca y europea.

Ese punto de vista no ha sido exclusivo de los conservadores. Autores “progresistas”, e incluso con origen en las clases populares, han apoyado en él su discurso literario, estético y político. Tanto mayor la tragedia nacional, mayor la autoridad de quien la narra, exhibe o denuncia, creen. Distinguirse de la barbarie y criticar las miserias del país fue y sigue siendo para muchos una estrategia fundamental para construirse como autores y autoridades frente a la opinión pública.

La izquierda brasileña tradicional, formada en gran parte por personas intelectualizadas de las clases alta y media, y por muchos años excluida del poder político central, adoptó esa perspectiva, reproduciéndola en virtualmente todas las áreas de la cultura. En una serie de distorsiones, acabó por definir como “alienadas” las visiones del brasileño alegre, sambista o con una pelota en el pie.

En esa misma línea, durante la dictadura militar (1964-1985) el futbol fue entendido como alienante y también como una forma de manipulación de los gobiernos para desviar a las masas de sus verdaderos problemas, es decir, los económicos y políticos.

El PT nació a finales de los setenta. Desvinculado en gran medida de los discursos y prácticas de las izquierdas tradicionales, provino de los movimientos sindicales y populares y de las acciones de una parte de la Iglesia católica influida por la llamada teología de la liberación. Para el PT, por tanto, las culturas populares y de masas no eran ni podían ser vistas como alienantes o inferiores.

A lo largo de estos 36 años, y sobre todo en los últimos 10, en los que el PT ha estado en el poder, la sociedad brasileña se reconfiguró. La urbanización y la ascensión social de amplios sectores de la población constituyeron una mayoría de clase media. Este término no se refiere solo a una dudosa clasificación basada en los ingresos, sino a un conjunto de fenómenos relacionados a los modos de vida y pensamiento.

La década del PT en el poder ha sido, asimismo, el momento de mayor apropiación social de las tecnologías digitales y, por ende, de las herramientas de producción y difusión de ideas e imágenes, como el periodismo y la ficción. La nueva clase media, joven en su mayoría, se caracteriza por dos grandes rasgos. Por una parte se identifica con las viejas élites y tiende a ver el país como fracasado o poco civilizado, reafirmando así su propia condición de “clase superior”. Por otro, se identifica con su origen de clase y tiende a “glamurizar” las culturas periféricas y los signos del consumo. Más allá de los conceptos de izquierda y derecha, aún vigentes de todos modos, la política está fuertemente influida por la actividad, sobre todo como reproductora de ideas, de esa nueva clase en las redes sociales.

Sin embargo, la reciente difusión y “viralización” de la imagen negativa de Brasil en las redes sociales no puede ser explicada solo desde la perspectiva nacional. Es parte de un fenómeno mundializado en el que la juventud desconfía de la política y de los políticos tradicionales y busca nuevas formas de influir en el poder.

El “15-M” en España o el “#YoSoy132” en México son ejemplos significativos. A diferencia de lo que ocurre en Brasil, en estos países, que no tuvieron un fenómeno similar al PT, por lo menos no con su extensión y resultados, la mayoría de los jóvenes activos en las redes sociales tiene su origen en las clases medias y altas más antiguas. Son hijos de universitarios o de gente de izquierda intelectualizada. Así, se identifican en muchos puntos con los discursos de la izquierda de los sesenta y setenta, defensora de la alta cultura. En México, particularmente, lo popular está asociado al PRI y al populismo tradicional, y por esto es rechazado o visto con desconfianza.

Si añadimos el ansia de vanguardismo y el hecho de que la mayoría de los productos culturales brasileños difundidos en el extranjero son novelas o películas “realistas” con imágenes de miseria y un tono de denuncia social, es fácil percibir por qué la asociación Mundial de futbol-miseria-violencia es, por ejemplo, fácilmente asimilada y reproducida sin mayores reflexiones.

La visión de Brasil como un país donde nada funciona, llamada allá “de complejo de perro callejero”, expresa, claro, una parte de la realidad. A pesar de los avances mencionados, tan indudables como inéditos en su historia política, Brasil sigue siendo un país injusto, desigual, clasista y racista. Todavía 5.5% de la población vive debajo de la línea de pobreza. La diferencia entre la renta de los más ricos y la de los más pobres aún es de las más altas del mundo, y los índices de violencia se mantienen. Esa parte de la realidad, bajo una perspectiva parcial, se reproduce en la prensa extranjera como la traducción del país como un todo. Reportajes y notas, muchas veces equivocados o falseados, son a su vez exhibidos en Brasil por las víctimas del “complejo de perro callejero” como evidencias en un tribunal. Lo que se dice en el “mundo civilizado” se toma como la descripción y el veredicto de la tragedia nacional.

La prensa brasileña, a su vez, genera y difunde material de este tipo con distintas intenciones. En este momento la revista Veja, los periódicos Folha de S. Paulo y Estado de S. Paulo y la Red Globo de televisión, entre otros grandes medios, hacen oposición al Gobierno.

Brasil es una democracia. Las decisiones políticas, como en toda democracia (sistema imperfecto, por cierto), son constante y dificultosamente negociadas y discutidas. Entre sus más de 180 millones de habitantes, y por todo su territorio, hay variadas corrientes políticas y de pensamiento que se organizan y expresan libremente.

De modo que la decisión sobre los gastos públicos, de los cuales la mayor parte salió de las arcas públicas, para pagar principalmente estadios y obras de infraestructura no se ha tomado a la ligera.2

Si bien es un hecho que mucha gente está en contra de los megaeventos deportivos por razones que se pueden tomar en cuenta, también lo es que apenas hubo manifestaciones contrarias cuando Brasil se candidateó o cuando ganó la sede. Si no hubo una consulta individual, en ese entonces muchos sectores, incluyendo los políticos de la oposición y la prensa, aprobaron y apoyaron la candidatura o, como mínimo, hicieron caso omiso.

La realización del Mundial ha implicado, por tanto, decisiones y responsabilidades compartidas. El ruido contrario a tan poco tiempo del evento tiene —si no totalmente, por lo menos en gran medida— motivaciones electorales. La oposición carece de propuestas atractivas y se apoya básicamente en el odio que las élites sienten por el PT. Sin embargo, es en la extrema izquierda, con menos de 1% en las intenciones de voto, donde sobresalen consignas como: “Más salud y educación y menos futbol”. A la oposición, sobre todo la que tiene alguna posibilidad concreta, le interesa que las obras del Gobierno salgan o parezcan salir lo peor posible. Esto anima la difusión de imágenes negativas del país.

Como en cualquier democracia, las protestas y huelgas que se han realizado en Brasil a lo largo del último año reflejan aspiraciones, descontentos, demandas y diferencias, y son legítimas. Los excesos de los cuerpos policiales contra toda protesta, manifestación o movimiento popular deben ser averiguados, castigados y cohibidos. Sin embargo, esto no obsta para que el Gobierno cumpla con su responsabilidad y obligación de tomar medidas contra los actos vandálicos y garantice la seguridad de la población durante el Mundial.

La apología del odio y las amenazas que caracterizan a algunos de los movimientos contrarios al Mundial demuestran que no hay argumentos o no interesan. Revelan que una parte de la sociedad brasileña tiene dificultades con la democracia y desea imponerse por la fuerza, utilizando una tradición popular y un evento público que, por más que pueda ser cuestionable, implica una responsabilidad del país —a través del Gobierno que actualmente lo representa democráticamente— con millones de personas.

La imagen de Brasil como país de la alegría, la samba, el carnaval y el futbol también es cierta y corresponde a una parte de la realidad. La fiesta y el juego son formas populares de supervivencia y resistencia y, sobre todo, formas de mediación distintas a la política. El futbol no es sinónimo de alienación o desconocimiento, sino un saber y una práctica que aporta creatividad a la vida social.

Secuestrar la alegría o condenar al futbol como estrategia política no cambia al país ni al mundo; tampoco ayuda a eliminar las injusticias y desigualdades. Al contrario, en este caso preciso confunde, oculta complejidades y conquistas importantes del pueblo brasileño y censura los saberes y prácticas populares. La política es no solo importante sino fundamental. La alegría, sin embargo, en Brasil y en cualquier otra parte, como dijo Oswald de Andrade en su ensayo “Manifiesto antropófago”, fue, es y será “la prueba del nueve”.

_________

MARIA ALZIRA BRUM nació en Brasil y vive en México. Doctora en Comunicación y Semiótica, es autora, entre otras obras, del ensayo O doutor e o jagunço: Ciencia, cultura e mestiçagem em Os Sertões (Arte & Ciência, São Paulo, 2000) y de la novela La Orden Secreta de los Ornitorrincos (Aldus-Universidad Veracruzana, México, 2014). Está acompañando los partidos del Mundial y votará por Dilma Rousseff.

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