DURANTE LAS ÚLTIMAS tres décadas hemos podido evaluar, como nunca antes había sido posible, los efectos de la actividad humana sobre nuestro planeta. Esto ha sido posible, por un lado, por las tecnologías de percepción remota posibilitadas por una pléyade de satélites, cada vez más sofisticados, que circundan cada trozo de la superficie del globo. Por otro, por la creciente capacidad de cómputo que permite analizar y correlacionar, en modelos matemáticos muy complejos, la enorme cantidad de datos proporcionados por dichos mecanismos de observación terrestre y medición de parámetros ambientales. Hemos aprendido que muchas de las modificaciones ejercidas sobre nuestros ambientes locales tienen en realidad efectos globales. Que prácticamente cada acción negativa sobre el ambiente local tiene un efecto global.
Lo que hemos aprendido fundamentalmente, desde hace tres décadas, es que la actividad humana durante los últimos trescientos años, cuando la revolución industrial, y un crecimiento demográfico desmesurado se han conjuntado causando severos efectos sobre la atmósfera, los mares y los sistemas terrestres del planeta. Muchos de esos efectos han sido dañinos y frecuentemente irreversibles. Se han vulnerado sistemas ecológicos vitales, que proveen los servicios ambientales indispensables para sostener la vida en la Tierra. Consecuentemente, las posibilidades de alcanzar estándares de vida mínimamente dignos para toda la población del globo a mediados de este siglo xxi (unos nueve mil quinientos millones de seres humanos) están severamente amenazadas.
Las actividades humanas, desde la agricultura hasta la gran industria, pasando por la vida urbana, son las responsables de estas profundas modificaciones ambientales. Dos son las áreas críticas en las que se concentran tales problemas: por un lado, la pérdida de la diversidad biológica (o biodiversidad) y, por otro, el cambio climático global. La primera es el resultado fundamentalmente de la destrucción o la sobreexplotación de los ecosistemas tanto terrestres (selvas, bosques, humedales…) como marinos (arrecifes coralinos, lagunas costeras, etcétera). El segundo es resultado fundamentalmente del consumo de combustibles fósiles para mantener en operación la economía de todas las naciones.
Se pierde anualmente una superficie boscosa de alrededor de 100,000 km2 en todo el mundo. Dos tercios de las pesquerías de las que depende el mundo para su alimentación están sobreexplotadas; la pesca obtenida en 1999 ha sido la más baja de los últimos 5 años, al igual que la pesca per cápita (sólo 20 kg). El río Mississippi, al desembocar en el Golfo de México, produce un verdadero «desierto marino», casi sin vida pesquera, de unos 15,000 km2 debido al efecto de los plaguicidas y los fertilizantes arrastrados de las áreas agrícolas del medio oeste norteamericano.
El consumo energético total del mundo es enorme y tenderá a aumentar en forma creciente. Actualmente representa 12,821 1012 kwh, y para dentro de dos décadas se estima que llegará a 21,872 xlO12 kwh lo cual es un consumo difícil de imaginar en sus efectos ambientales. Más grave es que el consumo per cápita es profundamente inequitativo en el mundo. Un habitante de los países desarrollados -como Estados Unidos o Noruega-consume entre 7.5 y 40 veces más energía a lo largo de cada instante de su vida, desde que nace hasta que muere, que un habitante de un país pobre o en vías de desarrollo como Perú o México. Como resultado de este consumo energético proveniente de los combustibles fósiles y de la deforestación y destrucción de ecosistemas terrestres, se acumulan cada año tres mil quinientos millones de toneladas de carbono en la atmósfera, contribuyendo a producir el «efecto de invernadero», responsable a su vez del calentamiento y el cambio climático globales.
La lista de los severos estropicios ambientales causados por la multiplicidad de actividades humanas en todos los países del mundo es realmente larga e inevitablemente deprimente. No tiene sentido alargarla aquí. Es preferible poner atención al panorama que hemos podido percibir por nuestra creciente capacidad de adquirir información a nivel global sobre estos fenómenos.
Los siguientes son algunos de los hallazgos descritos en el último reporte del Panel Internacional sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), el reporte de mayor autoridad en el tema, escrito con la participación de cerca de 125 científicos de todo el mundo y presentado en 2001:
• Desde 1860 se ha registrado en forma inequívoca un incremento de 0.6 +/- 0.2 C en la temperatura media global. La mayor proporción del calentamiento ha ocurrido entre 1910 y 1945 y a partir de 1976.
• El calentamiento observado en el siglo xx es el mayor ocurrido durante los últimos mil años. Cerca de 40% del hielo del Ártico se ha fundido y tres icebergs, cada uno del tamaño del estado de Colima, se han desprendido del casquete Antartico.
• Ha ocurrido un retroceso generalizado de los glaciares en montañas de regiones no polares durante el siglo xx. Los Alpes han perdido ya 50% de su masa glaciar y se calcula que los Himalayas perderán 20% de su masa de hielo en 2020.
• La tasa de elevación del nivel del mar durante el siglo xx ha sido 10 veces mayor que la tasa promedio de los últimos tres mil años.
• Las concentraciones atmosféricas de los principales gases de invernadero han aumentado significativamente desde 1750 (C02 = 31%, CH4 = 250%, N20 = 16 por ciento).
• Las concentraciones actuales de C02 son las más altas de los últimos 420,000 años y probablemente de los últimos dos millones de años. Este incremento se debe en un 75% al uso de combustibles fósiles y el resto a la deforestación y otros cambios en el uso del suelo.
• Las concentraciones de C02 en 2100 serán de entre 540 y 970 partes por millón (ppm), comparadas con las 367 de la actualidad.
• Si no hay reducciones significativas en las emisiones de gases de invernadero, se predice un aumento de la temperatura hacia 2100 de entre 1.5 y 6 grados centígrados, con una elevación del nivel medio del mar, por el derretimiento de los casquetes polares, de entre 8.5 y 86.5 centímetros.
• Los casquetes polares seguirán derritiéndose debido al calentamiento climático, elevando el nivel del mar por varios miles de años.
Éstos son algunos de los efectos que resultan tanto del consumo de combustibles fósiles, como de otras actividades como la agricultura y la ganadería. Es claro que ésta es una tendencia que seguirá presente en el futuro. Las necesidades de desarrollo de los países del tercer mundo influirán decisivamente en esta inevitable tendencia. Sin embargo, aun en el escenario teórico de que la humanidad contara con una fuente inagotable de energía limpia, sin mayores efectos ambientales o de salud, quedaríamos obligados a considerar las implicaciones sociales de tal situación. ¿Induciría esto a una sociedad crecientemente orientada al consumo material, cuyos únicos valores fuesen el logro y la acumulación de bienes materiales y de un bienestar hedonista? ¿Cuáles serían sus consecuencias demográficas y ambientales?
Paul Ehrlich,1 quien ha estudiado extensamente los conflictos entre el crecimiento poblacional, el sobrecon-sumo -de energía y recursos- por parte de las naciones desarrolladas y el impacto ambiental resultante, describe lo que él y sus colaboradores han llamado «el dilema humano». Este dilema consiste en cómo transformar actitudes sociales que anhelan alcanzar «el mejor estándar de confort» -con sus consecuentes inequidades- en anhelos para lograr estándares de vida dignos, basados no en la acumulación de bienes materiales, sino en el alcance de logros personales y espirituales en una atmósfera de mayor equidad social.
La reacción social a este dilema fundamental es, paradójicamente, casi inexistente. Nadie parece estar preocupado por las severas consecuencias del calentamiento global o la pérdida de la diversidad biológica, que conforma los sistemas ecológicos que mantienen las condiciones que permiten la vida sobre la Tierra. Los científicos dedicados al estudio de estos fenómenos físicos y biológicos tienen el sentimiento de que a mayor información acerca del problema de calentamiento global, menor es el nivel de respuesta del público. Existe la preocupación, entre quienes trabajamos en este tema, de cómo lograr transmitir adecuadamente la seriedad del problema sin cruzar la delicada frontera que transmite a la población un sentimiento de desesperanza, el cual inevitablemente produce indiferencia social. Hasta ahora hemos fracasado en lograr respuestas significativas, a pesar de los esfuerzos de convenciones internacionales de gran envergadura como la de Río de Janeiro o foros como los de Kioto.
En una buena proporción, esta falta de conciencia está ligada a la idea de que actuar para disminuir problemas como el del calentamiento global implica afectar el desarrollo económico de los países, lo cual constituye una amenaza a las aspiraciones sociales de mejores niveles de confort y bienestar. Pero también se debe a la idea de que los impactos ambientales no afectan a las generaciones que viven en estos momentos en el planeta o en una región. En otras palabras, que los efectos de tales impactos ocurrirán con un desplazamiento temporal y geográfico significativo -y por lo tanto intangible- en relación con una sociedad específica. Esta idea es una barrera psicológica muy difícil de romper.
Sin embargo, este problema constituye, en mi opinión, el dilema ético más serio para nuestra generación, no solamente en relación con aquéllas que nos seguirán en el futuro en el planeta, sino también a las actualmente presentes y que viven en condiciones extremadamente marginadas. Para numerosos especialistas de la ética y la filosofía, la ubicación espacial de las presentes generaciones o la temporal de las futuras, así como nuestro desconocimiento de ellas y la contingencia de que puedan o no existir, no justifica la negación de nuestras responsabilidades éticas hacia esas generaciones futuras. Nuestras acciones presentes deben estar constreñidas por las obligaciones éticas que debemos a las poblaciones del futuro.
Este hecho ha sido captado por los integrantes del Consejo Mundial de Energía que en su Congreso de 19982 concluyeron que la prioridad número uno en el desarrollo sustentable de energía para los tomadores de decisiones en todos los países debería ser el darle acceso a servicios de energía comercial a la gente que no los tiene y a las generaciones que vendrán en las próximas dos décadas, fundamentalmente en los países en desarrollo. De otra manera, sus oportunidades para alcanzar educación adecuada, buena salud así como un nivel mínimo de dignidad individual se pondrán en entredicho. Lograr satisfacer las necesidades energéticas de estas poblaciones se consideró en dicho Congreso como la primera prueba de la sustentabilidad del desarrollo energético mundial.
Maurice Strong, un personaje clave en la existencia de la Convención de Río de 1992, declaró de manera concluyente que «el nuevo milenio al que entramos decidirá el destino de la especie humana. Ese destino está literalmente en nuestras manos».3 La mayor diferencia entre la responsabilidad que afronta nuestra generación y la de las anteriores es que ahora, más que nunca, entendemos con claridad meridiana los diferentes y posibles impactos de nuestras acciones sobre las perspectivas de vida de las generaciones futuras, además de contar con las herramientas y la información para actuar.
Para la mayoría de la gente en la cultura occidental, especialmente en el caso de los tomadores de decisiones, la ciencia y la tecnología ofrecen la única respuesta para resolver los problemas ambientales, principalmente porque se trata de asuntos netamente técnicos. Debido a que la ciencia ofrece normalmente respuestas objetivas y factuales en una área dominada por numerosos y diversos intereses, es el candidato obvio a quien recurrir para resolver preocupaciones emanadas de los problemas ambientales.
No obstante, los retos presentados por los problemas ambientales no son ni exclusiva -ni primariamente-problemas solubles en el ámbito de la ciencia y la tecnología. Los temas ambientales originan preguntas fundamentales acerca de qué es lo que nosotros como seres humanos valoramos, el tipo de seres humanos que pretendemos ser, el tipo de vida que queremos vivir, cuál consideramos que es nuestro lugar en la naturaleza y el tipo de mundo en el que quisiéramosdesarrollarnos.4 Aunque la ciencia nos provee de información objetiva y de capacidad predictiva -las cuales mejoran nuestra inteligencia acerca de los problemas ambientales-, no hay duda que éstos requieren de respuestas provenientes esencialmente de los campos de la ética y la filosofía. La única alternativa seria que tenemos es reconocer que ambas, la ciencia y la ética, son esenciales en nuestros intentos de alcanzar un progreso significativo en resolver los retos ambientales que confrontamos.5 Será sano recordar el dicho de que «la ciencia sin la ética se encuentra ciega y la ética sin la ciencia está vacía»
Muchos científicos en el área del ambiente están convencidos de que es posible salir de este aparente círculo vicioso, demostrando que hay formas de reducir los efectos de las demandas energéticas y de recursos, aplicando tecnologías amigables al ambiente. Sin embargo, resulta claro que esto no será suficiente por sí mismo si no se aplica una regulación demográfica más estricta -especialmente en países en desarrollo-, pero especialmente si no se estimula un comportamiento muy diferente respecto a las demandas de energía y recursos por parte de las sociedades económicamente afluentes. Esto último significa, en muchos casos, un serio cambio en los absurdos niveles de confort disfrutados en muchos países desarrollados, así como la adopción de expectativas más sobrias acerca de futuros estándares de bienestar y confort por parte de las naciones en vías de desarrollo. Estos dos puntos en cuestión representan sendas decisiones éticas por parte de la sociedad.
Consecuentemente, tiene muy poco sentido referirse solamente a las formas en que los países en desarrollo deben transformar sus tecnologías energéticas y de uso de recursos para su desarrollo futuro -cosa que ciertamente deben hacer- como la única solución técnica a los problemas ambientales globales que enfrentamos ya en este momento. Tiene aún menos sentido discutir el hecho de que se deben fijar límites a sus necesidades y expectativas de desarrollo, en aislamiento de lo que pasa, y más bien lo que debería pasar en el resto del mundo.
El reporte de la UNCED, Nuestro Futuro Común (1987), estableció que las posibilidades de sobrevivencia humana y de bienestar dependen de «la elevación del desarrollo sustentable al nivel de una ética global». Si queremos ser moralmente serios acerca de esta aseveración, sería necesario definir hasta qué punto el concepto de desarrollo sustentable constituye una ética real para una sociedad. Sería necesario definir de qué tipo de ética se trata. Qué es lo que esperamos lograr en un estado de sustentabilidad y qué tipo de crecimiento económico se desea alcanzar, así como cuáles son los valores ecológicos sociales, políticos y personales a los que intenta servir dicho crecimiento. Igualmente, debemos analizar «cómo dicho crecimiento sustentable reconcilia las pretensiones morales de la libertad humana, la equidad y la comunidad con nuestras obligaciones a las especies biológicas y a los ecosistemas que éstas forman».6 La ética debe ser considerada, en este contexto, como una reflexión acerca de la moralidad y los problemas morales, en tanto que éstos sean sujetos a un riguroso escrutinio intelectual.
Un ejemplo importante es la crucial tarea que la, ética debe llevar a cabo acerca de asuntos relacionados con el desarrollo futuro su papel es clarificar los valores que se encuentran en juego en decisiones de políticas de desarrollo y de dar razones morales para vías alternativas de acción si fuese el caso. Los asuntos ambientales y del desarrollo están preñados de implicaciones morales que requieren ser bien entendidas y cuidadosamente ponderadas antes de efectuar decisiones inteligentes. La ética debe ayudar a resolver conflictos de valores que obstaculizan proyectos de conservación o de desarrollo.7
Debe desarrollarse un nuevo paradigma social con la ayuda de la ética que promueva el desarrollo sustentable al tiempo que mantiene la diversidad cultural, que es transmitida de una generación a otra.7 Ese nuevo paradigma social debe elevar al desarrollo sustentable a una nueva ética global que reconozca y promueva la mutualidad de los valores ecológicos y sociales en sociedades específicas.6
Muchos de los problemas originados por el desarrollo -como hemos visto hasta ahora- son el resultado de nuestra visión de la naturaleza como si estuviésemos fuera de ella, como si nosotros los seres humanos fuésemos espectadores de un conjunto de bienes y de procesos -de los cuales dependemos totalmente para nuestra existencia- y de los cuales entendemos realmente muy poco acerca de su funcionamiento. Requerimos de una nueva visión. Una que nos ubique como una especie biológica, que es producto del proceso de cientos de millones de años de evolución que ha conformado a la naturaleza como la conocemos actualmente. Debemos empezar a pensar en un futuro nuestro en este planeta no como individuos, sociedades, naciones o regiones, sino como una entidad biológica y taxonómica específica: Homo sapiens. En esa visión, debemos preocuparnos por el bienestar de todos los individuos que conforman nuestra especie, así como por las condiciones que maximicen el potencial de desarrollo de la creatividad de cada individuo, resultado de la diversidad que cada genotipo presente en las poblaciones de nuestra especie representa, diversidad que debemos respetar y mantener al máximo.
El significado moral de una ética del desarrollo sustentable reside no en las consideraciones teóricas y las digresiones especializadas de los expertos, sino en la visión de una nueva forma de vida que sea comprensible y accesible a todos los seres humanos.7 De igual o mayor importancia que su significado moral es lo practicable que ésta ética sea, del efecto que pueda tener en cambiar el comportamiento humano. Esta aplicabilidad depende del todo en cómo convertir principios teóricos y conceptos en normas de acción política y socialmente aceptables. Para ello se requerirá del concurso de psicólogos y especialistas de las ciencias sociales. Éste, sin duda, constituye el reto más grande para los especialistas en la ética, los ecólogos y otros científicos que estamos convencidos de la necesidad de este nuevo paradigma social.
Referencias
1 Ehrlich, P. R., A. H. Ehrlich y G.C. Daily, The Stork and the Plow: The Equity Answer to the Human Dilemma, G. P. Putnam’s Sons, Nueva York, 1995.
2 World Energy Council, Statement 2000.
3 Strong, M., Earth in our Hands. The Hindú Survey of the Environment, 2000, Nueva Dehli, 2000, pp. 15-21.
4 Des Jardins, J. R., Environmental Ethics. An Introduction to Environmental Philosophy, Wadsworth Pub. Co., Londres, 1997.
5 Engel, J. R., «The ethics of sustainable development», en Engels, J. R. y J. G. Engels (eds.), Ethics of Environmental Development: Global Change and International Response, Belhaven Press, Londres, 1990, pp. 1-26.
6 Pirages, D. y P. R. Ehrlich. Arle II: Social Responses to Environmental Imperatives, W. H. Freeman, San Francisco, 1974.
7 Kotheri, R., «Environment, technology and ethics», en Engels, J. R. y J. G. Engels (eds.), op. cit.
Este texto es una adaptación de una conferencia presentada por el autor ante el Congreso Iberoamericano de Filosofía realizado en Morelia, Michoacán, en septiembre de 2000.