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Selfies y la llegada de Maximiliano y Carlota
Cultura | Este País | Galaxia Gutenberg | Ocios Y Letras | Miguel Ángel Castro | 01.07.2014 | 0 Comentarios

Javier Carral 4

Observamos que se ha introducido en nuestro léxico la voz inglesa selfie que equivale a ‘autofoto’, porque se trata de una fotografía que una persona hace de sí misma, sola o en compañía de otras personas con una cámara o con algún dispositivo electrónico como un teléfono celular o una tableta, y que se sube a las redes sociales. De acuerdo con la Fundéu BBVA, selfie fue elegida como la palabra en inglés de 2013 por los editores del Diccionario de Oxford. Los medios de comunicación la globalizaron en unos cuantos meses con noticias que dieron mucha importancia a algunas selfies: la que se tomaron el presidente Barack Obama y los primeros ministros David Cameron y Helle Thorning-Schmidt durante los funerales de Nelson Mandela, y la que hizo Ellen DeGeneres con algunos de los actores más famosos de Hollywood en la entrega de los premios Oscar. Para estar al día, entre nosotros, el presidente Enrique Peña Nieto y los integrantes de la selección de futbol se tomaron una decena al terminar la ceremonia de abanderamiento del equipo. Como se trata de un anglicismo que todavía no tiene carta de naturalización en el español, es necesario escribirlo en cursiva o, si no se dispone de este tipo de letra, entre comillas.

El gusto por formar parte de una imagen ha acompañado al hombre quizá desde que vio su imagen reflejada en un espejo, y por ello el antecedente más inmediato de la selfie acaso sea el autorretrato. En la literatura encontramos diversas formas en las cuales los escritores se reflejan como son o creen que son; por ejemplo, en las crónicas es frecuente que sus autores se muestren a sí mismos entre los personajes que retratan y en las escenas que reproducen.

Así, con este pretexto, recurrimos a algunos escritos sobre el México de hace ciento cincuenta años pues, atentos como somos a las efemérides, sobre todo a las centenarias, en estos días, en los cuales, en diversos espacios académicos y culturales, eminencias de diversos calibres rememoran, estudian y analizan la llegada y la estancia de Maximiliano y Carlota en nuestro país. La llamada aventura mexicana de aquella infortunada pareja de sangre azul (versión de algunos historiadores más o menos románticos) ha dado materia para todo género de obras. Tímidos ociosos como uno se contentan con leer algunas versiones del episodio, comentan y discuten esta o aquella interpretación sobre las personalidades y sicologías del archiduque de Austria y la princesa de Bélgica, convertidos en emperadores de México. Nosotros compartimos unas cuantas digamos que “selfies primitivas” de testigos que imprimieron imágenes literarias de las ceremonias y los bailes que se llevaron a cabo para recibir a la ilustre pareja.

Maximiliano y Carlota, con más de ochenta acompañantes, llegaron a Veracruz el 28 de mayo de 1864 y, tras quince jornadas penosas y triunfales llegaron a la Ciudad de México. Sobre el asunto es muy recomendable la crónica del viaje, el recibimiento y la instalación de los flamantes emperadores y su séquito, que publicó en Viena la condesa Paula Kollonitz, dama de compañía de Carlota, con el título de Viaje a México en 1864. La obra apareció en 1867 y al año siguiente fue traducida al inglés y al italiano. La edición en español que conocemos procede de la italiana, la hizo más de cien años después Neftalí Beltrán, pues fue publicada dentro de la colección de Sepsetentas en 1976. Ocho años más tarde formó parte de las populares Lecturas mexicanas, impulsadas por la Secretaría de Educación Pública y el Fondo de Cultura Económica. 

La ciudad recibió a los emperadores con algarabía, y las protestas de algunos jóvenes liberales contra los conservadores, según Justo Sierra, se perdieron entre el alboroto. El entusiasmo de la gente se debía al ansia de paz; las señales que los ciudadanos recibían les hacían creer que la crisis política se terminaría. La hipérbole de la condesa Kollonitz lo confirma al retratarse en un balcón del Palacio de Minería admirando “el espectáculo de la entrada”:

El 12 de junio el emperador y la emperatriz entraron solemnemente en México. Nuevamente todos, a caballo o en carrozas, salieron hasta las afueras de la ciudad para rendir homenaje a los augustos soberanos. La ciudad estaba magníficamente engalanada. Las casas aparecían llenas de guirnaldas, de banderas, de flores, de tapices y de inscripciones testimoniándoles la común alegría a Maximiliano y Carlota. Por todos lados se levantaron arcos de triunfo, las calles estaban atestadas de gente; a los miles de balcones de la ciudad se asomaban señoras y niños aplaudiendo… 

La complaciente mirada de la condesa no pasó por alto la falta de buen gusto y belleza en los uniformes, carros y adornos mexicanos. Observó también el comportamiento de los indios, que se mostraban felices porque, según ella, les parecía que cobraba vida la leyenda del retorno de Quetzalcóatl, y si no, porque creían que el hombre que llegaba era un sabio que mejoraría sus miserables condiciones de vida.

La extensa y pormenorizada Invitación al baile (1825-1910) de Clementina Díaz y de Ovando, nuestra historiadora cronista de la sociedad decimonónica, recoge los testimonios de los bailes que hace ciento cincuenta años fueron organizados como obsequio a Maximiliano y Carlota. El domingo 19 de junio, a una semana de su arribo a la capital, el Ayuntamiento solicitaba públicamente puntualidad a los invitados al sarao que se llevaría a cabo en el Gran Teatro Imperial a las nueve de la noche. La insistencia sobre la impuntualidad de la gente revela que era una falta frecuente que molestaba mucho a los formales visitantes. José Luis Blasio, secretario del emperador cuyas memorias publicadas en 1905 con el título de Maximiliano íntimo: El emperador Maximiliano y su corte permiten conocer el carácter y aspectos de la vida privada del archiduque, resalta la descortesía de aquella improvisada corte:

Siguiendo la mala costumbre social mexicana de llegar al teatro a la mitad del espectáculo y a los bailes cuando estos llevan dos o tres horas de haber comenzado, esa noche del primer baile varias familias mexicanas llegaron después de las ocho de la noche, hora que se mencionaba en las invitaciones que comenzaría la fiesta. 

Aquellos impuntuales debieron cargar con la vergüenza de ser despedidos por los criados, que les explicaban el estricto protocolo de las fiestas y ceremonias reales. El periódico La Sociedad dio los pormenores del “gran baile del domingo”, fomentaba la ilusión con la descripción del lujo del salón; la decoración del patio y los corredores causaron grata impresión a los miembros del séquito imperial.

Juan de Dios Peza, en sus memorias, que tituló De la gaveta íntima, y que contienen episodios de su vida apreciados como reliquias y retratos, recuerda el tono de las conversaciones que tenían lugar durante los actos públicos a los que asistía la real pareja:

—Oye, tú, ¿viste al Emperador qué alto es y qué bonito anda?

—¿Y tú le viste la barba que parece hecha de rayos de sol?

—No tanto.

—Fíjate: si parece que lleva un nimbo como Nuestro Señor. 

—¡Y qué ojos tan dulces y tan azules y tan expresivos!

—A mí me vio al pasar y sentí no se  qué cosas.

—Con razón, si mira como no he visto mirar a nadie.

—No sea usted tonta, chula —interrumpió una vieja desdentada—, mira como Emperador. 

—¿Y ella?

—¿Quién, la Emperatriz? No me gusta.

—Te diré, es muy joven, muy elegante, muy bien formada, muy bien vestida; pero tiene mucha dureza en su fisonomía.

—A mí no me simpatiza.

—Mira a todos como protegiéndolos.

—Y siempre la verás con la cabeza erguida y con gesto como de mal humor.

—No se parece a su marido.

—No; hay entre los dos gran diferencia.

—Oye, tú, ¿y si Maximiliano enviudara?

—Se casaría con una mexicana.

—No lo creas; buscaría una princesa de las más encopetadas de Europa.

—Quién sabe. Dicen que hay muchas a quienes mira con gran atención en los bailes, encantado con sus gracias.

—Pues la que resultara emperatriz se costeaba.

—Puede que no; porque eso de estar siempre de ceremonia, ha de ser muy pesado.

—De veras; estos señores van siempre saludando a todos lados, nunca hablan a nadie con confianza: no son dueños de manifestar sus sentimientos; siempre tienen testigos de todos sus actos; y como todos los respetan y los tratan con gran veneración, ninguno les dice la verdad de lo que acontece ni de lo que se dice en el pueblo.

—Ya lo ves; ellos se imaginarán que todos los gritos que lanzamos son nacidos del alma, y no hay nada de eso, sino que todos armamos bulla y nos gusta el ruido de la gresca, sin saber lo que decimos.~

__________

MIGUEL ÁNGEL CASTRO estudió Lengua y Literaturas Hispánicas. Ha sido profesor de literatura en diversas instituciones y es profesor de español en el CEPE. Fue director de la Fundéu México y coordinador del servicio de consultas de Español Inmediato en la Academia Mexicana de la Lengua. Especialista en cultura escrita del siglo XIX, es parte del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM y ha publicado libros como Tipos y caracteres: La prensa mexicana de 1822 a 1855 y La Biblioteca Nacional de México: Testimonios y documentos para su historia. Castro investiga y rescata la obra de Ángel de Campo, recientemente sacó a la luz el libro Pueblo y canto: La ciudad de Ángel de Campo, Micrós y Tick-Tack.

No hay respuestas para “Selfies y la llegada de Maximiliano y Carlota
  1. Después de leer y agradecer su artículo, me atrevo a enviar una humilde propuesta: la promoción de un neologismo que sustituya al «selfie» inglés. Nada tengo contra las adopciones, pero soy más amigo de las adaptaciones.http://lenguaraz55.blogspot.mx/2014/06/egomento.html

    Atentamente

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