I. Lo mejor del viaje,
antes del viaje
Liviano liviano todo cuanto elegí para la maleta, liviano e inarrugable o arrugable fancy: zapatos que no pesan chaquetas que no pesan bolsitas de congelador para minucias. Aun así la maleta me arrastra por las escaleras.
Creative Commons/Flickr/Maccosta
Muy de noche empiezo a bajar de mi sierra hacia el aeropuerto, y de súbito se me aparece ¡una puesta de luna! Una mitad de inmensa luna roja desciende tras los montes. Con una serenidad, con un empaque, que ni de lejos hace juego con la gracia de las diminutas luces ¿estrellas? del pueblo.
Tan normal ver amaneceres que nunca veo. Tanto me han hablado del color madrugador del sol. Pero la luna, testigo de nuestros trasnoches, Candela, perrita desvelada, nos hizo este regalo. Descendía ella, descendía yo, tú empezabas a descender bajo las flores de nuestro jardín. Con la misma serenidad y toda la energía del color rojo.
II. Cuatro horas de paraguas
Cuatro horas de paraguas edificios escaparates-imán para Luisa, que nos hacía detener una y otra vez y otra, cuando no con el plano milimétrico para leer lo ilegible y preguntar y escuchar y no enterarse de nada, mientras agua y frío, y luego nos encaminaba hacia un objetivo que nunca conseguí averiguar, que sólo ella sabía o no sabía y que en toda la tarde no encontramos. Pero subimos y bajamos de siete tranvías. En ellos descubrí que Consuelo tenía luz propia y que eso bastaba para espantar nuestra lluvia hasta irrumpir al fin en carcajadas imparables.
Tanto que me gusta callejear las ciudades que visito. Ni frío ni lluvia ni calor lo impide si uno se viste con lo adecuado. Yo había llevado la maleta llena de “adecuados” pero esa tarde no acerté. Las tres íbamos inadecuadas, eso sí, con paraguas. Si al menos hubiéramos caminado a paso ligero, ya que la lluvia era fría. Era fría y los tranvías, la salvación para guarecernos, la única, nada de perder el tiempo en un café, había que conseguir el objetivo. Pero tranvía que cogíamos, tranvía que dejábamos en una o dos paradas, bien porque “por aquí no es” bien porque el vehículo iba “de recogida” ya, o bien ¡por final de trayecto!, como en aquel bosque de gigante noria atardecida. ¿Fueron siete tranvías? ¡Por lo menos! Hasta que yo ya, helada, empapada, viendo que querían continuar aventuras, les dije lo del chiste: yo… una vuelta más y me voy. Y me sumergí en el metro.
III. ¡Resulta que estoy en Viena!
Una ventana cuadrada de sol es mi cómplice perfecto para permanecer en esta habitación. Pero ¡resulta que estoy en Viena, y no la conozco! Ya. Bien. Encantada de la vida, escribo en Viena, flanqueada por Don’t Disturb, mientras el coro en pleno es arrastrado por sus zapatos, tranvías o el mismísimo Danubio.
Me rodea un silencio difícil de creer y las limpiadoras respetan mi puerta. Ya no hay un pasillo como el de anoche, con niños que corren sus gritos junto a unos padres que gritan más. Tengo vértigo si me giro a la derecha. ¿Pijama o desnudez? La blusa para el concierto cubre mis brazos sin mangas; el edredón de la otra cama enrollado bajo mis rodillas, más dos almohadas que sostienen mi nuca, hacen posible un bienestar agradecido a los rayos de sol y al boli alegremente rojo “Hotel Ananas”.
Saco un zumo de la nevera mini, lo recubro con un kleenex y me lo coloco sobre las ojeras de la tarde de ayer. ¿Si me preparo otro té con el cable calentador que me traje, se me quitará esta sensación adormizada (como decía Santa Teresa) que me hace escribir y escribir sin parar, y podré salir de la habitación?
Tengo una cita con el italiano de la calle paralela que anoche me socorrió con una hirviente minestrone, la cual no puedo menos de anotar como lo segundo mejor del viaje. Para el almuerzo que me espera, reservé en mi memoria canelones de espinacas y ricotta, que degustaré relajada en solitario, mientras el coro en pleno es arrastrado por sus zapatos, tranvías o el mismísimo Danubio.
IV. Me volví a encontrar
con Sissi, ¡oh!
¡Ah! Se me olvidaba: vi calles amplias despejadas impolutas edificios uniformes de clásica blancura balcones de elegante hierro forjado cúpulas y remates de precioso color turquesa gastado dorado lujo callejero pretencioso en remates de edificios fuentes y cualquier cosa; vi palacios (por fuera) como todos los palacios innumerables iglesias innumerables museos (por fuera) grandioso —es verdad— edificio de la ópera admirado con pena de aquel hombre vestido con ridícula casaca y peluca xvi ofreciendo las representaciones operísticas del día cada día diferentes.
“¡Viena en cuatro días! Cante en la ciudad de la música. Dos conciertos por cuatro paseos. Cante y vea lo que esta cuidad incomparable le ofrece.” No lo decía el de la peluca, sólo pienso tontamente que podría haber sido el reclamo pero no: dos conciertos nos llamaron y el coro —presto— organizó el paseo de los paseos. (Ni lo que hubiera querido ver ni lo que vi ni lo que quise ver.)
Excesivamente correcta serena agradable sosa-dulce a lo Sissi ¡toda ella! Lástima de Mozart multiusos entre masas de turistas paseando “bonitas” calles céntricas llenas de tiendas-primeras firmas y joyerías siete de cada diez helados y salchichas ¡qué salchichas señoras y señores! Nunca pensé que pudiera gustarme tanto una salchicha.