Podríamos pensar que el machismo está desapareciendo en México, gracias a los enormes cambios económicos y socioculturales de las últimas décadas. La disminución de las tasas de fecundidad, la planeación familiar, la escolarización de las niñas, ya equivalente a la de los niños, la urbanización y la incursión masiva de las mujeres en el mercado laboral han mermado los valores del machismo tradicional. Asimismo, un número creciente de mexicanos considera que las mujeres deben estudiar y trabajar, ya no le dan tanta importancia a la virginidad premarital, y piensan que los hombres deben participar en las tareas domésticas y el cuidado de los hijos. La influencia de la cultura norteamericana también ha contribuido a transformar el ideal tradicional de la masculinidad: éste ha cedido el lugar, por lo menos en las clases medias y altas urbanas, a un modelo masculino menos autoritario, más comunicativo y más involucrado en la vida de su familia.
Sin embargo, no debemos dejarnos engañar por las apariencias. El machismo no ha desaparecido; sólo se ha modernizado. En primer lugar, las encuestas al respecto nos revelan lo que la gente dice, no lo que hace. Si bien una mayoría de los mexicanos considera, por ejemplo, que los hombres deben participar activamente en el cuidado de sus hijos, sólo la cuarta parte de los padres de familia lo hace de manera regular y sistemática.1 Si bien los varones ayudan más que antes en el quehacer doméstico, la mayoría le dedica sólo una hora al día, cuando mucho.2 Si bien la sociedad no aprueba ya que los hombres golpeen a las mujeres, sabemos que la violencia intrafamiliar sigue afectando al menos a una de cada tres mujeres mexicanas.3
Estas discrepancias nos señalan que el machismo ha cambiado. Podríamos decir que ya no está de moda. Por lo menos en las clases medias y alta, ya no consiste en el desbordante culto a la masculinidad ni en la misoginia explícita que antes lo caracterizaban. Además, el machismo ya no se limita a los hombres: hay cada vez más mujeres que presentan las mismas actitudes y conductas autoritarias que los varones machistas. Por todo ello, debemos analizar de otra manera este fenómeno, ya no como un rasgo personal sino como una forma de relación interpersonal; ya no como una subyugación explícita de las mujeres, sino como una serie de creencias y actitudes implícitas, ocultas bajo la superficie de la vida cotidiana.
Hoy en día podemos hablar de un machismo invisible, más sutil y más moderno, pero tan dañino como el tradicional.
Expresiones del machismo invisible
Salvo en casos de violencia abierta, las manifestaciones físicas del machismo han cedido el lugar a formas psicológicas de control y coerción que, bajo una apariencia quizá más amable, siguen asegurando el dominio masculino sobre las mujeres. Por ejemplo, los hombres ya no encierran a sus mujeres en casa, ni les prohíben salir; pero les exigen que traigan el celular prendido todo el tiempo, supuestamente por razones de seguridad. El problema aquí no es que los hombres deseen proteger a sus esposas, sino que esta permanente vigilancia sea obligatoria y que no sea recíproca. Asimismo, los hombres no prohíben a las mujeres trabajar, a condición que vuelvan a casa para las comidas y en la tarde para atender a sus hijos, y que sigan cumpliendo con todas las tareas domésticas, lo cual vuelve casi imposible un pleno desempeño laboral. La interdicción soterrada de este tipo es una forma típica del machismo de hoy.
Este machismo invisible que opera tras las apariencias reposa sobre el mismo sistema de valores que el tradicional. En primer lugar, la visión machista del mundo establece una distinción muy marcada entre áreas masculinas y femeninas de la experiencia humana. En la vida afectiva, prohíbe ciertas emociones y fomenta otras según el género de las personas: por ejemplo, los hombres no deben mostrar temor, ni las mujeres enojo. La ternura se considera poco viril, y es en cambio la cualidad femenina por excelencia. En los ámbitos familiar y social, el machismo define roles distintos para hombres y mujeres. Se esperan cosas muy diferentes de padre y madre, hijo e hija, hermano y hermana, empleado y empleada, jefe y jefa. En las áreas intelectual y laboral, atribuye a ambos sexos aptitudes, cualidades y defectos diferentes. Los hombres deben ser racionales, proactivos y agresivos; las mujeres sentimentales, dóciles y pacíficas. El machismo promueve expectativas, aspiraciones y autoimágenes diferentes según el género.
Esta visión de la vida no sólo establece distinciones entre áreas femeninas y masculinas, sino que las contrapone: en una sociedad machista, lo masculino es lo opuesto de lo femenino y viceversa; los géneros no son meramente complementarios, sino antagónicos. Hombres y mujeres protegen celosamente sus tradicionales territorios. Por ejemplo, si los primeros consideran a las mujeres ineptas para ciertos tipos de trabajo, ellas por su parte piensan que los hombres son incapaces de cuidar a un bebé. Esta polarización de áreas masculinas y femeninas crea personas incompetentes en ambos sexos: en la división machista del trabajo, los hombres no saben cocinar un huevo y las mujeres se muestran incapaces de cambiar un fusible. El machismo fomenta estereotipos sin correspondencia alguna con la capacidad real de las personas; reduce a hombres y mujeres a caricaturas de sí mismos.
Más allá de la distinción entre aptitudes femeninas y masculinas, el machismo establece también una jerarquía muy clara entre ellas: las cualidades consideradas masculinas ocupan un lugar privilegiado en la vida laboral y social. Por ejemplo, si los hombres son vistos como “razonables” y las mujeres como “emotivas”, ambos le darán más peso a la “objetividad” masculina. Vemos así una predominancia cultural de ciertos valores estereotípicos que suelen atribuirse a los hombres, como el dinamismo, la iniciativa, el liderazgo, etc. Asimismo, los hombres “saben” más de economía, finanzas y política, no porque en realidad sepan más, sino por ser hombres.
Finalmente, el esquema machista establece una doble moral para hombres y mujeres que privilegia sistemáticamente a los primeros. Podemos observarlo ante todo en las costumbres sexuales, donde la promiscuidad se valora en los hombres, pero no en las mujeres; se permite la infidelidad en ellos, mas no en ellas; se exige la virginidad premarital en ellas, y no en ellos…4 Pero la doble moral se manifiesta por igual en todos los demás aspectos de la vida cotidiana. Por ejemplo, los hombres se apropian el derecho a tiempos y espacios autónomos, de los cuales disponen libremente. Pueden salir, tener las amistades y actividades que les plazcan y gastar su dinero en lo que quieran, sin rendirle cuentas a nadie, pero en cambio exigen a sus mujeres que sus actividades, amistades y gastos sean transparentes. Si su esposa sale, quieren saber cuándo regresará, adónde va y con quién; si gasta dinero, quieren saber cuánto y en qué. Asimismo, los hombres se apropian el derecho al secreto, a tener actividades e intereses que no comparten, al tiempo que se lo niegan a sus compañeras. Salvaguardan celosamente su tiempo libre, pero exigen a sus esposas estar siempre disponibles para ellos. Suelen apropiarse el derecho a juzgar, criticar e incluso castigar a sus mujeres, pero no les permiten a estas últimas cuestionar, y menos reprocharles, sus propias conductas.
El machismo en el hogar
El hogar sigue siendo un terreno privilegiado del machismo invisible, a través de la distribución de roles y la división del trabajo. Las funciones tradicionales del hombre de la casa siguen vigentes en el discurso, aunque no lo sean en la realidad. El papel de proveedor único se ha visto minado por el número creciente de mujeres que trabajan fuera del hogar. El de protector de la familia es desmentido por la frecuencia del abandono, la violencia intrafamiliar y el abuso sexual. El papel de autoridad máxima en el hogar se ha desvanecido, por el sencillo hecho que los hombres pasan muy poco tiempo en casa y carecen de la información, si no del interés, para tener una influencia real en la vida familiar.
Este hecho histórico, ligado más a las condiciones actuales del trabajo que al machismo propiamente dicho, hace que la figura paterna actual se caracterice ante todo por su ausencia. Estamos ya lejos de la fuerte presencia paterna que marcaba la vida familiar de las sociedades premodernas; el paterfamilias omnipotente que describió Freud a principios del siglo xx, que participaba activamente en la educación y la disciplina de sus hijos, no es más que un remoto recuerdo, anhelado por muchos. Según una encuestanacional del INEGI, 21% de los hombres reconoce que nunca cuida a los niños; un 52% señala que los cuida “a veces”.5 Esto significa que en las tres cuartas partes de los hogares mexicanos, los niños están creciendo con padres afectivamente ausentes o distantes.
El padre involucrado, informado y participativo ha cedido el lugar al padre despistado, arbitrario y agotado. Lejos de tener una influencia real sobre sus hijos, para estos últimos no es más que una vaga referencia que nunca acaba de llegar a casa. Empero, sigue reclamando el mismo respeto y prerrogativas que antes. Espera que su esposa e hijos lo atiendan y obedezcan sin objeciones; hace alarde de un autoritarismo hueco que ha perdido su justificación real.
La división del trabajo en el hogar sigue rigiéndose por el machismo. Las labores domésticas se consideran, casi exclusivamente, responsabilidad de las mujeres: madre, hermana, esposa, hija y sirvienta cuando la hay. Según datos del INEGI, 49% de los hombres dedica en promedio menos de ocho horas por semana al trabajo doméstico, labor a la que 49% de las mujeres dedica 60 horas. Los hombres dedican 6.2 horas en promedio a la semana a limpiar la casa, mientras que en esta actividad las mujeres ocupan 27.7 horas. Los hombres cocinan en promedio 3.8 horas a la semana, labor en la que las mujeres invierten 11.3 horas.6
Aun los hombres que sí ayudan se rehusan a realizar ciertas tareas demasiado “femeninas”: según el Consejo Nacional de Población, las tareas que los hombres más se niegan a hacer son planchar, lavar ropa, limpiar la casa, cocinar y lavar trastes. Una tercera parte de los hombres nunca cocina y 60% de los hombres casados no plancha ni lava la ropa.7 Las labores menos rechazadas son cuidar a los niños e ir de compras.8 En suma, los hombres participan más que antes en el trabajo doméstico, pero su ayuda se limita en la mayoría de los casos a tareas ocasionales y relativamente fáciles; las tareas rutinarias, sucias y aburridas siguen considerándose responsabilidad de la mujer.
La división machista del trabajo sigue asignando el cuidado de los hijos, casi exclusivamente, a las mujeres, quienes por su parte resguardan celosamente su territorio. Esta actividad se considera “natural” en ellas, por el hecho de dar a luz y amamantar a los bebés. Pero esta idea confunde los aspectos biológicos de la maternidad con las costumbres sociales: no es cierto, y no hay manera de demostrar, que las mujeres sean biológicamente más aptas que los hombres para bañar a los niños, cambiar sus pañales, llevarlos al pediatra o planchar su uniforme escolar. Las únicas tareas “maternales” que están realmente fuera del alcance de los hombres son las que dependen estrictamente de la biología de la mujer: el embarazo, el parto y la lactancia.
Pero este monopolio de la maternidad, que mantienen muchas mujeres, tiene su razón de ser. En una sociedad machista, la maternidad es lo único que otorga un estatus de respeto a la mujer; la enaltece a ojos de los hombres como no lo hace su inteligencia ni sus logros profesionales. Esto da a las mujeres un elemento de poder frente a los hombres; es lógico que lo defiendan como área de actividad femenina no sólo natural sino exclusiva. De ahí la actitud contradictoria de muchas mujeres: desean que los hombres les ayuden en el cuidado de los hijos, pero al mismo tiempo necesitan mantener el control sobre su territorio.
El machismo en la comunicación
Las formas más sutiles del machismo invisible se encuentran, sin embargo, en la comunicación. Bastará con enumerar algunas de sus manifestaciones, que todos hemos experimentado en nuestro trato cotidiano con las personas machistas de ambos sexos, aunque quizá de manera más frecuente en los hombres. En primera instancia, observamos las múltiples modalidades de la descalificación, que encontramos en expresiones como “no sabes de lo que hablas”, “déjame explicarte”, “no me estás entendiendo”, y la anulación anticipada en la clásica fórmula “¡no empieces!” Las formas no verbales de la descalificación son igualmente efectivas -un hombre no responde, cambia el tema o echa un vistazo al periódico, mientras su esposa le está hablando.
De igual manera podríamos citar el uso del silencio como maniobra de poder, cuando un hombre obliga sistemáticamente a su esposa a adivinar lo que está sintiendo o pensando, transfiriéndole así todo el trabajo de la comunicación y de la relación, de tal manera que lo que empezó siendo problema de él se vuelva, como por arte de magia, problema de ella. También se ha observado que los hombres interrumpen mucho más a las mujeres, como una forma sutil pero eficaz de imponer sus propios puntos de vista. En general, los hombres intentan controlar tanto los temas como los contextos de la comunicación, asegurando así que toda interacción transcurra en sus terrenos.9
El presentarse a sí mismo como personaje central en todas las conversaciones, regresando sistemáticamente a sus propias experiencias e intereses, es una forma ubicua del machismo invisible, a través de ese “yoísmo” que caracteriza a tantos hombres en la sociedad mexicana.
Un problema social, no personal
He oído a muchas mujeres decir de sus maridos, patrones, colegas o hermanos que “es una persona muy especial”, para decir que es controlador, conflictivo y malhumorado. Acto seguido intentan explicar su actitud aduciendo, por ejemplo, “es que tuvo un papá (o una mamá) muy dominante”, “es que su papá nunca estaba”, o bien “es que le pegaban cuando era niño”… Siempre encuentran la manera de justificar el carácter “especial” de esos hombres, como si fueran casos únicos. He llegado a preguntarme, después de haber escuchado tantas explicaciones de este tipo, si realmente son tan “especiales” esos hombres machistas, que siempre resultan ser iguales… y he llegado a la conclusión de que se trata de un fenómeno no sólo común, sino característico de un tipo de masculinidad muy generalizado en nuestra sociedad.
Es hora de dejar atrás la falacia de suponer que las personas en sí son, o no, machistas. El machismo no es sólo un atributo personal, sino básicamente una forma de relacionarse. No engloba sólo una serie de creencias y conductas individuales: expresa una relación basada en cierto manejo del poder, que refleja desigualdades reales en los ámbitos social, económico y político. Este tipo de interacción no se limita, sin embargo, a la relación entre hombres y mujeres; es el modelo de toda interacción entre partes consideradas desiguales, como patrones y empleados, maestros y alumnos, médicos y pacientes, adultos y niños. Constituye la expresión, privilegiada en nuestra sociedad, del autoritarismo.
Esta formulación nos permite entender por qué, en una sociedad machista, todos son machistas. El machismo es una forma de relación que todos aprendimos desde la infancia y funge, en consecuencia, como la moneda vigente para todo intercambio personal. Quizá no nos agrade, como puede no agradarnos nuestra moneda nacional; pero si queremos vivir en nuestro país, trabajar y relacionarnos con los demás, es la única moneda reconocida en todas las transacciones y en todas las circunstancias. El machismo seguirá siendo la forma dominante de intercambio en tanto no desarrollemos otras maneras de relacionarnos. Asimismo, en una sociedad machista todos resultamos víctimas del machismo, incluyendo a los hombres, lo perciban o no. Por consiguiente, para que el machismo siga existiendo, es necesario que toda la sociedad participe en él. Para que desaparezca, es necesario que toda la sociedad cambie de actitud.
Costos sociales del machismo
El dejar de considerar el machismo como un atributo personal nos permite vislumbrar las implicaciones sociales de los rasgos de carácter que solemos observar en ciertos individuos. El perfil psicológico del hombre machista corresponde, punto por punto, a problemas muy generalizados en nuestra sociedad, como lo podemos ver en los ejemplos siguientes.
Un rasgo común en las personas machistas es su impaciencia: quieren que las cosas se hagan sin demora, que la gente a su alrededor cumpla sus deseos sin objeciones, que sus necesidades tengan prioridad sobre las ajenas. Se trata de una incapacidad para posponer la gratificación que es propia de los niños y adolescentes, pero que los adultos aprenden a superar porque la vida misma les va enseñando que las cosas no se dan de inmediato, ni fácil ni automáticamente. El problema es que muchos hombres, en una sociedad machista, han sido rodeados desde la infancia por mujeres dedicadas a atenderlos, y no sólo a cumplir sus deseos sino incluso a prevenirlos. Su madre, hermanas, sirvientas, novias, esposa e hijas les han brindado desde siempre la realización mágica de todos sus deseos. Los niños que han crecido envueltos en esta solicitud permanente llegan a la edad adulta con la convicción profunda de que merecen y tienen un derecho inalienable a ese trato, y lo esperan de todo el mundo.
El corolario natural de esta exigencia perpetua es un pobre control de impulsos: la tendencia a actuar sin medir las consecuencias. La actitud de prepotencia que tienen muchas personas machistas, según la cual “yo hago lo que quiera” y “no me importa lo que digan los demás” conduce en muchas ocasiones a actos irreflexivos y egoístas, más propios de un niño mimado que de un adulto maduro. La urgencia perentoria que expresan muchos hombres en el área sexual, por ejemplo, no deriva de que tengan en realidad “necesidades” sexuales impostergables, sino de un control de impulsos poco desarrollado. Después de todo, ningún hombre se ha muerto por falta de relaciones sexuales; pero muchos hombres presionan a las mujeres a tener relaciones como si de veras se fueran a morir por no tenerlas. Lo mismo se aplica a las adicciones: por encima de la adicción misma, muchos hombres machistas se justifican además al decir “no veo por qué tendría que privarme si algo se me antoja”. La negación a limitarse, a medir las consecuencias de lo que uno hace, se ve incrementada por el machismo.
Estas actitudes perentorias desembocan necesariamente en una falta de empatía, una incapacidad para tomar en cuenta a los demás. Los hombres machistas no toleran ser contrariados, y en muchas ocasiones se niegan a escuchar opiniones distintas. Esto suele manifestarse como necedad (“no me importa lo que piense la gente”), aburrimiento (“ya sé lo que vas a decir”) o bajo la forma de un autoritarismo simple (“yo soy el que manda aquí”). Esta incapacidad de asimilar, o de imaginar siquiera, otros puntos de vista tiene consecuencias personales y sociales inmensas.
En primer lugar, cancela toda posibilidad de negociación: si la opinión ajena es irrelevante, entonces el único propósito de todo diálogo es convencer al otro de la opinión propia. Por ello es inútil discutir con una persona machista: sus razonamientos “lógicos” se reducen a una mera reiteración de su punto de vista inicial. En este sentido, la falta de empatía impide la resolución de los conflictos interpersonales.
Asimismo, genera malentendidos continuos: la persona que no escucha interpreta equivocadamente a los demás con enorme frecuencia. Además, los machistas tienden a considerar el desacuerdo como una ofensa: en una formulación clásica, “si no estás conmigo es que estás en mi contra”. Por todo ello, el machismo contribuye a una agresividad generalizada e innecesaria, al convertir sistemáticamente las diferencias en conflictos.
En segundo lugar, esta dificultad para ponerse en el lugar de los demás inhibe la cooperación. Si uno considera, o espera, tener siempre la razón, el trabajo en equipo se vuelve prácticamente imposible. Si el punto de vista de los demás es irrelevante, entonces lo único que queda es imponerse a ellos. Y si todos (o varios) integrantes de un grupo de trabajo o de estudio están acostumbrados a pensar así, entonces pasarán sus reuniones disputándose el liderazgo en lugar de dedicarse a la tarea común. Podemos observar estas dinámicas muy a menudo en nuestra sociedad, cuando varias personas intentan integrar un equipo o llevar a cabo un proyecto compartido.
En tercer lugar, considerar que los deseos, las necesidades, los sentimientos y pensamientos propios son los únicos importantes, prácticamente excluye la posibilidad de subordinarse al bien común. Si lo único que cuenta es la comodidad personal, entonces no hay ninguna razón para no estacionarse en doble fila, tirar basura en los lugares públicos o prender el estéreo a todo volumen a las tres de la mañana. La imposición de los intereses propios sobre los de los demás es un corolario de la incapacidad para postergar la gratificación, controlar los impulsos y tomar en cuenta la situación de los demás. El machismo promueve toda esta constelación de conductas y actitudes, y constituye por lo tanto un serio obstáculo al desarrollo de la conciencia cívica en nuestra sociedad.
Costos económicos del machismoLos costos del machismo no son sólo psicológicos y sociales. Cada vez más, los gobiernos y organismos internacionales están descubriendo que conlleva también costos económicos muy elevados. Un buen ejemplo de ello es un proyecto de investigación publicado en el 2001 por el Banco Mundial. Su reporte, titulado Gendered Development,10 analiza en detalle los costos de la desigualdad entre hombres y mujeres, en términos de pobreza, desarrollo, productividad, salud y educación. Sus principales conclusiones son contundentes. Los países que promueven los derechos de las mujeres y facilitan su acceso a la educación y a la riqueza gozan de menos pobreza, menos corrupción, una productividad más
alta y un mayor crecimiento económico. Cuando se reducen las diferencias entre hombres y mujeres en áreas como la educación, el empleo y los derechos de propiedad, disminuyen las tasas de desnutrición infantil y mortalidad. Además, aumentan la transparencia y la honestidad tanto en los gobiernos como en el sector privado. Los sistemas de salud y educación, los órganos de gobierno, las instituciones de crédito, funcionan mejor cuando incluyen una fuerte participación femenina. Por lo tanto, la desigualdad entre hombres y mujeres no sólo afecta a éstas últimas, sino a toda la sociedad, idea que siempre adelantó el movimiento feminista, y que ahora recibe el respaldo de los economistas del desarrollo.
Las Naciones Unidas también han estudiado a fondo los costos de la desigualdad entre hombres y mujeres promovida por el machismo. El informe titulado Estado de la población mundial 200011 recoge datos sobre el inmenso costo económico de la violencia contra las mujeres: por ejemplo, se estima que en Estados Unidos los patrones pierden 4 mil millones de dólares al año debido al ausentismo, el aumento de los gastos médicos, la alta tasa de renovación de la plantilla y la menor productividad asociados con dicha violencia. Por otra parte, el que las mujeres no puedan controlar libremente su fertilidad dificulta la llamada “transición demográfica”, en la cual bajan significativamente las tasas de fecundidad y mortalidad. Esto permite que el número de niños dependientes disminuya rápidamente en relación con la población en edad laboral, promoviendo la productividad, la inversión y el desarrollo económico.
Estos estudios vuelven visible algo que ha permanecido oculto durante casi toda la historia de la humanidad: que el dominio del hombre sobre la mujer afecta a todo el mundo, no sólo a las mujeres.
También nos ayudan a entender la relación exacta entre machismo y dominación. El machismo, visto como un conjunto de valores y creencias, emana de la desigualdad entre los sexos, pero a la vez la alimenta al “explicar” por qué los hombres deben tener el mando en casi todas las áreas importantes de la actividad humana. En este sentido, el machismo es la justificación del dominio masculino. Por ello, podemos afirmar sin duda alguna que el machismo y la desigualdad siempre van de la mano. Donde observemos el primero, podemos estar seguros de que subsiste la segunda, y viceversa. Dicho de otra manera, el machismo nunca es inofensivo, nunca es sólo una costumbre desagradable pero finalmente inocua.
Machismo y transición democrática
El machismo juega un papel central en toda nuestra vida pública. Atraviesa la estructura y el funcionamiento de nuestras instituciones; inyecta sus valores a nuestro debate político y social; tiene un impacto enorme en las dinámicas poblacionales del país, la educación y la división del trabajo. Permea todas las relaciones familiares, sociales, laborales y económicas. Constituye una de las múltiples facetas del autoritarismo. Aunque no sea, por supuesto, la causa de éste, ni tampoco exclusivo de los regímenes autoritarios, sí puede dificultar el desarrollo de una democracia plena. La transición democrática en nuestro país requerirá cambios profundos en nuestras instituciones políticas y formas de gobernar, pero también una transformación radical en nuestra manera de relacionarnos. Podemos pensar que el discurso y las costumbres del autoritarismo seguirán perpetuándose en tanto no erradiquemos el machismo. Los valores de la democracia, como la inclusión, el respeto a la diversidad, el debate abierto y el análisis crítico, dependen de relaciones sociales basadas en la equidad, no en la subordinación. Por consiguiente, lo que está en juego va mucho más allá de la relación entre los sexos. La convivencia cívica, la eficiencia económica, el combate contra la pobreza y la violencia, la justicia social, los derechos humanos, pasan hoy en día por la erradicación del machismo. Este último no es compatible con los requerimientos de una economía cada vez más globalizada y tecnológicamente avanzada y de una cultura cada vez más democrática. Por tanto, ya no se trata de saber si alcanzaremos la equidad entre hombres y mujeres, sino a qué ritmo. El machismo, como división de trabajo entre los sexos y como una forma de autoritarismo entre las personas, está condenado a desaparecer. Y, al igual que la esclavitud o la servidumbre feudal, desaparecerá no por injusto ni por desagradable, sino por ineficiente.