EL 2 DE JULIO de 2000, por vez primera, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y su candidato, Francisco Labastida Ochoa, pierden las elecciones presidenciales. Las cifras son las siguientes: Vicente Fox del Partido Acción Nacional (PAN), 15 millones 988 mil votos (42.52%); Francisco Labastida, 13 millones 567 mil 385 votos (3.6.10%); Cuauhtémoc Cárdenas del Partido de la Revolución Democrática (PRD), 6 millones 259 mil 048 sufragios (16.64%). La votación total asciende a 37 millones 603 mil 923 votos, se anulan 789 mil 838, que representan el 2.10% de la votación computada, y los candidatos no registrados obtienen 32 mil 457 sufragios. Participa el 63.96% de los 58 millones 782 mil 737 ciudadanos que integran la lista nominal.
¿Quién gana y quiénes pierden? Si algo, el gobierno de Vicente Fox deberá levantarle un monumento al Hartazgo, el primer factor de su triunfo. Al ocurrir las elecciones el país está harto del PRI, de sus 71 años en el poder (bajo las formas sucesivas de Partido Nacional Revolucionario, Partido de la Revolución Mexicana y PRI), de sus abusos, corrupciones y represiones, y muy especialmente de su estructura de impunidad que va del autoritarismo criminal de Gustavo Díaz Ordaz en 1968 al neoliberalismo y su pirámide de multimillonarios con Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. De 1989 a 1993, Salinas convence de su modernidad solidaria a demasiados gobiernos y sectores políticos en el mundo entero; de 1994 en adelante conoce la debacle. La Torre del engaño y el autoritarismo se vienen abajo al surgir en enero de 1994 el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (que le llama “usurpador”, recordándole el magno fraude electoral que lo llevó al poder). Luego, en un cielo de hechos trágicos, escándalos y revelaciones Salinas vive el asesinato del candidato del PRI Luis Donaldo Colosio, que casi de inmediatamente el rumor popular le atribuye; las revelaciones de corrupción a gran escala; el asesinato de su ex cuñado José Francisco Ruiz Massieu, dirigente del PRI; el encarcelamiento de su hermano Raúl, acusado de planear el asesinato de Ruiz Massieu, y condenado a cincuenta años de cárcel; y, en cascada, las noticias sobre su estrategia de gobierno que enriquece sin medida a un puñado.
El presidente Zedillo, de perfil muy distinto al de Salinas, nunca encandila a gobiernos o multitudes (más bien, le da gusto su impopularidad), pero es el responsable del rescate bancario, de Fobaproa, cuyo desaseo inmenso termina costándole a la nación más de cien mil millones de dólares (la cantidad varía). Y a eso se agrega su moche-ría neoliberal, su llamada incesante al sacrificio de las clases populares y su tranquilidad ante el desplome de las clases medias. Ni la UNAM ni Chiapas le dicen nada a Zedillo y su candidato, Francisco Labastida, burocrático, de expresión cansada, alejado vocacionalmente del carisma, recorre el país presidiendo mítines del tedio y la repetición. Al principio es el vencedor seguro, pero a las dos o tres semanas lo rodea una frase que es aureola fatalista: “la campaña no levanta”.
El PRI congrega las ruinas de sus antes invencibles organismos de control: la Confederación de Trabajadores de México (CTM), la Confederación Nacional Campesina (CNC), la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP), los aparatos caciquiles que tradicional-mente consiguen los votos decisivos o, si se presta la ocasión, organizan el fraude. Pero esta vez, además del Hartazgo (siempre con mayúscula) un factor de crédito político actúa en contra del PRI: la creación del Instituto Federal Electoral (IFE), el organismo que auspicia la fe en el triunfo reconocido de la oposición. Antes, se tenían esperanzas del triunfo, pero no de su reconocimiento. Con el IFE se instala la primera certidumbre democrática.
¿Quiénes ganan y quiénes pierden? En 1987 Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del ex presidente Lázaro Cárdenas, héroe del nacionalismo revolucionario, sale del PRI tras fracasar en su intento de lograr elecciones internas para las candidaturas, y se lanza a una batalla política muy desigual. En unos meses, Cárdenas levanta las (inesperadas) fuerzas de izquierda en el país, y muy probablemente gana las elecciones de 1988. Tras la derrota, surge el PRD, que con rapidez dilapida su capital político, se burocratiza, se resigna ante los asesinatos de casi cuatrocientos de sus militantes a manos de priístas (en su mayoría, los crímenes quedan impunes), se divide por sistema, no evita que el gobierno compre un buen número de sus dirigentes medios, y no consigue un discurso convincente y un proyecto organizado de nación. A cambio, dispone de una crítica muy justa de las acciones gubernamentales, de militantes abnegados, del voto de la izquierda social y cultural y del centro izquierda y de la simpatía de un vasto sector popular. Candidato de nuevo en 1994, Cárdenas desarrolla una campaña pobre y se desarrolla en contra del voto del miedo que el PRI manipula.
En 1997 Cárdenas gana la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, y las expectativas crecen. El gobierno lo hostiga, le tiende trampas, le niega recursos; Cárdenas, por su parte, no enfrenta los problemas más graves y se concentra en su candidatura para la Presidencia. Esto disminuye su imagen y lo hace llegar a la campaña del 2000 sin la credibilidad necesaria, lo que aprovechan la derecha y algunos ex izquierdistas para crear la ilusión del “voto útil”, es decir, la demanda de que la izquierda le entregue su apoyo a Fox y, sobre todo, al PAN, en canje por la promesa de un gobierno plural. En las semanas previas a la elección, Cárdenas reaviva algo del entusiasmo de 1988, llena plazas y moviliza a la izquierda nacional, pero ya es tarde.
¿Quién gana y quiénes pierden? Gana Vicente Fox, un ex presidente de Coca-Cola en México, un administrador de empresas que se inicia en la política en 1988, a instancias de Manuel Clouthier, candidato del PAN a la Presidencia de la República. En doce años, Fox perfecciona un estilo populista de trato y discurso, es candidato al gobierno de Guanajuato y pierde (tal vez no en los votos, pero como solía pasar, sí en el recuento), es candidato al gobierno de Guanajuato y gana, es candidato declarado a la Presidencia por lo menos desde 1998. En campaña, Fox es intemperante, autoritario y monocorde (la improvisación no es uno de sus dones, la repetición sí), pero una de sus características le consigue múltiples adhesiones entre las clase medias, en especial entre mujeres y jóvenes. Fox expresa corporal y verbalmente el “apetito de poder”, quiere mandar y se considera el indicado para “sacar al PRI de los Pinos” y salvar a México, así con esta expresión. Su actitud impresiona por emblematizar la voluntad de ascenso empresarial en medio de la muy abierta decadencia de los políticos profesionales.
Fox pertenece a la derecha doctrinaria y lo ostenta. Es muy católico, cree en los derechos educativos del clero, se opone a cualquier forma de despenalización del aborto, es homófobo (en su periodo de gobernador de Guanajuato) y partidario de los cristeros. Sin embargo, debe correrle cortesías a una sociedad secularizada, y durante la campaña retrocede varias veces. Enarbola en un mitin el estandarte de la Virgen de Guadalupe y anuncia que será su insignia, y las exigencias del gobierno, los sectores liberales y la Iglesia católica misma le hacen prometer que se abstendrá del manejo de símbolos religiosos; emite un “decálogo” donde le asegura al clero católico que promoverá la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, les dará canales de radio y televisión a los obispos, les quitará todo impuesto (no tienen ninguno, de cualquier modo), homologará los títulos de los seminarios religiosos con los títulos universitarios, etcétera, y la respuesta crítica lo hace ratificar: “no se entendieron bien mis propuestas”. En su caso, a toda declaración fundamentalista sucede una rectificación.
A su lado, pero sin una intervención significativa en la campaña, el Partido Acción Nacional, de conservadurismo que acrecienta el poder que va alcanzando. (Los alcaldes y los gobernadores panistas sólo rectifican bajo presión. Inmóvil en la doctrina, el PAN se moderniza en lo tocante a la mercadotecnia electoral, que no toma en cuenta doctrinas o ideologías, y se guía por eslogans, composiciones visuales y convocatorias a los reflejos condicionados. Así, la campaña de Fox consiste en lo básico en una palabra que resume una actitud: “¡YA!”. (“El ¡YA! es un mantra que disuelve el karma negativo de México”, afirma su publicista). No hace falta más.
Fox es un dogmático de métodos pragmáticos, el PAN es un partido tradicionalista sin ganas de ocultarlo.
La fiesta provisional
El alborozo que sigue a la derrota del PRI tiene causas diversas que se unifican en una sola: la urgencia del cambio y la necesidad de la alternancia. No es menospreciable el lugar común del fetichismo: no es posible entrar al siglo xxi con el PRI todavía en el poder, equivaldría a concebir al país detenido en el tiempo, algo similar al mito del eterno recuento de votos. El optimismo no desconoce los hechos: el PRI aún cuenta con veinte gobernadores y un buen número de diputados y senadores, y está en posibilidad de ganar elecciones regionales, pero al perder la Presidencia de la República se ha quedado sin su recurso central, aquel del que todos los demás se desprenden.
Los cinco meses entre el día de las elecciones, y la toma de posesión del gobierno de Vicente Fox los alargan las incertidumbres y las apetencias, y demuestran el dominio del tiempo político sobre el desarrollo nacional. Como sea, la alternancia es un fenómeno muy positivo, pone en circulación ideas e intereses, le facilita la participación a sectores y personas antes hechas a un lado, e inicia la revisión de lo obtenido y lo cancelado a lo largo del monopolio priísta. Hay Consenso en los sectores liberales: se han obtenido educación, salud, desarrollo social, se ha multiplicado la pobreza y la miseria, se ha encumbrado la impunidad. La derecha condena en bloque casi todo lo ocurrido en México desde la reforma liberal del siglo xix. Según reitera Vicente Fox, el siglo xx fue sólo tiempo perdido para el país. Pero al principio no hay discrepancias mayores: se requería el cambio, la palabra más utilizada en este año.
En el equipo de Fox unos cuantos provienen de la izquierda o del priismo, otros pertenecen al Opus Dei, los Legionarios de Cristo, y las Asociaciones de Padres de Familia que exigen cancelar las libertades artísticas (entre otras). Si Fox se compromete a respetar la estructura laica del Estado mexicano, algunos de sus asesores en materia educativa proponen que esto sea así con una condición: redefinir el laicismo para que incluya clases de religión “de acuerdo a la voluntad de los padres de familia”. Uno de los participantes del equipo de transición en materia religiosa, Raúl González Schmall, afirma: “Desde la Nueva España no se veían tantas posibilidades para la libertad religiosa como ahora”. Ya se sabe: en sus términos, “libertad religiosa” es el sinónimo del regreso de la voluntad teocrática.
El conservadurismo se alía al neoliberalismo. El equipo de transición en materia laboral declara como prerrequisito del cambio la abolición de cualquier propósito de “lucha de clases”, y el reconocimiento de los empresarios como la única fuerza productiva en el país. (No exagero: jamás en sus declaraciones mencionan la existencia de los obreros). Hace unos días, el secretario de trabajo Carlos Abascal amonestó a los trabajadores del Sindicato Mexicano de Electricistas afirmando lo irracional de exigir aumento salarial (13 de marzo de 2001). El plan de economía, según afirman, no cuestionará la línea de los gobiernos de Salinas y Zedillo, se privatizarán la energía eléctrica y parte del sector de los energéticos, en la reforma fiscal se anuncia el aumento del IVA para alimentos y medicinas. Carlos Flores, encargado del área social del equipo de Fox, declara: “El tema de la medicinas (del IVA) hizo tanto ruido, pero la verdad, aquí entre nos, los que gastamos en medicinas somos nosotros (las personas con posibilidades adquisitivas), la gente pobre casi no gasta en medicinas (El Universal, 9 de noviembre de 2000).”
Víctor Lichtinzer, asesor de Fox en materia de medio ambiente, explica el proyecto que convertirá a los campesinos pobres en porteros de la ecología: “En lugar de darles dinero por ser pobres, creemos que es mejor que se les otorguen aportaciones para conservar recursos clave. De otra manera, será difícil romper el perverso círculo de pobreza y destrucción en el miedo rural (El Universal, 8 de noviembre de 2000).” Se insiste: los pobres lo son porque quieren, les falta el impulso de la voluntad y la autoayuda.
Las batallas culturales que previsiblemente se enconarán, suceden en medio de la indiferencia generalizada ante el fin de la República conocida, priísta desde luego, pero no sólo priísta. Si ya se defienden los valores del laicismo, el mundo de solemnidades y representaciones del priismo se desbarata sin deudos a la vista. A fin de cuentas, en tanto impresión colectiva, se trataba de una República de cartón piedra, regida por la impunidad (otro de los términos más en boga en estos meses), la injusticia social y la corrupción. La República del priismo no ha sido sólo eso, y ya se evaluarán sus méritos, pero por ahora su partida no suscita la mínima emoción.
Posdata que es también prólogo
Chiapas. El estado es también el concepto que describe la rebelión por causas más que comprensibles (así lo han afirmado los presidentes Salinas, Zedillo y Fox), Chiapas incluye la aceptación del racismo y las discriminaciones de la vida mexicana tan hipócritamente negadas, el protagonismo de un grupo indígena, la atención internacional, la emergencia de un interlocutor de la sociedad tan inteligente y diestro como el Subcomandante Marcos. La vía armada no me resulta admisible por razones de credo pacifista, y estoy al tanto de que la violencia genera violencia, pero lo hoy tan documentado, la inhumanidad de las condiciones de vida de los indígenas (no sólo en Chiapas), la semiesclavitud implantada por las Anqueras, las existencia del sistema de nodrizas armadas de los terratenientes (así les digo a los paramilitares para ser políticamente correcto), la estructura feudal de los gobiernos, todo lo que Chiapas expresa antes del 1 de enero de 1994, se resquebraja y da paso en el orden nacional, al debate sobre la cuestión indígena más sistemático que se conozca con todo y las irrupciones de la derecha histórica y la izquierda aduladora. Se tenga sobre el EZLN la opinión o el juicio que se quiera, deberá reconocérsele desde el 12 de enero de 1994 su búsqueda de la paz digna, y el valor de sus reflexiones sobre la marginalidad. El triunfo electoral de Pablo Salazar, en el gobierno de Chiapas, el envío al Congreso de la iniciativa de la Cocopa, el principio del reacomodo de tropas en Chiapas, la liberación de presos zapatistas, el proceso que conoce un clímax con la Marcha de la Dignidad de los zapatistas, mantienen a Chiapas en el centro de la atención, y si no apuntan a la solución inmediata del conflicto, que requiere de la aprobación de la Ley de los Derechos y la Cultura indígenas, sí precisan lo innegable: la presencia continuada del EZLN no se debe a los avatares del turismo romántico que izquierda, sino a la urgencia de reconocer que la desigualdad y su implantación brutal, se interponen en el camino a la modernidad. Como ningún otro tema, Chiapas prueba que la exclusión de los más ha sido la base de sustentación del autoritarismo que padecemos.
[…] Monsiváis Agenda de la memoria. Número 121, abril del […]