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Obama es el blanco
Escala Obligada | Este País | Mario Guillermo Huacuja | 01.08.2014 | 0 Comentarios

©iStockphoto.com/enjoynz

La suerte del presidente de Estados Unidos recuerda el destino que ha perseguido a los políticos reformadores en la historia: la virtud nunca es suficiente, sobre todo cuando los opositores ven amenazadas sus creencias e intereses.

Cuando Barack Obama llegó a la Casa Blanca en enero de 2009, la historia política de Estados Unidos quedó marcada por esa fecha indeleble. Era el primer presidente negro de un país con un largo historial racista. A casi un siglo y medio de distancia, el sueño de Abraham Lincoln había llegado a sus últimas consecuencias. Pocos acontecimientos levantaron tantas expectativas sobre el futuro. Se redactaron libros, se hicieron películas, las redes sociales entraron en una ebullición catártica. La figura de Obama saludando a las multitudes se convirtió en un símbolo de esperanza en todos los continentes.

El nuevo presidente de Estados Unidos llevaba en su sangre y su trayectoria una combinación abigarrada de razas, lugares, lenguas, costumbres, religiones, ideologías, valores. Su padre era un economista de Kenia; su madre, una antropóloga de Kansas. Barack Obama nació en Honolulu, estudió la primaria en Indonesia, la secundaria en Hawai, el bachillerato en California, la licenciatura en Nueva York. Su carrera académica y política fue meteórica. Hizo la maestría de Derecho en Harvard, fue trabajador social en las comunidades pobres de Chicago, editó la revista de leyes de esa prestigiosa universidad, se volvió escritor de fama mundial y a los 35 años se convirtió en el quinto senador negro en la historia de Estados Unidos. Para completar esa estela de éxitos, en 2009 —ya como huésped de la Casa Blanca— recibió el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional en un mundo libre de armas nucleares. Los miembros del jurado señalaron que “muy pocas veces una persona había captado hasta ese punto la atención del mundo y le había dado a la gente esperanza para un futuro mejor.”1

Con su autobiografía, Los sueños de mi padre, Obama llamó la atención de la crítica literaria antes de lanzarse a la carrera política; el joven escritor se revelaba como un activista abierto, creativo, incluyente y comprometido. Su futuro como funcionario público auguraba un camino fulgurante de presencia carismática y éxitos en todos los campos. Algunos lo compararon con la fina pluma y el olfato político de Winston Churchill.

Su ideario, bosquejado en sus textos, recibió el beneplácito de la mayoría de la población. En su campaña presidencial, Obama anunció lo que serían las vértebras de la espina dorsal de su programa político: la reactivación económica después de la crisis de 2008, la reforma al sistema de salud, el apoyo a los trabajadores de bajos salarios, el combate al cambio climático a través de la reducción de los gases de efecto invernadero de las empresas, el mayor uso de energías alternativas, el control estricto en la venta de armas en Estados Unidos, la reforma migratoria para los residentes en el territorio norteamericano y, en política exterior, el fin de las intervenciones armadas y el arribo de la democracia y la paz al mundo árabe, particularmente en los países crucificados por los ejércitos norteamericanos, Irak y Afganistán.

De todo eso, casi nada se ha cumplido. Peor aún: sin haber llevado a cabo sus propósitos originales, el primer presidente negro de Estados Unidos se ha convertido en el blanco de una serie de francotiradores que buscan denigrar su imagen en vísperas de las elecciones intermedias del próximo mes de noviembre.

En repetidas ocasiones, Obama ha sostenido que el principal obstáculo para la realización de sus políticas se encuentra en el Capitolio, por la tenaz resistencia de la bancada republicana. Si bien en el Senado los demócratas mantienen una ligera mayoría, en la Cámara de Representantes los republicanos cuentan con 234 diputados, frente a los 199 demócratas. Y entre los republicanos, hay enemigos jurados de Obama. Uno de ellos es el presidente de la cámara baja, John Boehner, quien se ha especializado en criticar públicamente a Obama en cada uno de sus pasos. Y Boehner es un hombre de peso: más allá de su popularidad entre los pequeños empresarios de Ohio —el estado que representa—, su cargo en el Capitolio lo coloca como el político más importante de Washington después del presidente y el vicepresidente.

Boehner se ha caracterizado por encabezar una serie de acciones vistosas y corrosivas contra la Casa Blanca. Es el hombre que amenazó con la suspensión de pagos de la deuda, el que paralizó la administración por su oposición a la distribución de los fondos del presupuesto y el que sostuvo que demandaría al Ejecutivo por gobernar sin el consentimiento del pueblo, todo esto como parte de una política de golpeo y arrinconamiento que le ha dado buenos resultados: harto de los desacuerdos en el Capitolio, Obama ha declarado que sacará adelante determinadas iniciativas sin la aprobación del Congreso. Y esta determinación, independientemente de sus resultados, ha servido a Boehner para denunciar lo que presenta como un desacato del presidente a la Constitución, una medida arbitraria contra la voluntad popular y una violación del actual mandatario a su juramento como presidente de Estados Unidos.

En el último capítulo de esta guerra feroz, Boehner escribió en su blog un artículo en el que culpa a Obama de ser el responsable de la crisis de los niños indocumentados que han inundado al país en los últimos meses, ya que, a su juicio, el presidente alentó el deseo de emigrar de los niños y sus familias al prometerles que “si entran ilegalmente a Estados Unidos podrían permanecer en el país”.2

Nada más falso. La reforma migratoria propuesta por Obama —y detenida indefinidamente en el Congreso— busca en primer lugar regularizar la situación de los migrantes que llevan años en territorio estadounidense como indocumentados, pero está muy lejos de alentar nuevas oleadas de migrantes. No ha buscado, en ningún momento, invitar a los mexicanos y centroamericanos que se encuentran en sus respectivos países a que hagan sus maletas e ingresen a Estados Unidos sin documentos. Es una medida que beneficia a los indocumentados que ya se encuentran en el país, pero niega la integración de los nuevos emigrantes en el futuro. Los que están adentro, que se queden; los de afuera, que ya no vengan.

Más aún, tanto en sus discursos como en los comunicados de la Casa Blanca, Obama ha planteado que el futuro de los niños debe ser regresar a sus países de origen. Ha solicitado 3 mil 700 millones de dólares al Congreso para atender la emergencia de más de 50 mil niños que han llegado a la frontera en Texas y Arizona, pero con el firme propósito de incrementar el personal de apoyo, crear albergues y acelerar las deportaciones. Y ha reiterado que, si el Congreso no lo apoya, actuará por su cuenta.

En esta guerra de posiciones, el tablero de ajedrez es asimétrico. La Suprema Corte, involucrada en las decisiones presidenciales y legislativas, se vistió del color de los republicanos al decretar que Obama excedió sus atribuciones constitucionales al nombrar funcionarios laborales sin la aprobación del Senado en enero de 2012, y por extensión no podrá exceder sus poderes en ningún otro ámbito. Con esta resolución la Corte le da la razón a Boehner.

Otro de los críticos acérrimos de Obama, mejor conocido por haber sido el secretario de Defensa de George Bush durante la guerra del Golfo y el vicepresidente de su hijo, George W. Bush a lo largo de su gestión, es Dick Chenney, quien ha sido catalogado como el político más poderoso de Estados Unidos de la primera década de este siglo, solo después del presidente Bush. Según Chenney —y esa es una convicción que ha repetido a lo largo de artículos y entrevistas—, Obama es un traidor a la patria y un hombre que ha dilapidado la libertad de los norteamericanos. Parafraseando mal a Winston Churchill, Chenney ha declarado que “hemos visto a un presidente que lo ha hecho muy mal en muchos temas y a las expensas de muchos”.

El centro de la crítica de Chenney es la política de Obama hacia los países árabes. En especial, el retiro de las tropas de Irak, la negativa de llevar a cabo una acción militar en Siria y el anuncio del retiro de tropas en Afganistán. Para el antiguo encargado de la Defensa, la misión de Estados Unidos es permanecer indefinidamente en los territorios de las naciones que puedan albergar terroristas, bombardear las posibles bases enemigas y borrar del mapa a todos los grupos fundamentalistas que atenten contra la seguridad del país más poderoso del orbe. En el colmo de la insensatez, Chenney llegó a afirmar que Obama es el responsable directo —por sus acciones u omisiones— del avance de las tropas yihadistas y kurdas que amenazan con llegar a Bagdad y derrocar al Gobierno de Nuri al-Maliki.

En otro extremo del mapa, los críticos de Obama se alinean en torno al uso de los drones para combatir a los grupos terroristas, un recurso que evita el uso de tropas de asalto y las ocupaciones territoriales. En su libro Drones: La muerte por control remoto, el escritor argentino Roberto Montoya se adorna relatando cómo la Agencia Nacional de Seguridad localiza los teléfonos móviles de los supuestos terroristas para que la CIA y un grupo secreto llamado Comando Conjunto de Operaciones Especiales pueda lanzar sobre ellos los ataques de los drones, independientemente del lugar en el que se encuentran, si es de día o de noche, y si los poseedores de dichos teléfonos son realmente terroristas. Recientemente, Eric Holder, fiscal general de Estados Unidos, admitió que la CIA había liquidado a cuatro ciudadanos estadounidenses en el extranjero, debido a los misiles lanzados por los drones.

Montoya adereza su crítica a Obama con vuelcos dramáticos y analogías históricas no muy afortunadas:

Los martes por la mañana se reúnen con él [Obama] en el Situation Room los máximos jefes de inteligencia y de las ffaa, donde le presentan los “candidatos” a morir. Le muestran su dossier, el “valor” que tiene ese enemigo, las posibilidades de cazarlo, los riesgos, los “daños colaterales”, etcétera, y el presidente dice la última palabra.
Vamos, como el César cuando en el circo romano indicaba con su pulgar si el gladiador vencido en la arena debía morir o si le perdonaba la vida, para arriba vivía, para abajo moría.3

En este texto, Obama es un nuevo Nerón.

Lo anterior demuestra que el primer presidente negro de Estados Unidos se ha convertido en el blanco de todas las críticas, que el desencanto por las expectativas levantadas termina por extender facturas costosísimas, que los republicanos están dispuestos a encender una nueva hoguera para negros con tal de ganar cargos en el Capitolio pero, sobre todo, que la política es un terreno minado donde los políticos avanzan dejando partes de sus cuerpos en el trayecto, y que al cabo de dos periodos es muy poco lo que un presidente puede hacer para cumplir sus sueños de campaña. No importa que sea el primer presidente negro en la Casa Blanca.

1<http://www.elmundo.es/elmundo/2009/10/09/internacional/ 1255078949.html>

2<http://www.speaker.gov/video/boehner-crisis-president-s-own-making>

3<http://www.elmundo.es/elmundo/encuentros/invitados/2014/06/ 12/roberto-montoya/>

__________

MARIO GUILLERMO HUACUJA es autor de El viaje más largo y En el nombre del hijo, entre otras novelas. Ha sido profesor universitario, comentarista de radio, guionista de televisión y funcionario público.

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